Dubai, el nuevo skyline del desierto

Entre las dunas arábigas, en las que hace poco los beduinos plantaban sus cabañas de palma, surgen edificios de otro mundo que baten récords, como ser visibles a 95 kilómetros de distancia o contener el ascensor más rápido del mundo. Es Dubái, escoltada de mar y desierto, la Babel de altas torres que aspira a duplicar sus siete millones de visitantes anuales.

Dubai
Dubai / Álvaro Leiva

La Torre Califa se clava en el cielo casi siempre azul de Dubái como si fuese una aguja de cristal. La arrogancia de esta torre -"Burj Khalifa" en árabe- no reside tanto en su nombre imperial como en su altura. Con sus 828 metros es el edificio más alto del mundo, y no acaban ahí sus hazañas. Puede verse a 95 kilómetros de distancia, por ejemplo desde el desierto del Rub al Jali, o Cuarto Vacío de Arabia, un día en que no sople la tormenta de arena. Estirando todo el acero de refuerzo de la torre -y son ganas tratándose de 31.400 toneladas métricas- se sacaría una tira de unos 10.000 kilómetros, como un cuarto de vuelta al mundo. Contundentes son asimismo sus 24.000 paneles de vidrio, un vestido de escamas de cristal más propio de otra galaxia que de las ascéticas dunas arábigas, donde hasta hace poco los beduinos plantaban sus barasti, o cabañas de palma, y buscaban algún arbusto espinoso para que triscaran sus rebaños de cabras.

La Burj Khalifa fue inaugurada en enero de 2010, poco antes del vendaval financiero que se abatió sobre Dubái y luego sobre el mundo. Hoy día sigue manteniendo imbatido su récord de altura, bebiéndose los vientos y produciendo agua por condensación. Sus paneles recogen hasta 15 millones de galones de agua al año (como veinte piscinas olímpicas). Y la fuente que tiene a sus pies luce por las noches, como si fuera otra clase de espejismo del desierto, lanzando chorros de agua a 150 metros de altura que juegan a bailar la danza del vientre, mientras 6.600 proyectores conjugan luces de colores para pasmo de propios y extraños.

Josep Pla demostró que se puede hacer un buen viaje yendo a pie o en autobús. Más insospechado, pero igualmente factible, es un viaje en vertical por la Torre Califa, cogiendo el ascensor más rápido del mundo, el que va a razón de diez metros por segundo. El único problema es sufrir un leve cosquilleo hasta llegar al piso 124, el llamado Top, no siendo realmente el final. La torre cuenta con 160 pisos, a los que hay que sumar la larga lanza con la se acaba ganando otra batalla de las marcas de altura. Es la guerra de los nuevos constructores de Babel, y el primero de ellos es Adrian Smith, el arquitecto principal de la Torre Califa. Smith ha conseguido que parezca enana la CN Tower de Toronto (con 553,33 metros); y el Taipei 101(con 508 metros, de los cuales 60 son de antena); y las bellas Torres Petronas de Kuala Lumpur (con sus modestos 452 metros).

La Torre Califa se inspira en la flor Hymenocallis, un lirio del desierto con seis pétalos, aunque la imaginación de Smith, y sus asociados del estudio de arquitectura de Chicago, fue más lejos, logrando una estructura de tres lóbulos en torno a un núcleo que luego se dispara en 26 niveles helicoidales, que van disminuyendo, o adelgazando, hasta la espira. El peso de los materiales empleados equivalió al de 100.000 elefantes. Además, conviene recordar que para hacer una obra tan espectacular tuvieron que sudar lo suyo, día y noche, 12.000 obreros, cuando Dubái no hacía más que crecer con una fiebre edificadora que le llevó a retar al aire con sus rascacielos y al mar con islas artificiales.

