Gambia, el país más pequeño de África

"El Caribe del África Occidental", "la Costa Sonriente"... A la hora de venderse, Gambia ofrece su litoral. Se presenta como un paraíso tropical de playas infinitas sembradas de cocoteros y bañadas por el sol, con una población cálida y relajada. De todo eso se encuentra, es cierto, por estas latitudes. Pero hay mucho más que ver. El país más pequeño del África continental (su superficie equivale a la de la Comunidad de Murcia) es también uno de los más diversos.

gambia
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Olvidémonos, por tanto, de la costa de Gambia para adentrarnos por su interior, es decir, hacia el oriente, en este país totalmente oblongo de casi 500 kilómetros de oeste a este, pero de menos de 50 kilómetros de promedio de norte a sur. Y es que The Gambia, su denominación oficial, es apenas una estrecha franja de terreno que se estira a ambos lados del río del mismo nombre: unas fronteras absurdas heredadas de la colonización, cuando los británicos quisieron poner una cuña fluvial en medio de un Senegal que estaba controlado por los franceses. Según la leyenda, un barco militar inglés recorrió el río aguas arriba disparando sus cañones a babor y estribor, y las fronteras se fijaron allí donde caían los proyectiles.

El viaje suele empezar en Serekunda, la auténtica puerta de entrada de los caminos que conducen hacia el Far East gambiano. Es precisamente su situación de eje viario, de centro de intercambio entre la costa y el interior, lo que ha transformado este otrora pueblucho en la ciudad más poblada de todo el país. Robando así a la capital, Banjul, distante unos 15 kilómetros, el protagonismo comercial y económico. Nada sorprendente, por tanto, si sus calles están invadidas permanentemente por un tráfico realmente caótico de coches destartalados, de minibuses polvorientos y abarrotados con pasajeros que cuelgan de las puertas, de camiones ruidosos y bamboleantes llenos a rebosar de cajas en un equilibrio euclidiano; todos disputándose el paso de una manera ácrata y a golpes de bocina. Aquí se encuentran la mayoría de los escasos semáforos con que cuenta Gambia, aunque su utilidad parece más bien escasa.

Apenas a unos pasos de los semáforos es posible descubrir el África de siempre, que engulle de repente al visitante: la explosión de ruidos y colores que llenan el abigarrado mercado de Serekunda, uno de los más importantes del país. Hay que abrirse camino en medio de los puestos instalados en un perfecto desorden sobre el suelo, donde todo se mezcla: frutas y pescado, zapatos y tejidos, quincalla y muebles, pañuelos y toallas. En medio de una batahola que dejaría en un simple murmullo los decibelios de una clásica taberna española, centenares de vendedores y compradores negocian los precios, gesticulan, se interpelan a gritos, se saludan a lo lejos, comentan las últimas noticias. Los trajes de colores chillones de las mujeres, muchas de ellas bien entradas en carnes, dibujan un baile colorido e incesante en medio de un barullo que casi daría vértigo al visitante. Mientras los olores, también, le asaltan, sean el del pescado, el de las especias o, más prosaicamente, el de la podredumbre.

Tras este primer baño de africanidad, hay que poner rumbo al Este. Tres caminos conducen hacia el interior: el río y las dos carreteras, una al norte y otra al sur, que discurren paralelamente a él. La mejor idea -y la mayor parte de los circuitos para visitantes lo hacen- es combinar las tres vías. Empecemos por la carretera del sur, que se transforma rápidamente en una simple pista. La red viaria de Gambia tiene bien merecida su fama de precariedad, que explica lo largos que pueden ser los recorridos, por más que las distancias sean tremendamente cortas. No obstante, la ayuda financiera internacional está permitiendo hoy unas obras de mejora en infraestructuras espectaculares: así, flamantes tramos de un asfalto reluciente alternan con otros de tierra pedregosa, donde los vehículos tienen que realizar una delicada yincana entre baches, niños y gallinas que se disputan la calzada.

El tráfico, también, cambia de naturaleza. Los pequeños autobuses abarrotados que van de aldea en aldea comparten el camino con numerosas carretas tiradas por un asno. Al lado de la pista, unas cabras pasean en medio de un depósito de neumáticos viejos, mientras unas mujeres con un cubo en equilibrio sobre la cabeza vuelven del pozo: en el interior del país, el agua corriente sigue siendo un lujo que está al alcance solo de unos pocos. La pobreza se palpa en unas aldeas cada vez más elementales, donde las casas se resumen a unas simples chozas con su techo de paja, agrupadas en torno a la mezquita; no en vano, Gambia figura apenas en el puesto 155 en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas.

