Córcega, la isla virgen del Mediterráneo

Con más de un tercio de su superficie catalogada como espacio natural protegido, no es casualidad que a Córcega le llamen la isla de la belleza. Este territorio francés, en el que el mar y la montaña se alían para generar escenarios de una belleza brutal, ha logrado preservar su esencia más pura. En sus más de mil kilómetros de costa hay abundantes playas de arena blanca y aguas tan turquesas que cuesta creer que estén aquí mismo.

Ajaccio
Ajaccio / Álvaro Arriba

En la isla de Córcega, bien conocida por los turistas franceses e italianos que la veneran y acuden a ella año tras año, pero tan llena de secretos todavía para los españoles, se puede pasar en menos de media hora de estar al nivel del mar a superar los mil metros de altitud. Es, por tanto, un destino ideal para todos aquellos que se debaten entre el dilema de siempre a la hora de planear las ansiadas vacaciones de verano: ¿mar o montaña? ¡Pues los dos! Porque aquí ambas opciones se conjugan a la perfección para satisfacer a todos por igual.

Si se comparte además la certeza de que para saborear unos días de desconexión plena lo mejor es buscar un sitio en el que se entre en contacto con la naturaleza, conviene apuntar que los corsos idolatran todos sus recursos naturales y han dispuesto que una tercera parte de su territorio sea espacio protegido. En esas frondosas áreas abundan los pinos, aunque el protagonista es el maquis, esa tupida alfombra de matorral característico de la vegetación mediterránea que aquí se conserva perfectamente, dado que la vorágine de los excesos urbanísticos ha pasado de largo por Córcega. No es que no haya hoteles ni urbanizaciones, sino que han sido construidos con moderación y desde la perspectiva de una arquitectura que se abstiene de traicionar un entorno tan valioso como éste.

En su intrincada geografía, que abarca casi 200 kilómetros de largo por 80 de ancho, y que tan pronto pasa de los vertiginosos acantilados del norte a las suaves colinas del sur, también hay espacio para ciudades como Ajaccio o Bastia, en el mapa ubicadas en extremos contrapuestos y en las que conviven las herencias del pasado con el dinamismo de los tiempos modernos. Ambas urbes están cargadas de historia, monumentos, iglesias y conventos, museos, excelentes restaurantes, empresas para organizar y alquilar material para la práctica de deportes náuticos y de aventura, zonas peatonales con tiendas interesantes, cafés con agradables terrazas y clubes para dar buena cuenta de las largas y suaves noches del verano corso.

Por si fuera poco, cuando todo eso tal vez llegue a saturar y se busque un oasis de paz, no es necesario irse muy lejos para cambiar completamente de escenario y sumergirse en la tranquilidad de la atmósfera rural, la de los artesanos que siguen ganándose la vida con los oficios tradicionales que aprendieron de sus antepasados (cuchilleros, carpinteros, vidrieros, ceramistas...), y la de los rebaños de ovejas que pastan en las verdes inmediaciones de diminutas aldeas cinceladas en piedra, que se encaraman a promontorios imposibles y en las que los relojes parece que debieron pararse muchos años atrás.

Una historia intensa y convulsa. Aunque todavía resuenan de vez en cuando los ecos de las pasiones nacionalistas corsas, las cerca de 300.000 almas que habitan la isla (de las cuales menos de la mitad son nacidas aquí) ven pasar sus días bajo un clima de aparente sosiego siendo parte del Estado francés. Salvo por alguna pintada esporádica o por la avalancha de recuerdos a la venta con la bandera corsa impresa, bordada o serigrafiada, todo parece estar en calma. La historia de Córcega es, sin embargo, intensa y convulsa. Y no se puede entender sin tener en cuenta que se trata de otro caso más de un territorio que ha pagado muy cara su estratégica ubicación. Como emerge apenas a 170 kilómetros de la costa francesa y justo frente por frente de Génova en línea recta, desde tiempos remotos ha sido un objeto de deseo demasiado codiciado para las tantas civilizaciones que ansiaron dominar el Mediterráneo. Su pasado más reciente es, pues, un rosario completo de muchos periodos de ocupación.

Españoles, bereberes, franceses, italianos e ingleses se sucedieron unos a otros en distintos momentos históricos, desplegando todos enormes esfuerzos por hacerse con esta estratégica plaza. Con mayor o menor éxito lo consiguieron, pero los corsos todavía se jactan de no haber llegado jamás a someterse del todo ante ninguno de ellos. Para defender a su pueblo de los constantes ataques levantaron laberínticas ciudadelas de piedra, coronadas por fortificaciones impenetrables y, para preservar sus tradiciones, su cultura y su idioma, que se parece bastante al siciliano, enarbolaron ese carácter tan suyo y tan agreste como la propia orografía de su territorio. Una personalidad singular sobre la que hoy sus propios habitantes se permiten bromear, no sin cierta ironía, en cuanto se presenta la más mínima ocasión.

