Este Patrimonio de la Humanidad andaluz es el humedal más importante de Europa
Doñana es el paraíso para seis millones de aves y hogar del lince ibérico. Día a día hay personas que luchan por defender este amenazado parque nacional, Patrimonio de la Humanidad.
La hélice de la avioneta comienza a girar, enfilamos la pista y despegamos. A nuestros pies, el corazón del humedal más importante de Europa, el Parque Nacional de Doñana. Flamencos, avocetas, espátulas, garzas reales, águila imperial y así hasta seis millones de aves migratorias se dan cita cada año entre sus espectaculares marismas bañadas por el río Guadalquivir. A nuestro lado, José Luis Arroyo, investigador de la Estación Biológica de Doñana, tiene la difícil tarea de censar los millones de aves migratorias que cada año pasan por aquí. Bajo la avioneta se mece un mosaico multicolor colmado de paisajes asombrosos: la marisma, las dunas móviles, las playas infinitas, los cotos, el bosque, el matorral… La avioneta vuela bajo y pasa por el ojo de Martinazo, la laguna de Santa Olalla, el cerro de los Ánsares, el lucio de Mari López, la punta de Malandar y otros lugares espectaculares de donde surgen miles de patos cuchara, cercetas y silbones, además de varias bandadas de moritos.
Cuando dentro de tres horas termine el vuelo, Arroyo habrá contado 30.000 ánsares, 25.000 flamencos, 50.000 agujas colinegras y 95.000 patos…, en total, cerca de 300.000 aves acuáticas. El piloto nos anuncia la llegada al borde del mar y es que el Parque Nacional de Doñana, situado entre tres provincias del sur de España, Cádiz, Sevilla y Huelva, está mecido en una de sus vertientes por el océano Atlántico. Las singulares dunas móviles, que avanzan desde el mar hacia el interior sepultando pinares que después vuelven a resurgir petrificados, se dejan acariciar por una playa de infinita belleza que conquista el horizonte en sus más de 30 kilómetros de arena virgen. A su lado, el matorral es el hogar del rey del parque, el felino más amenazado del planeta, el lince ibérico, del que llegaron a quedar en el mundo en 2003 tan solo 94 ejemplares.
Historia de una reserva biológica
A mediados del siglo XX, ante los planes gubernamentales para desecar las marismas de Doñana y convertirlas en cultivos y una gran urbanización, un grupo de visionarios —entre ellos, el biólogo José Antonio Valverde, que contó con la ayuda del naturalista suizo Luc Hoffmann, entre otros amantes de la naturaleza— pusieron en marcha una de las primeras campañas internacionales de defensa de la naturaleza con el objetivo de salvar Doñana. En 1961 se creó la World Wildlife Fund y se recaudaron los 198.000 euros necesarios para comprar —en 1963— las 6.671 hectáreas que formarían la primera reserva biológica de España y que fueron donadas al CSIC, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, con fines de investigación y conservación, lo que supuso la creación de la Estación Biológica. La compra de estos terrenos y otros más fueron el germen para que en 1969 se creara el Parque Nacional de Doñana, que ahora posee más de 108.000 hectáreas.
Por hoy el censo de aves ha terminado, descendemos y ya en tierra es Álvaro Robles, uno de los guardas del parque, el que nos recoge. Él es la cuarta generación de guardas en su familia. Su sueño, nos comenta, es que ahora su hija Alba, que hoy viene con nosotros, sea la quinta generación. Un mar de dunas se extiende frente a nosotros, Álvaro navega sobre ellas con la tranquilidad de quien ha nacido en este sitio, “este es mi hogar, antes vivíamos dentro del parque con todas las familias que cuidamos Doñana”. El jeep se detiene frente a unas casa encaladas. “Yo he nacido en esta casa —señala—, aquí mi hermano y yo jugábamos”, afirma mientras señala a la inmensidad de la marisma. “Este era nuestro patio de juegos.” En la cuadra de la casa todos los caballos salen a recibir a Álvaro, para él y los otros guardas, estos son sus mejores amigos.