En el pueblo de Bintang llega la hora de pasar de la tierra al agua: el viajero embarca en un pequeño barco alimentado por energía solar. A esta altura, el río resulta todavía muy ancho, y sus orillas bordeadas de manglares parecen bien lejanas. Curiosamente, aunque el río sea la columna vertebral del país, su utilización como medio de transporte es muy limitada. ¿Será porque casi todos los pueblos están algo alejados de la vía fluvial y más próximos a las dos carreteras? Solo unos cuantos barcos de pescadores tendiendo sus redes aparecen a lo lejos. Tras este paseo por el río, con su brisa que atempera el sofocante calor, desembarco en Kerewan, en otra orilla esta vez, lo que permite estrenar la carretera norte, tan cambiante como su homóloga meridional: tramos asfaltados y pista polvorienta, aquí también, se suceden sin avisar.

Los pueblos se vuelven cada vez más pequeños y aislados, en medio de un paisaje de sabana donde unos pocos árboles esmirriados luchan para sobrevivir a la época seca que está llegando a su fin. Aunque de repente surgen unos wetlands, una zona pantanosa con el suelo saturado de humedad. Es el reino de los pájaros, de los 560 tipos distintos de aves que Gambia reivindica. Después vuelve la aridez extrema, en medio de la cual unos cebúes esqueléticos buscan desesperadamente algún que otro reducto verde.

Este paisaje de fin de mundo, sin embargo, no desanima a los publicitarios: a lo largo de la carretera se suceden los paneles multicolores que ensalzan las virtudes de las cuatro compañías de móviles que se disputan el mercado nacional. Su lucha encarnizada ha permitido que la red cubra casi el conjunto del territorio nacional; sea navegando por el río, sea en medio de la aldea más remota, del mercado más alejado, e incluso en medio de la nada absoluta, siempre se ve algún paisano con el celular pegado a la oreja. Gambia entera parece conectada y conversando.

Vuelta al agua en Kutur, un pueblucho donde la única construcción sólida es un almacén de cacahuetes. Su producción constituye una de las pocas actividades económicas del país orientadas a la exportación, al lado de una agricultura de subsistencia. Una barcaza a motor nos conduce aguas arriba hasta el Gambia River National Park. Creado en el año 1978, este espacio natural con una superficie protegida de 585 hectáreas se compone de cinco islas donde fueron acogidos decenas de chimpancés -hay ahora no menos de 96-, la mayoría tras ser rescatados del comercio ilegal de animales. Han vuelto a aprender a valerse por sí mismos, aunque los Rangers del parque les dan un complemento de comida ("un 20 por ciento solo, se buscan la vida para obtener el 80 por ciento restante", asegura uno de ellos). Todo, sin embargo, desde un barco, ya que nadie, ni los visitantes ni los propios guardianes de las instalaciones, tiene derecho a pisar las islas. Los monos, sin embargo, no son particularmente tímidos, y se acercan a la orilla cuando oyen alguna embarcación, gritando y jugando al escondite entre los bejucos. Son más audaces que un grupo de facóqueros que, sorprendidos en un claro a orillas del río, huye precipitadamente.

Más peliaguda resulta la observación de los hipopótamos, que se dan un chapuzón plácidamente en el río. A pesar de su aspecto bonachón y de sus bostezos aparentemente lánguidos, son unos animales que tienen francamente mal carácter: el acercamiento de un barco puede disgustarles e incitarles a pasar a la ofensiva, una perspectiva poco halagüeña a la vista de sus gigantescas mandíbulas. El barco, por tanto, se acerca prudentemente con el motor parado, que vuelve a arrancar apenas los objetos de la observación empiezan a dar señales de moverse hacia la embarcación.

Tras este baño de naturaleza, se llega a la principal ciudad del centro del país: Georgetown, como la siguen llamando la mayoría de sus habitantes a pesar de que el Gobierno ha tratado de rebautizarla con la apelación menos colonial de Janjanbureh. Centro administrativo en la época británica, el pueblo conserva unos edificios de tipo colonial. Varios forman hoy parte de lo que se podría denominar el circuito de los esclavos: está la casa de los esclavos, donde se suponía que estaban retenidos antes de ser enviados hacia la costa; y la cárcel de los esclavos, un sórdido calabozo subterráneo que se llenaba de agua en la época de lluvias y donde se internaba "a los más agresivos", según los términos de un lugareño. Se observan todavía en los muros los agujeros por donde se les tiraba la poca comida. También se puede ver el árbol de los esclavos: según la leyenda, los que lograban tocarlo (una tarea complicada ya que estaba vigilado por soldados) tenían derecho a recobrar la libertad.