Para subir a la Torre hay que pasar un detector de metales, hacer cola y coger el ascensor ubicado en el sótano del Dubai Mall, uno de los centros comerciales donde, si no patinas sobre hielo, siempre puedes comprarte un poco de oro o un vestido de Christian Dior. Los vigilantes dubaitíes, con impecables túnicas blancas, controlan a los viajeros que por fin han conseguido una entrada para el observatorio del piso 124, una terraza acristalada de 360 grados. Lo más impactante allí no es ver a lo ancho, y en todas direcciones, hacia el mar y el desierto, sino mirar hacia abajo. Los demás rascacielos de Dubái parecen liliputienses, y de formas tan extrañas como los peces tropicales del Aquarium del Dubai Mall.El gran rascacielos del International Financial Centre tiene aspecto de Silver arowana, un pez con dos barbas y dientes en la lengua. Otros edificios parecen inspirarse en las escamas del pirarucú amazónico, o en el morro en forma de remo del paddlefish. La mole del National Bank de Dubái se curva como una espalda de vidrio de una morena. Y conjuntos enteros de rascacielos parecen anguilas de jardín, pues parecen agacharse asustadas ante la imponencia del coloso desde donde las miramos. Además, donde no alcanza tu ojo, lo hacen unos telescopios electrónicos con los cuales haces zoom sobre las ventanas de otros rascacielos, o directamente sobre las arenas del desierto arábigo.

Antes del parón de 2010 se decía que el dinero nunca duerme en Dubái, ni las grúas, ni las hormigoneras. El ritmo de crecimiento ha bajado, y con él los intentos de batir récords a lo alto y a lo ancho. De las tres islas artificiales proyectadas en Dubái, la única concluida es la Palm Jumeirah, con sus dedos de cemento llenos de apartamentos (5.000) y chalés (4.000), y con un rompeolas circular junto al cual se alza el gigantesco Atlantis Hotel (con 1.373 habitaciones y 166 suites).

Las tres islas Palm iban a ser la octava maravilla del mundo, pero dos de ellas esperan su turno de construcción. La isla Palm The World, que no ha pasado de maqueta, estaba integrada por 300 islitas que iban formando un mapamundi (prólogo de otra isla futura llamada El Universo, qué menos). Tampoco ha ido adelante la Palm Jebel Alí, una isla con la forma de la caligrafía de un verso del propio jeque de Dubái, Mohammed bin Rashid Al Maktoum: "Un hombre ha de tener una gran visión para escribir sobre el agua". El poeta Keats hizo un verso parecido para su epitafio: "Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua".

Ese proyecto insular era de ayer mismo, de cuando Dubái crecía a un ritmo anual del 16 por ciento, el doble que China, y de cuando querían construir también el impresionante edificio 55º Time, una torre con 80 pisos giratorios, cada uno a su aire, y movidos todos por energía solar. Sin que descartasen edificar la Ciudad del Halcón (Falconcity), con réplicas de las siete maravillas del mundo antiguo, desde los Jardines de Babilonia a las Pirámides de Egipto, pero a tamaño natural.

Poniendo los pies en tierra, Dubái tiene mucho que ver pese a sus exiguas dimensiones. Tradición y vanguardia se dan la mano como en pocos sitios. Los dubaitíes visten por lo general sus dishasha, túnicas blancas, con su guthra o turbante. Y ellas no perdonan sus abaya, o túnicas negras, ni su shela, o velo, eso cuando no se ponen un burka para darse una vuelta por cualquiera de los grandes centros comerciales. Sin embargo, los dubaitíes, gentes de la antigua tribu nómada de los Bani Yas, son apenas el 10 por ciento de una población de dos millones. El restante 90 por ciento viene de la India, Bangladés, Nepal y, últimamente, de países africanos. Esos emigrantes, por salarios muy parcos, se dedican a hacer posible el milagro de Dubái, el dorado emirato del Golfo Arábigo (nunca dirían Golfo Pérsico teniendo al Irán chiíta al otro lado).