“Aquí tenemos nuestra propia raza, el caballo de retuerta”, señala Álvaro. “Ningún vehículo puede transitar por la marisma cuando se inunda y los caballos siguen siendo el único transporte para guardas y científicos.” De la mano de Álvaro llegamos a la Laguna Santa Olalla, el alma acuática del humedal, el sonido de los flamencos que comienzan a recogerse se mezcla con el alteo de las garcetas y las avocetas. El cielo comienza a teñirse de rojo y Álvaro suspira emocionado: “Esto es mi mundo, no lo cambiaría por nada”. A su lado, su hija cogida de su mano contempla la laguna. Ambos se acercan al agua y Álvaro le va enseñando: “Ese, un pato cuchara; aquel es un flamenco”. Con apenas siete años, Alba ya sabe distinguir a numerosos “habitantes” de Doñana y cada día en el colegio le cuenta a sus amigos cómo su padre cuida del parque. “Es muy importante la educación —afirma Álvaro—; si desde pequeños aprendemos a amar nuestro entorno, al crecer lo cuidaremos y protegeremos”. Son las siete de la mañana y nadie mueve un músculo. No respiramos. Teleobjetivos en mano aguardamos la señal de uno de los guardas, parece que hay un lince a poca distancia de donde estamos. Nos acercamos un poco más y allí está la madre con sus dos crías. Todo un espectáculo.
El lince ibérico es un felino único en el mundo que ha estado al borde de la extinción. Hace unos meses, gracias al trabajo de reintroducción cuyo origen es el Centro de Cría del Lince El Acebuche de Doñana, este felino ha salido de la lista de los más amenazados del mundo. Cuando en 2003 comenzó a funcionar este centro la población de linces era de 94 ejemplares. Hoy hay 1.400 en toda la península ibérica. Llegamos a El Acebuche, en el corazón del parque, y parece desierto, escuchamos voces al fondo y nos gritan: “Venid, rápido”, y corremos hasta la sala de control. Todo el equipo del centro está allí reunido, todos respiran al unísono conteniendo como pueden los nervios y la emoción con la mirada fija en las decenas de monitores que pueblan la sala y vigilan en remoto. Una de las hembras de lince se ha puesto de parto, es el primero de la temporada y nadie se lo quiere perder. “Yo creo que todos a la vez inconscientemente ayudamos a empujar”, comenta divertida Blanca Rodríguez, que trabaja como videovigilante del centro. Tras unas horas de angustia aparece el primer cachorro de la temporada y la sala se convierte en una fiesta, hasta abren champán y jamón para celebrarlo.
Día a día entre linces
En el centro están veinticuatro horas al día vigilándolos, “acaban formando parte de la familia y el día que los cachorros cumplen un año y son devueltos a los sitios donde se habían extinguido es algo increíble”, añade Blanca.
Hoy es uno de eso días. Estamos junto a Yasmine El Bouyafrouri, la veterinaria de El Acebuche. Enfundada en una bata blanca comienza el reconocimiento de Osezno, uno de los cachorros que va a ser liberado dentro de una semana. Yasmine traslada con extrema delicadeza a este hermoso ejemplar al lugar donde se le colocará un emisor para seguir sus pasos en el medio natural y poder tener datos de su nueva vida salvaje.
Esta madrileña lo dejó todo para cumplir su sueño de trabajar como veterinaria en conservación. De sus primeros días recuerda con cariño que tuvo que criar a biberón a unos cachorros de lince abandonados. Pero también ha tenido que vivir momentos muy duros como “el horroroso incendio de 2019 —más de 6.000 hectáreas del parque natural arrasadas— que nos obligó a evacuar el centro y se cobró la muerte por estrés de uno de los linces”.
Cae la noche en Doñana y las patrullas del parque comienzan el rastreo de los furtivos, cazadores que se adentran a capturar venados aprovechando la confianza de estos animales con los humanos. “Aquí los animales saben que no son agredidos y por eso son muy confiados, así que algunos se aprovechan para venir a cazar ilegalmente”, afirma Álvaro mientras da la posición por radio de unos sospechosos que se dirigen a la Laguna de Santa Olalla. Pero la noche no solo es terreno de vigilancia, también es el horario de trabajo de una de las científicas más comprometidas con la protección de Doñana: Carmen Díaz Paniagua. “Para mí la noche tiene una magia sin igual en este entorno, poder escuchar a los anfibios, las ranas, es una maravilla”, nos dice mientras desembarca toda suerte de redes de pesca, linternas, cuadernos y botas de agua. Ella y su equipo de investigadores tienen hoy que recoger muestras en la laguna del Sopetón.
A pesar de la riqueza de fauna y flora que a nuestros ojos se despliega, Carmen nos alerta de las veladas amenazas que sufre el humedal: “Doñana se está secando”. Carmen señala que las lagunas se secan, pero la gente no lo ve porque esto ocurre bajo tierra. “Más de 1.000 pozos ilegales le roban el agua”, denuncia. A diferencia de otras grandes reservas naturales más aisladas, el Parque de Doñana comparte el espacio con más de 200.000 personas en la provincia de Huelva. La presión sobre el hábitat natural es muy grande. Los cultivos ilegales que sobreexplotan el acuífero son una de las peores amenazas del parque, señala Paniagua. La bióloga afirma que si se sigue extrayendo el agua a los niveles a los que se está haciendo, “finalmente nos acabaremos quedando sin Doñana”.