Sin embargo, por más que los habitantes del lugar enseñan con dedicación este circuito, hay un pero: la casa de los esclavos fue construida, como lo reconoce un pequeño cartel a la entrada, en el año 1904, es decir, bastante después de la abolición de la esclavitud. Todo induce a pensar que Georgetown fue efectivamente un importante centro de paso para el tráfico de esclavos con destino a la isla de Gorée -declarada en 1978 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco-, situada frente a la ciudad senegalesa de Dakar. Pero también que los habitantes de la ciudad han embellecido la realidad arquitectónica de hoy para darle, a ojos de los poquísimos visitantes, un interés suplementario. Un interés que, por lo demás, no le viene mal, ya que al fin y al cabo poco tiene que ofrecer el pueblo aparte de la bonita casa colonial del gobernador y sus dos viejos cañones enfocando el río (según la versión lugareña, disparaban para hundir a los barcos que infringían la abolición del tráfico de esclavos... hundiendo también de paso a estos últimos). En realidad, Janjanbureh constituye hoy una pequeña ciudad lánguida, adormilada, que cuenta con una sola calle asfaltada. Y el visitante preferirá dormir en el campamento cercano del Bird Safari Camp, que está ubicado a orillas del río -difícilmente encontrará otra ocasión para hallarse completamente cercado por el bosque-.

Los habitantes de la ciudad de Georgetown, sin embargo, tienen un verdadero motivo de entusiasmo: su equipo de fútbol, que se llama... ¡Spain F.C.! Nada sorprendente, por tanto, si la conversación de casi todos los jóvenes del lugar con el viajero procedente de tierras hispánicas versa rápidamente sobre los méritos respectivos del F.C. Barcelona y del Real Madrid. Un tema, por lo demás, muy recurrente en todo el país: aparentemente, la principal línea divisoria en Gambia no separa malinkés y wolofs (los dos grandes grupos étnicos) sino culés y merengues.

De Georgetown vale la pena emprender viaje hacia el norte para visitar uno de los pocos lugares del país que figura (desde el año 2000) en el Patrimonio Mundial de la Humanidad: Wassu, el pueblo de los círculos de piedra, unas enormes estelas que harían las delicias de Iñaki Perurena y otros harrijasotzailes, los levantadores de piedra vascos. A pesar de muchas investigaciones, estos monolitos suscitan todavía bastantes preguntas: ¿cuándo fueron construidos? (parece que entre el 600 y el 1.000 a.C.), ¿de dónde se trajeron las piedras? (de un cerro próximo). Y, sobre todo, ¿para qué servían? Aparentemente eran tumbas de personas de procedencia noble: las más grandes (una tiene 2,5 metros de altura) contienen restos de algún miembro de una familia real. Cerca del yacimiento vive la persona que mejor los conoce y ha cobijado casi con ternura desde antes que los descubriera la Unesco: el guardián del pequeño museo del sitio, The Stoneman ("El hombre de las piedras"), como se hace llamar, un viejito encantador que explica con un incansable entusiasmo la historia de sus estelas.

Pero Wassu no ofrece solo vestigios arqueológicos. En este rincón de Gambia se celebra todos los lunes uno de los principales mercados de la zona. Ofrece una fascinante sección de animales y es el reino de los varones, enfrascados en negociaciones interminables y ruidosas sobre el precio de un asno, una vaca, un caballo o una cabra. En medio de unos olores que la presencia masiva de animales hace especialmente penetrantes, se agita una panoplia de vestimentas multicolores y variadas. Y es que aquí viene gente de todos los pueblos de la comarca, incluso del Senegal vecino.

Queda ahora una última etapa en la carrera hacia el Far East gambiano: la que lleva a Basse Santa Su -"Bassé", como la llaman sus habitantes-. Quien espera que, por su lejanía, el pueblo sea un remanso de paz, se equivoca totalmente: así como Georgetown es un monumento al letargo, Bassé lo es a la animación. Todo el pueblo, de hecho, no es más que un mercado generalizado, donde no se percibe la frontera física entre los puestos ambulantes y las múltiples tiendas que bordean sus calles, donde se acumulan grandes pirámides de fardos. Todo se confunde. En esta ciudad con un clima de horno, y donde muchos vienen desde Senegal, reinan el comercio y la compra-venta, el mercadeo y el regateo, los gritos e interpelaciones, los colores y los coloridos; la agitación y, en resumen, la vida.

Para descansar de este barullo generalizado se puede pasear hasta el único edificio colonial del pueblo: un antiguo almacén británico a orillas del río que los lugareños llaman Traditions. Una pareja de suizos intentó transformarlo en un hotel, una tarea que, tras su partida, un grupo de jóvenes locales está reanudando. El sitio, es cierto, resulta encantador. Acodado en sus balcones, el visitante no se cansa de contemplar la abigarrada actividad del puerto, donde unas mujeres con el torso desnudo lavan la ropa, mientras los pescadores doblan sus redes y proponen sus embarcaciones a los contados visitantes para ir a contemplar los hipopótamos y las aves.

Ya hemos llegado casi hasta el final del país, hasta su extremidad oriental. Tocará ahora volver hacia la turística costa, con sus grandes resorts playeros, sus hoteles de lujo, sus restaurantes de cocina internacional, sus casinos, sus cajeros automáticos... Tocará volver, sí, pero con la nostalgia de saber que la verdadera Gambia, la de las entrañas de África, ha quedado irremediablemente atrás.

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