Tallin y sus islas

Situada en el golfo de Finlandia, allí donde el Báltico derrama sus aguas hacia la costa occidental rusa, la capital de Estonia consolidó su prestigio en los siglos XIV y XV, cuando integraba la red de ciudades comerciantes de la Liga Hanseática del norte europeo. Como una joya antigua en un estuche moderno, su casco histórico ha mantenido el esplendor de su época dorada, resguardado entre los rascacielos que empezaron a rodearlo en la década de los 90.

Vistas de Tallin desde uno de los miradores.
Vistas de Tallin desde uno de los miradores. / Jaime González de Castejón

Cuajado de espesos bosques, lagos y marismas, y mayoritariamente plano -su mayor cumbre,Suur Munamägi (Gran Colina del Huevo), apenas supera los 300 metros de altitud-, Estonia es el más septentrional y el más pequeño de los tres países bálticos, con poco más de 45.000 kilómetros cuadrados de superficie y unos 600 kilómetros de costa que prácticamente dibujan un ángulo recto, con una cara mirando al oeste y otra encarando el norte con abruptos acantilados. Ahora, el protagonismo que caracterizó a Estonia durante la Edad Media viene resurgiendo desde hace un par de décadas, como potente imán turístico. El cálculo anual de visitantes duplica ya al de la población local -de tan solo medio millón de habitantes aproximadamente-, siendo Tallin, de entre las tres capitales bálticas, la que mayor número de turistas extranjeros atrae: franceses, ingleses, españoles y, sobre todo, finlandeses, debido a la cercanía -se hayan a unas dos horas y media en barco y a solo 20 minutos de avión- y a los precios, que les resultan más interesantes que en su país.

Una joya defensiva del Medievo

Aunque hubo edificaciones anteriores, los arranques decisivos de Tallin se remontan a principios del siglo XIII, con la construcción de un castillo por los caballeros de la Orden Teutónica. Convertida en eslabón de la Liga Hanseática que se ideó en los puertos del norte germánico, fue llenándose detemplos, ricos edificios públicos y opulentas mansiones de nobles comerciantes alemanes. La muralla que supo conservar prácticamente intacta, y que a su vez sirvió de protección al núcleo medieval, le valió a la ciudad de Tallin el honor de contar desde el año 1997 con un casco histórico declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Iniciado en 1265, con monumentales puertas de entrada y medio centenar de torreones cilíndricos con capirotes de teja colorada, el lienzo defensivo de la vieja Tallin se adaptó como un guante a la geografía ondulante. Hoy se puede recorrer un tramo abierto al turismo disfrutando de las fabulosas vistas que brinda. Esta sería sin duda una de las mejores maneras de aproximarse a la capital de Estonia, buscando los puntos álgidos que mejor permiten apreciar en su conjunto la tradicional estratificación de la urbe antigua con el barrio alto de la colina de Toompea, bien delimitado y que antaño fue ocupado por la clerecía y los miembros de la nobleza, y la Ciudad Baja, que se transformó en la sede de los artesanos y comerciantes que hicieron de Tallin una villa próspera y prestigiosa, esparcida a sus pies.

Miradores al pasado

Hay tres alturas fabulosas desde donde contemplar la ciudad vieja, con el flanco amurallado sobresaliendo en primer plano entre el verdor de los árboles: tomando distancia desde la plaza de las Torres (Tornide väljak) hay un parque próximo a la estación ferroviaria; o más cerca, subiendo a los miradores de Toompea, a la explanada de Kohtuotsa, que cuenta con una agradable terraza de verano en la cima de la colina; y, por último, está el mirador de Palkuli, al que se accede a través de una escalinata construida a principios del siglo XX en la roca calcárea.

Otras opciones, con amplias panorámicas que abarcan hasta el puerto, pasan por subir los interminables peldaños de los campanarios más elevados de la ciudad, como el espigado chapitel de más de 120 metros de altura de San Olaf, una iglesia levantada en 1267 en honor del rey noruego; o el de casi 70 metros de altura de la Catedral de la Virgen María, una construcción del siglo XII, con añadidos renacentistas y barrocos -convertido hoy en el mayor templo luterano de Estonia-, que fue la iglesia de la nobleza alemana, tal y como atestiguan los numerosos blasones y sepulcros funerarios de su interior. La estampa de la ciudad que ofrecen todos estos miradores de lujo recuerda a las ilustraciones de los libros de historia y de los cuentos de hadas.

El eco de las conquistas

El castillo que domina la cima, del que no ha quedado más que algún torreón y parte de la muralla que hoy se complementa con el palacio barroco pintado de rosa -sede del Parlamento-, conserva la memoria de muchas batallas. Daneses, monjes guerreros de Livonia, polacos, suecos y las tropas comandadas por Pedro El Grande de la dinastía Romanov lo fueron ocupando sucesivamente. Enfrente, la decimonónica Catedral de San Alejandro Nevski -el príncipe que frenó sobre las aguas heladas de un lago el avance de los caballeros teutónicos- se yergue como una verdadera réplica en miniatura de los templos de Leningrado -la actual San Petersburgo-, recordándonos, con sus características cúpulas de cebolla, el empeño con que los rusos intentaron que los estonios abandonaran el luteranismo. En su interior nos espera, entre nubes de incienso y resplandores dorados, la mirada apacible y enigmática de los iconos ortodoxos.