Pero a las influencias foráneas, para bien o para mal, y más cuando se prolongan durante tantos años, no hay quien las pare y a resultas terminan por filtrarse para acabar impregnando todas las capas de la idiosincrasia de cualquier sociedad. Y así, se mire por donde se mire, en esta isla de geografías indómitas se hallan por doquier pinceladas que desvelan las huellas de los diversos conquistadores.

Más de cien torres genovesas. Muchas de esas reminiscencias del dominio externo resultan fáciles de detectar en la isla de Córcega a través de la arquitectura, como sucede, por ejemplo, con las más de cien torres vigías que los genoveses levantaron entre los siglos XVI y XVII y que aparecen, de vez en cuando, como inconfundibles siluetas que se recortan en el horizonte cuando se recorren las carreteras que bordean el litoral, sobre todo las de la vertiente suroeste.

Igual de evidentes son los guiños a las tradiciones gastronómicas de Francia e Italia que contienen muchos de los platos corsos más típicos, mientras que hay que ser un poco más perspicaz para darse cuenta de que incluso hasta ese peculiar carácter corso del que tanto se ha escrito también se ha contagiado, aunque sea solo un poco, del bon vivant francés y más aún del clásico dolce far niente italiano.

El hijo más ilustre de la isla. Ajaccio, con su impronta puramente genovesa, sus fachadas de casas pintadas de colores, sus trampantojos y sus ventanas ocultas tras pintorescas persianas de madera, es la capital administrativa. Marca casi milimétricamente el punto medio de la isla y también funciona como puerta de entrada mayoritaria para quienes vienen a Córcega, ya sea aterrizando en su aeropuerto internacional o atracando en su gigantesco puerto, que es una parada bastante habitual en las rutas de los cruceros que surcan el Mediterráneo. Fundada en el año 1492, esta es la villa más antigua de la isla, aunque es famosa no solo por eso sino por ser la cuna de Napoleón Bonaparte, sin duda el hijo más ilustre que Córcega ha dado al mundo. Esta circunstancia se aprovecha ahora como un reclamo turístico de primer orden. Varios monumentos evocan la figura del gran emperador, empezando por la estatua que preside la plaza Foch o "de las palmeras", que es como cariñosamente se refiere la gente local a este epicentro de actividad. De ella parte la rue du Cardinal Fesch, el gran eje comercial que lleva directamente al borgo, el añejo vecindario en el que vivían, amontonados, los corsos separados de los italianos.

Aquí se alza también el Museo de Bellas Artes, que recibe el mismo nombre para honrar doblemente al célebre clérigo que pasó a la historia tanto por su irrefrenable pasión por el arte en todas sus acepciones como por ser el tío materno del emperador. El edificio impone por su solemnidad, pero sorprende más todavía cuando se conoce el dato de que se trata de la segunda pinacoteca más importante de Francia, solo por detrás del Louvre. Cuentan que el mencionado cardenal Fesch llegó a Córcega desde París con un cargamento de más de 17.000 obras de arte, incluyendo tesoros de todas las épocas: desde piezas prehistóricas hasta colosales pinturas de los maestros del Renacimiento italiano. La gran mayoría se encuentra dispersa por múltiples museos del planeta, pero aquí es posible admirar todavía una excelente muestra de cuadros y esculturas de artistas como Botticelli, Tiziano y Tintoretto, por mencionar algunos.

Yacimientos prehistóricos. Cuando se pase por Ajaccio, lo más seguro es que alguien deje caer la recomendación de recorrer los apenas diez kilómetros que la separan del mirador de acceso restringido de las Îles Sanguinaires para presenciar el espectáculo que acontece cada tarde con la caída del sol. Tres versiones explican su aterrador nombre. La primera asegura que es porque hubo una batalla allí tan sangrienta, que el mar acabó por teñirse de rojo. La segunda cuenta que es porque hace mucho tiempo en una de ellas había un leprosario y que, por extensión, el nombre de esa temible enfermedad, sanguine noir, terminó por darle esta denominación. Por último, la versión menos truculenta es la que asegura que este nombre se debe sencillamente a esa paleta de tonos rojizos en que se convierte el cielo sobre estos peñascos cada tarde.

