¿Es usted dromómano?, una columna de Javier Moro

"Nunca se ha viajado tanto, entendiendo por el viaje un proceso libre, voluntario y temporal que distingue los caminos del viajero de los del exiliado".

Ilustración para la columna de mayo de Javier Moro.
Ilustración para la columna de mayo de Javier Moro. / Raquel Marín

Más de mil millones de turistas recorrían el planeta y de pronto se esfumaron todos. En unas semanas se vaciaron los hoteles, los aviones permanecieron en tierra, los barcos de crucero, amarrados a puerto, la frecuencia de los trenes, reducida al máximo. Nos tuvimos que encerrar en nuestras casas con permiso de salir solo por cuestiones vitales. Nuestro nexo con el mundo era la televisión, que nos mostraba playas vacías de gente, así como monumentos archiconocidos de pronto desertados. Aunque las pandemias nos han acompañado siempre, este fue un episodio único en la historia porque todo el planeta se inmovilizó de manera simultánea. 

Los agoreros predijeron que la era del turismo de masas había llegado a su fin, que nunca se volvería a la situación previa. Argumentaron que la saturación de los espacios y la degradación de los medios naturales unidos al choque del encierro habían condenado el turismo a una lenta extinción. Pero ha ocurrido todo lo contrario. Hoy las cifras de viajeros andan por las nubes. Nunca se ha viajado tanto, entendiendo por el viaje un proceso libre, voluntario y temporal que distingue los caminos del viajero de los del exiliado. 

El turismo es el viaje con vuelta asegurada. La palabra viene de Grand Tour, expresión inventada en 1670 por el inglés Richard Lassels, que el francés Louis Simond traducirá por turismo en 1816, aunque es Stendhal quien la popularizó cuando publicó Memorias de un turista. Es la época en la que aparece el prototipo del turista moderno, con prisa, diletante, deseando verlo todo sin profundizar demasiado. Llevado al extremo, este tipo evolucionó hasta llegar al viajero incapaz de quedarse en casa, el que aprovecha la mínima oportunidad para salir de viaje. A esta manía los psiquiatras de finales del XIX la llamaron dromomanía. Yo, por ejemplo, debo ser dromómano. Y quizás también usted, lector, que está con una revista de viajes en las manos, soñando con largarse.

Llevado al extremo, este tipo evolucionó hasta llegar al viajero incapaz de quedarse en casa, el que aprovecha la mínima oportunidad para salir de viaje. A esta manía los psiquiatras de finales del XIX la llamaron dromomanía.

Es un efecto de la evolución del viaje, porque en sus principios, el viaje clásico era lento, erudito, y es en el s. XVIII cuando adopta la forma incipiente de turismo que conocemos hoy. El viajero clásico concebía su viaje como una formación para perfeccionar sus conocimientos enfrentándole a los esplendores de Italia, por ejemplo, o prepararlo a las lecciones de la libertad, viajando a Holanda o a Inglaterra, los países más progresistas de la época. También el viaje podía tener otro fin: el de la exploración destinada a descubrir nuevas civilizaciones.

Es el siglo donde se aprende a apreciar la diferencia, cuando se forja toda una sociedad del viaje, que abarcaba cocheros, guías ávidos o incompetentes, cicerones sin escrúpulo, pero también cónsules y diplomáticos, mujeres ilustradas, espíritus curiosos que compartían la pasión por un cierto nomadismo. La lentitud favorecía la cultura del viaje. El turismo —el viaje moderno— solo acabará si se extingue nuestra especie, porque es consubstancial al desarrollo del ser humano.

Por muy peligroso y turbulento que sea, la dinámica del viaje es siempre regresar, solo así el periplo se transforma en experiencia. De regreso a casa, el viajero pone a prueba la situación que tenía antes de salir de casa con la nueva, y lo hace al hilo de los encuentros que ha disfrutado y los paisajes que ha descubierto. Siente que no es exactamente igual a la persona que era antes de partir. Algo ha cambiado, y da igual que la experiencia haya sido buena o mala, ha marcado un hito en su vida. Viajar, ir al encuentro del otro, ponerse a prueba, forma parte del aprendizaje de la vida. Mientras existan hombres y mujeres deseando formarse, existirán los grandes tours, que luego se transforman en recuerdos. Y los recuerdos son para toda la vida. 

Síguele la pista

  • Lo último