Dejando atrás las viejas glorias de la colina de Toompea, que, dicho sea de paso, se halla taladrada por la carcoma de numerosos bastiones y pasadizos secretos, obedecemos al irresistible imán que, desde hace siglos, ejerce la plaza del Ayuntamiento (Raekoja plats), corazón de la Ciudad Baja (Vanalinn) y viejo cuartel de artesanos y comerciantes. Su cabildo gótico, del siglo XIV, es el edificio más fotografiado de Tallin, pero toda la plaza funciona como el decorado perfecto para sumergirse en el Medievo. Igualmente perfectas en su cuidada estética, las calles aledañas, empedradas con adoquines, invitan al paseo relajado en busca de detalles sorprendentes, como los añejos portalones de madera, los bajorrelieves incrustados en los muros exteriores de las casas, los carteles y canalones artísticos, y hasta las veletas -la más famosa retrata en bronce al Viejo Tomás, el heroico soldado que se convirtió en símbolo de la urbe-. Por todas partes predomina la escala humana; cualquiera de los lugares que elijamos visitar nos quedará siempre muy cerca, con alguna apetecible terracita invitándonos por el camino a disfrutar de una deliciosa cerveza estonia.

Ámbar del Báltico

Como en los viejos tiempos, el día despierta en Tallin con el aroma que surge de sus pastelerías y hornos de pan, la animación de los acróbatas y artistas callejeros, y el ajetreo de los comerciantes que colonizan algunos de los locales de sus antepasados, exponiendo casi la misma mercancía de antaño, prendas de lana, cerámica tradicional -también innovadora-, bisutería creativa y, cómo no, el mítico y prestigioso ámbar del Báltico. Todo se ha cuidado hasta el último detalle, tanto la decoración urbana como la indumentaria de casi todos los tenderos y camareros que atienden vestidos a la usanza medieval.

A medida que va avanzando el día, las luces oblicuas del norte resaltan la textura de las fachadas pintadas con todas las tonalidades del blanco, del crema y del rosa, más un amarillo entre garbanzo y natillas, colores predominantes que combinan con el gris de la piedra y algunos toques de azul celeste, rojo teja o verde desteñido. El resplandor dorado que, debido a la extrema latitud, anuncia paulatinamente la llegada del atardecer, se entremezcla con la cálida iluminación de las réplicas de antorchas medievales. Durante los meses de verano casi no se pondrá el sol durante todo el día.

Guardianes de vanguardia

Bien anclado a la historia, con su buena dosis de piedra milenaria y sus vetustas torres, elviejo Tallin contrasta con la moderna urbe que lo rodea. Los rascacielos de diseño y la impresionante Torre de Televisión, más que competir con los chapiteles puntiagudos de las iglesias que apuntan al cielo como flechas parecen querer proteger con su desafiante aplomo el frágil encanto del núcleo medieval.

Apasionada por el diseño de vanguardia y la tecnología más puntera, Estonia se enorgullece de la creatividad con que ha sabido combinar lo antiguo con lo moderno, el diseño más vanguardista con la tradición, y la naturaleza y la cultura con su oferta de wifi gratuito en todas partes y para todos. Considerado como unpaís ágil y abierto a la creación de nuevas empresas, presume de haber regalado al mundo el gratuito sistema de habla telefónica Skype, inventado en Tallin en el año 2003 por un danés, un sueco y cuatro estonios.

Islas: refugio de tradiciones

Mientras el norte de Estonia aporta un litoral de elevados acantilados, saltos de agua y playas rodeadas de naturaleza,la costa occidental se complementa con un nutrido archipiélago de islas, unas 1.500 en total, algunas de las cuales, muy escasamente pobladas, constituyen el prístino refugio de las más arraigadas tradiciones del país. La aventura hacia las islas puede emprenderse a partir de varios puntos: desde Pärnu, la atractiva "capital estival", desde la elegante ciudad balneario de Haapsalu o desde el puerto de la pequeña Virtsu, un lugar de donde salen los transbordadores que en una media hora alcanzan la isla de Muhu, conectada por carretera con la mayor de las islas, Saaremaa. En la primera encontraremos molinos de madera girando al viento, simbología pagana en una de las iglesias más antiguas de Estonia -Santa Catalina-, una casa solariega convertida en lujoso hotel Spa -Pädaste- y una aldea pesquera -Koguva- que parece detenida en el siglo XIX y que es un verdadero museo al aire libre. Más allá, la gran isla de Saaremaa, que ha decidido apostar por las atenciones termales, es tierra de viejas granjas autosuficientes, acantilados frente al mar y naturaleza marcada por la huella de los meteoritos. Su capital, Kuressaare, nos ofrece un bello casco histórico coronado por una imponente ciudadela episcopal, del siglo XIV, convertida en museo. La esquina suroccidental de Saaremaa alberga la sorpresa de una islita, Vilsandi, un Parque Nacional con una superficie de 238 kilómetros cuadrados que es un auténtico paraíso para los ornitólogos que acuden a admirar las más de 250 especies de aves que habitan en este espacio protegido.

Situada al norte de Saaremaa, Hiiumaa, la segunda isla mayor en tamaño, se enorgullece de su colección defaros frente al Báltico: el de Köpu funciona desde 1531, el decimonónico de Ristna encara las mejores olas de Estonia para surferos y regatistas, y el de Tahkuna es una torre de hierro fundido de 43 metros de altura. A su derecha, la isla de Vormsi, más cercana al continente y con buenas playas, nos recuerda de nuevo el pasado pagano de estas costas, con su enigmático cementerio de cruces solares. Y ya protegida de las olas del Báltico, resguardada en el golfo de Riga, en el sur estonio próximo a la frontera con Letonia, la pequeña isla de Kihnu ha conseguido formar parte del listado de la Unesco por su original patrimonio oral e inmaterial. Allí las mujeres, que visten faldas tejidas en los telares tradicionales según una arcaica simbología, conducen a toda velocidad unas curiosas motos complementadas con anchos sidecares de madera.

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