Enamorarse del humedal
Las medidas de conservación son claves para el parque, pero es necesario que la gente se enamore de su humedal para que lo proteja, afirma Beltrán Ceballos, fundador de la reserva natural de la Dehesa de Abajo. Prismáticos en mano, este naturalista nos recibe en el cortijo que hace las veces de centro de visitantes. Beltrán se recuerda a sí mismo como amante de los pájaros desde que tenía uso de razón. Su primer paso por Doñana fue a los 14 años y sintió que había encontrado “la meca”, el destino de su vida. Desde ese día está dedicado en cuerpo y alma a mejorar los ecosistemas donde habitan las aves y por ello ha restaurado la hermosa Dehesa de Abajo. Con este ambicioso proyecto ha conseguido no solo que gente del mundo entero venga a ver las aves, sino que la gente local se enamore de su propio humedal.
Comienza a amanecer en el puerto de pescadores de Chipiona, una pequeña localidad situada al otro lado del Atlántico, a escasa distancia de la espectacular playa de más de 30 kilómetros de arena virgen del parque nacional. Juan Camacho y su hijo se embarcan como cada día para ir a pescar a la zona de la Reserva de Pesca de Doñana. El aire es suave, huele a sal y Juan se coloca en la proa, como tiene por costumbre, para recibir al sol. Abre los brazos y cierra los ojos mientras se deja mecer por las olas que le llevan navegando frente a las dunas de Doñana. “Esto es mi vida”, afirma feliz, “no vengo aquí solo por mi trabajo, es que me gusta la mar, es donde me siento vivo”. Juan pesca cada día con un permiso especial en estas agua protegidas. De su captura depende su familia. Al igual que el resto de pescadores de la zona sabe lo importante que es conservar el mar, el entorno y está muy preocupado por el proyecto del dragado del río Guadalquivir –un plan que permitiría la entrada de buques de mayor calado al puerto de Sevilla y, como consecuencia, aumentaría el caudal de entrada de agua salada que invadiría el estuario. Al hablar del dragado, una sombra de miedo cruza sus ojos: “Si dragan el río, es como si al langostino le quitas la comida de ahí, no come, no cría y yo que trabajo del langostino pues me moriría de hambre”. El proyecto del dragado se ha detenido gracias a una gran campaña internacional orquestada por WWF, pero aún no ha sido cancelado definitivamente por el gobierno. Todos los pescadores del puerto están a la expectativa y luchan por defender este entorno natural que saben que les da la vida.
De vuelta a la estación biológica un ciervo y su cría se cruzan en nuestro camino, se paran, nos miran y echan a correr. Un poco más adelante un grupo de abejarucos acompañan con su vuelo a nuestro jeep como una escolta multicolor sabiéndose protegidos en un entorno único. “¿Hasta cuándo podrá sobrevivir Doñana como lo conocemos?”, se pregunta Álvaro Robles. “Necesitamos más Doñana”, concluye el guarda, “no solo por y para el parque, sino para nosotros mismos”. Todos los guardianes del parque nacional coinciden en la importancia de la integración de la naturaleza en nuestras vidas: “Somos naturaleza, formamos parte de ella y es así, conociéndola, como nunca dejaremos de amarla y conservarla”.
El grito silencioso de Doñana
El corazón de Doñana se ralentiza cada vez que un desastre asola su espacio. El lince ibérico, el águila imperial o los seis millones de pájaros que cada año pasan por esta tierra contienen la respiración una vez más y se preguntan: ¿habrá suerte esta vez? Doñana es una superviviente. El mayor humedal de Europa cabalga desde hace más de 50 años en un milagroso equilibrio pese a las amenazas que le acortan la vida. El parque está rodeado por 40.000 hectáreas de cultivos de arroz y otras 6.000 de fresas y otros frutos de invernadero, cubiertas por plásticos. Los pesticidas que se emplean, aunque afectan al entorno, no son el principal problema, sino “el robo del agua por los pozos ilegales y la sobreexplotación del acuífero”, asegura Felipe Fuentelsaz, representante de WWF, organización que ha elaborado el informe en el que se alerta y se denuncia el incumplimiento, por parte del Gobierno, de 16 de las 18 recomendaciones hechas por la Unesco para asegurar su futuro.
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