Como en Dubái quedan unas dunas no construidas, allí llevan a las gentes de safari, a hacer sandsurfing y a pasar unas horas recreando la vieja historia beduina. Pero el desierto no es la realidad de un país que explota el mayor puerto de la región, y que se enorgullece de tener el aeropuerto que más turistas recibe. No contentos con una cifra de siete millones de turistas al año, el proyecto era haber llegado a los 15 millones de turistas en 2010. Con todo, el turismo representa un gran recurso de Dubái, junto a los negocios y finanzas varias. Contra lo que pudiera parecer, no es un emirato vinculado al petróleo (apenas el 10 por ciento de su PIB). Y respecto al famoso tema de las perlas del Golfo Arábigo, en Dubái hace tiempo que eso pasó a la historia.

En el barrio de Shindagha, al lado del mar, se alza la Casa Museo del jeque Zayed Al Maktoum, el padre del actual gobernante dubaití. Allí estuvo la sede del gobierno durante décadas, en lo que no es sino una sobria vivienda de dos plantas. En las habitaciones, en torno a un patio central, exponen ahora mapas, tratados, sellos, monedas... Y lo más interesante, fotos antiguas de Dubái, es decir, de hace medio siglo, de cuando apenas era una franja de arena junto a uno de los mares más azules y calientes del mundo. Los pescadores de perlas se ponían una pinza de carey en la nariz y un traje de tela blanca y recia. Así bajaban hasta 30 metros en busca de la fortuna. A principios del siglo XX había trescientos dhows -una especie de falúas- dedicados a la pesca de perlas. Eran perlas cotizadas, por ejemplo en la India, pero eso fue decayendo y más a partir de 1971, cuando las diversas naciones beduinas de la Costa de la Tregua, bajo el protectorado inglés, se constituyeron en la Unión de los Emiratos Árabes, y empezaron a crecer como la espuma, por el petróleo en el caso de Abu Dabi, y por el arte financiero en el caso de Dubái.

La Dubái actual es una megalópolis con un poco de desierto en las espaldas, y el mar cortándole la retirada. El Creek, un canal de 15 kilómetros, atraviesa la ciudad como si fuese una daga de agua. A un lado queda Deira, barrio donde se oye hablar urdu o cingalés, nepalí o malabar, y los sonidos son tan punzantes como los olores del Zoco de las Especias. Al otro lado del canal se extiende Bur Dubái, la ciudad vieja. Una buena manera de ir allí no es pasando un puente sino cogiendo un abra, uno de esos barcos que son como los vaporetti de Venecia. En Bur Dubái están las mayores mezquitas, y no faltan templos hinduistas y sijs. Es más que una pincelada del viejo Oriente. Luego, caminando por la zona de Bastakia, se pueden ver las barajeel, o torres de aire, el antiguo sistema de refrigeración de las casas. Toda una reliquia arquitectónica de un país que pone aire acondicionado hasta en las marquesinas cerradas de las paradas de los autobuses. Son como oasis sobre todo en verano, cuando puede hacer 48 grados a la sombra.

Para conocer Dubái, hay que ir saltando de lo antiguo a lo moderno, aunque esto se imponga al final. La avenida del jeque Zayed está atravesada por una autovía de siete carriles. El Centro Comercial de los Emiratos cuenta con una pista de nieve de 400 metros. Eso supone toneladas de una nieve que no es, precisamente, de confeti. Pero al mismo tiempo, en Bur Dubái hay lugares como Hindi Lane, un callejón donde los sijs van a comprar flores para sus santos gurús, y los hinduistas, pebetes de sándalo para Krisna, Siva y otros dioses. Los comerciantes indios de telas, con sus viejas tiendas de madera cerca del Creek, parecen permanecer anclados en los tiempos en que los emiratos eran los estados en Tregua, sitios donde unos pocos beduinos no cesaban de guerrear y de beber leche de camella. Luego esos nómadas dieron completamente la vuelta a la tortilla y se hicieron los más ricos de Oriente Medio, atrayendo a emigrantes de medio mundo.

