Amsterdam desde el estrabismo de Rembrandt, por Carlos Carnicero

Amsterdam desde el estrabismo de Rembrandt, por Carlos Carnicero
Amsterdam desde el estrabismo de Rembrandt, por Carlos Carnicero

Las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- fueron sustituidas en Amsterdam por una tríada de consagraciones sublimes: arte, comercio y tolerancia. En su Siglo de Oro, el puerto de Amsterdam era el epicentro económico del mundo. El oro y la plata del Perú acababan en las arcas de los banqueros holandeses que cobraron pacientemente las deudas de guerra del emperador Carlos. Amsterdam se definió, pagando precio de sangre, por la tolerancia: llegaron judíos sefardíes, hugonotes, protestantes y calvinistas para establecer el universo en que se ha constituido la urbe. Con la riqueza inteligente florecieron las artes. El siglo XVII fue semillero de pintores sublimes, de los que Rembrandt y Hals son sólo la punta de iceberg de una de las escuelas más grandes de la pintura universal.

Para captar las esencias de la ciudad, diseminadas entre sus canales, lo mejor es recurrir a las técnicas de Rembrandt para representar las imágenes en la retina antes de dibujarlas en los lienzos de la memoria. Se sabe que Rembrandt era estrábico desde su juventud y esa deficiencia fue una de las claves de su maestría para trasladar lo que observaba sólo a través de uno de sus ojos -con el que "enfocaba"- al plano bidimensional del lienzo, escapando a una visión binocular de las cosas. Cerrar un ojo sobre Amsterdam, a la manera de Rembrandt, es focalizar cada uno de los aspectos de la ciudad para que la mixtura proporcionada permita una sinopsis cuidadosa.

La tolerancia, que es seña de identidad de la ciudad desde el siglo XVI, se ha instalado en algunas diferencias. El Barrio Rojo es un tópico manido sobre el que el alcalde Job Cohen lidera una adecuación para evitar la sensación de que el centro de la urbe está motivado sólo en el sexo. No es cierto. Amsterdam, ordenada en semicírculos bajo los dictados de sus canales, tiene tantas consideraciones como se deseen y en ellas los escaparates de sexo o los coffee shop no son más que reclamos superficiales de su alma profunda: una bandera enhiesta en la ciudad de la permisividad, donde casi todo es posible si no se molesta a nadie.

Amsterdam es silenciosa. No hay consenso sobre el número de bicicletas, pero se estima que pueden llegar a un millón. No hay prisa porque todo está acompasado a una escala humana. Por eso la bicicleta es el vehículo de desplazamiento obligado, que tiene como contrapunto la utilización en los canales de barcas, botes y motoras. Y el tranvía, que discurre también discreto, serpentea el esquema semicircular de la ciudad. Silencio para la creación, susurros para el comercio y vista gorda para que cada cual haga lo que quiera.

Amsterdam mantiene su sello indiscutible de gran ciudad comercial desde el siglo XVI. Es el ejemplo vivo de lo que serían las urbes europeas si el pequeño comercio no fuera arrasado cada día por las grandes superficies. Lo que distingue a Amsterdam de cualquier otra ciudad europea es el placer del comercio familiar ligado más a una actividad de coleccionista de objetos, por el placer en sí mismo de tenerlos, que al deseo de hacer un buen negocio. El horario de comercio refleja el ritmo de sus dueños. En ocasiones, un cartel en la puerta informa que viven en el piso de arriba y acudirán para abrir el local siempre que sean requeridos.

La población se mantiene estable en torno a los setecientos cincuenta mil habitantes desde hace más de cincuenta años. Sus vecinos son secularmente defensores de la mesura de sus impuestos y de todos sus derechos. Eso explica las casas estrechas, que suben hacia arriba evitando prolongar sus fachadas por la simple razón de que no era el volumen sino la longitud de los frontispicios el barómetro de los impuestos inmobiliarios. Espíritu de comercio, sin duda, que exprime todas las posibilidades de evitar los pagos prescindibles.

Anochece en Amsterdam y la cena en el restaurante Vermeer, en el hotel NH Barnizon Palace, permite una recapitulación profunda, pues el chef Chris Taylor estampa en la gastronomía las enseñanzas profundas de la ciudad.

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