Feliz cumpleaños, Cabo de Gata

Cumple ahora veinte años y es el Parque Natural más visitado de toda Andalucía. Un territorio mágico y duro, formado, a partes iguales, por la furia de los volcanes, los lametones del bravo mar y el olvido de los hombres. Olvido ominoso que sólo ha sido roto por la literatura, el cine y, más recientemente, la constancia ecologista.

Feliz cumpleaños, Cabo de Gata
Feliz cumpleaños, Cabo de Gata

Se diría que África asoma, chapoteando, y que enseña un simple anticipo de sus contornos. Montañas que son volcanes, cerros áridos, pelados, apenas revestidos de espartales, ágaves y palmitos, por donde ramonean chivos blancos celtibéricos, únicos, mezclando su olor acre al de alhucemas y tomillos. Dunas zascandiles que sortean vertiginosos acantilados para asomarse a playas secretas: un mundo cuasi virgen. Téngase en cuenta que hace veinte años no había, en la zona de Cabo de Gata, más que un solo teléfono público.

La explicación viene en clave de nombres propios. Como el de don José González Montoya, propietario de unas 3.000 hectáreas del parque actual, quien se negó a vender parcelas a los golosos. O de hombres y mujeres como Melo (Hermenegildo) Castro y algunos más que lograron evitar, con celo misionero, que la carretera abierta a finales de los años 70 fuera un coladero de intereses. Bien es cierto que estos conservacionistas contaron con el empuje de ciertos mitos. Uno de ellos se gestó en la sangrienta vorágine de los hechos.

Fue un suceso que apareció en los papeles, incluso en los de tirada nacional. Un crimen pasional, perpetrado por la familia de un jornalero de Las Chiqueras, prometido formal, burlado por la novia, plantado en el día mismo de su casamiento. Es la trama que Federico García Lorca llevó de los periódicos al teatro, sin apenas alterar detalles, en Bodas de sangre. Una tragedia rural que reflotaba pasiones ancestrales y un sistema arcaico de convivencia, en cortijadas aisladas, crueles mundos perdidos, habitados por aparceros condenados a arañar la avaricia de un terruño que no era suyo sino de amos invisibles. Campos tan avaros como hermosos, que volvían a cegar el asombro de lectores cuando Juan Goytisolo publicó su obra Campos de Níjar. Pero no fue la literatura sino el celuloide el que hizo a la tierra protagonista.

No sólo eran las imágenes deslumbrantes, el boca a boca funcionó de maravilla en un país que empezaba a despulgarse y a acusar los primeros síntomas del turismo. En Cabo de Gata no sólo había paisajes de película, es que además allí no existía el invierno. Los amagos de redención habían fracasado siempre, ya fueran la cochinilla y su púrpura, las minas de oro de Rodalquilar u otras zarandajas. Ahora le llegaba el turno a la industria del turismo, y al cielo protector de los viveros.

Pero eran armas de doble filo. Y ahí entran en escena visionarios como Melo Castro y la brigada de ecologistas que consiguen figuras legales de protección, primero para las salinas de Gata, luego para el cabo y sus aledaños y finalmente para toda la franja litoral hasta Carboneras. Hace ahora veinte años que fue creado el Parque Natural, cuyos límites se han ido desbordando hasta alcanzar el perímetro actual, que goza desde el año 2004 de un Plan Especial de desarrollo sostenible. Un parque dúplice, formado por un cordón de sierras de origen volcánico y una franja marina igualmente protegida; un pasillo acuático que sirve de enlace entre el viejo Mediterráneo y el Océano Atlántico, tanto a los hombres como a los peces (por allí transitan, entre otros, los atunes que los pescadores acorralan en almadrabas).

El parque marino, frente a muros de lava fósil precipitados al mar, constituyendo escollos caprichosos, está formado por praderas de posidonias que colonizan todos los fondos, frenan la erosión submarina, originan oxígeno y comida para los peces y son, en definitiva, como un termómetro saludable. Esta dualidad geográfica ha sido determinante del factor humano. En el interior de las sierras, la gente vivió aislada en cortijadas ralas -como en Bodas de sangre-, en la costa se agrupó en apenas tres pueblos y algún núcleo de pescadores; hubo que hacerlo, el peligro de saqueos y secuestros por parte de berberiscos fue amenaza constante, malamente conjurada con un cordón de torres vigía y castillos como los de San Pedro, San Ramón o San Felipe, este último el más pertrechado, en Los Escullos que protegen a Isleta del Moro.

Habrá en total no más de 4.000 almas dentro del Parque Natural (pero Níjar, el municipio matriz, es el tercero más extenso de toda España). La "capital", por así decir, es San José, que apenas existía cuando Clint Eastwood rodó la primera escena de La muerte tenía un precio en el cortijo que es hoy hotel El Sotillo. Con un puñado de dólares, y de años, San José ha pasado a ser un pueblo de veraneo familiar, con puerto deportivo y una calma contagiosa.

De allí parten las excursiones al mar, a bucear en sus fondos glaucos o pasar revista a los caprichos del litoral. Se navega hasta el Cabo de Gata -aunque es más atractivo abordarlo por tierra, ascendiendo desde las playas "secretas" de Mónsul y de la Media Luna- y luego al pueblo del mismo nombre (antes San Miguel), donde hay opción para todos: playas en cadena para los bañistas, asadores de pescado para los glotones y unas salinas primitivas que funcionan como en tiempo de los fenicios, convertidas además en observatorio de aves.

Hacia la parte opuesta, hacia el oriente, la Isleta del Moro resulta la postal más convincente, se mire como se mire: desde el cogote de los montes, o a ras de agua, junto al mínimo atracadero donde algunos pescadores han abierto chiringuito y cocinan arroces y cuajaderas de pescado cuya fama guía a peregrinos lejanos. Más allá, Carboneras, el pueblo más grandón, con puerto pesquero importante y buena playa (algo deslucida por la presencia de una cementera, una central térmica y una desaladora ultramoderna).

A las afueras queda otra playa que se ha hecho célebre: la del Algarrobico, con un hotel de veinte pisos recostados (como para disimular) que está en pleitos. Es curioso, en veinte años, y pese a las resistencias del principio, ha cambiado radicalmente el sentir de los paisanos: el negocio del ladrillo no se ve ya como una herencia buena para los hijos, ni para el mañana, ni para nada. Feliz cumpleaños, Cabo de Gata.

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