Porque lo que no es un espejismo es el oro, lucido en bodas, o en tawinah, el tiempo en que las chicas se ponen pectorales y collares de ese metal tras graduarse en sus estudios del Corán. El oro es vendido y comprado sin tregua en el emirato. O exhibido en una joyería llamada Taiba, que se encuentra situada cerca del Zoco del Oro. Han puesto en su escaparate el mayor anillo del mundo: 58,686 kilos de oro de 21 quilates (más otros 5,17 kilos de piedras preciosas). Los guardianes armados, y sonrientes, dejan ver ese reclamo de la tienda con el que se ha batido otro récord Guinness en Dubái. Y es que esa carrera del más a más es la moneda corriente del emirato. Los ricos dubatíes no se limitan solo a amar a sus halcones de caza. Sus camellos de carreras comen hierba que traen expresamente desde la India y Filipinas en bolsas de plástico y que conservan en inmensos frigoríficos para que siempre esté fresca.

La saludable leche de camella

En Dubái se encuentra desde la más exquisita cocina internacional hasta un hot dog, pero se echan en falta productos autóctonos. Esa inercia se rompió en 2010 con la comercialización y venta de leche de camella, un emblema de la vieja cultura nómada. Por fin, la leche de camella se puede comprar en las tiendas en botellas de litro, y medio litro. La fábrica que lo produce, llamada Camelicious, ha podido pasar pruebas de calidad incluso de la Unión Europea. Unas 700 camellas importadas, saudíes y sudanesas, proporcionan cada una diez litros al día de leche con su característico sabor salado. Si no gusta el sabor natural de la leche de camella, no es problema: en Camelicious la envasan añadiendo sabores de fresa, dátil o azafrán. También producen chocolate con leche de camella, y laban, un yogur típico de los beduinos. Según el dueño, el veterinario Ulrich Wernery, que empezó a materializar su proyecto en 2006, la leche de camella tiene tres veces más vitamina C que la de vaca, y la mitad de grasa. Además, es muy adecuada para quienes sufren osteoporosis, intolerancia a la lactosa y otros problemas.

Burj al Arab, la apabullante oferta siete estrellas del hotel más caro del mundo

El hotel más caro del mundo tiene siete estrellas, algo que no se sustenta en clasificación internacional alguna, pero que se deja correr a efectos imaginativos en el caso del Burj al Arab. Hay quien confunde esta Torre Árabe con la Torre Califa (Burj Khalifa), el edificio más alto del mundo, también en Dubái, pero lo cierto es que se trata de un hotel que se eleva sobre una isla artificial, a 321 metros, con sus 27 pisos (todos ellos de doble altura). Parece una vela de acero y cristal, la de un dhow de acero y cristal que navega los aires del Golfo Arábigo. Todo se ha hecho en este hotel para apabullar o fascinar, partiendo de que la suite más barata, la llamada Deluxe, cuesta 10.000 dirhams por noche, es decir, 2.000 euros. La Royal Suite, con sus 780 metros cuadrados, llega a los 70.000 dirhams (14.000 euros) por noche. No incluye desayuno (cuesta un mínimo de 250 dirhams, unos 50 euros), y a toda factura hay que añadir el 10 por ciento de servicio y el 10 por ciento de impuesto municipal. Cuanto se ve en el hotel de un cierto color amarillo o dorado no es pintura sino pan de oro, o láminas de oro. La espectacular fuente del hall, con chorros que suben a 150 metros y se desploman en una pequeña alberca sin salpicar una gota, es de la compañía Wet de Los Ángeles, lo mismo que otras fontanas que ejecutan constantes variaciones acuáticas reguladas por ordenador. Uno de los restaurantes, Al Mahara, está flanqueado por una pecera gigante y da la idea de que uno come debajo del mar. El restaurante Al Muntaha quiere pasar por el súmmum del arte culinario y de la ubicación, estando a doscientos metros sobre el nivel del mar. También hay bellos comedores a pie de playa, el Majlis Al Bahar, y en los jardines, el Bab al Yam. Todas las habitaciones son apartamentos de dos pisos, donde las diversas pantallas de televisión se alzan con un botón. El despacho que se ofrece al cliente está dotado de ordenador, impresora, escáner, videocámara y demás. Mientras la vista desde la cama con colchas de seda es tal, que parece que el cielo y el mar del Golfo se confunden y quieren meterse en la habitación.

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