Rumbo al sur hay que hacer una parada para ver los menhires y dólmenes del yacimiento prehistórico de Filitosa, conectando así con las raíces más profundas de la isla de Córcega. Considerado como Patrimonio Mundial por la Unesco, paseando entre ellos es imposible no acordarse de los escenarios en los que transcurren las aventuras de Astérix y Obélix. Si interesa el tema, la visita debe continuar por los sitios de Cauira, Palaggiu y Fontanaccia. Cerca de allí, Propriano es una estación balnearia con gran solera ubicada en el Golfo del Valinco. La era del turismo comenzó en Córcega precisamente en torno a esta zona, cuando las familias acaudaladas de Francia elegían este lugar durante la época de la belle époque para disfrutar de unos días de descanso beneficiándose de los baños de mar.

También hay que detenerse en Olmeto y Sartène, dos de los pueblos de interior más bellos de la isla por su arquitectura en piedra, repleta de pasadizos, callejas enrevesadas, plazoletas y recovecos en los que a veces se esconden coquetos cafés y tiendas. El segundo, al que Mérimée bautizó como "la más corsa de la villas corsas", se cuenta entre los enclaves más visitados.

Puerto natural. En el extremo más al sur se alza Bonifacio, una maravilla de puerto natural en una península calcárea cuya fundación se remonta al siglo IX y que se atribuye a los genoveses; de ahí las tantas construcciones de origen militar que todavía se conservan. La ciudad en la que se alojó San Francisco de Asís durante su viaje a Italia en 1215, y que cada verano visitan nada menos que un millón de personas, se divide en tres partes: la Haute Ville, La Marine y el campo que la circunda. Desde su puerto, que permite divisar las casas colgantes dominado el acantilado, parten los barcos que realizan excursiones por la Reserva Natural des Bouches de Bonifacio y a las misteriosas Islas Lavezzi. Después, enfilando ya la costa hacia el norte, Porto Vecchio, la estación balnearia más destacada, recoge muchas estampas como de cuento en su casco histórico, además de hallarse rodeada de algunas de las playas más fotogénicas, como la de Palombaggia, Santa-Giulia, Rondinara o Pinarello. En otro recodo hacia el interior, no está de más detenerse en Levie y en Zonza, dos aldeas idóneas para conocer cómo es la vida en la montaña, tan distinta de la de las localidades costeras. Corte, la que fuese durante largo tiempo la capital de Córcega, alberga hoy la Universidad, a la que asisten más de 4.000 estudiantes.

Por su parte, Bastia, situada ya casi en la punta norte, es la ciudad barroca por excelencia. Destaca por su preciosa ciudadela fortificada y porque desde ella, en los días claros, se avista perfectamente la isla de Elba, donde Napoleón Bonaparte pasó su primer destierro. Desde aquí conviene acercarse también a conocer alguna de las bodegas del área de Patrimonio y, si hay tiempo suficiente, subir hasta el Cap Corse, el extremo más septentrional. Virando de nuevo, esta vez hacia el oeste, Saint Florent y Calvi son dos ciudades más que viven de cara a sus románticos puertos, perfectos para almorzar en algún restaurante de los que tienen terraza frente a los barcos. A modo de despedida, un buen plan puede ser adentrarse en la reserva natural de Scandola y guardarse en la memoria las imágenes de los sobrecogedores acantilados sobre el azul profundo del Mediterráneo de Porto, aquellos que tan magistralmente describía Maupassant en su novela Una vie.

En casa de Napoleón Bonaparte

La historia cambió para Córcega y para el mundo el 15 de agosto de 1769 con el nacimiento, en el seno de una modesta familia numerosa de ascendencia italiana, de Napoleón Bonaparte. Lo cierto es que la vinculación con Ajaccio y Córcega del que fuese emperador francés entre 1804 y 1815 es tremenda. Se puede visitar su casa natal, sita en el 18 de la rue Saint Charles, de Ajaccio, reconvertida en museo -por cierto, el único de carácter nacional de la isla-. Están abiertas al público casi todas las estancias: el comedor, la sala de estar, la galería, el dormitorio de su madre, Letizia Ramolino, y también la habitación en la que se supone que nació, todas ellas conservando el mobiliario y la decoración originales. Junto a la casa hay una tienda en la que venden todo tipo de recuerdos napoleónicos. Después, en la catedral barroca se encuentra la pila bautismal en la que fue bautizado. Y a escasos metros de su casa-museo se encuentra la Capilla Real, en la que están enterrados sus padres y otros miembros de su familia. El monumento más importante para honrar su memoria es la gigantesca escultura de la Place d''Austerlitz, una réplica exacta de la que está en el Hôtel des Invalides de París. www.musee-maisonbonaparte.fr

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