Escocia, castillos y leyendas de las Highlands

Pocas regiones del mundo pueden presumir de una belleza tan singular como las Highlands, las Tierras Altas de Escocia, en sus dos vertientes, norte y este. Un paraíso natural repleto de sorpresas por descubrir en sus caminos más aislados y salvajes. Los castillos y sus leyendas adornan una ruta que a nadie deja indiferente. Con lluvia, por supuesto.

Fortaleza del Castillo de Dunottar.
Fortaleza del Castillo de Dunottar. / Eduardo Grund

La belleza agreste de sus montañas sin picos en sus cimas, pero siempre con excelentes vistas; el silencio de las grandes extensiones de brezo, musgos y helechos, solo interrumpido por los pocos coches que circulan en sus carreteras solitarias; las panorámicas que dejan sin habla, invitando a la reflexión personal; los castillos llenos de historia y, por qué no, de fantasmas; los pueblitos pesqueros salpicados de pequeñas islas... Todo, cualquier detalle a nuestra vista, seduce en la mágica, bella y hospitalaria Escocia, con sus héroes de película a lo largo de su entretenida historia y con su punto de desarrollo reflejado en los descubrimientos de algunos de sus hombres de ciencia: la penicilina, la primera televisión operativa, el teléfono, el escáner, la bicicleta a pedales.. Nunca decepciona un viaje por estas Highlands que surgieron hace 470 millones de años. En realidad, las Tierras Altas están formadas por varias cadenas montañosas, en dirección noreste-suroeste, interrumpidas por profundos barrancos y valles verdes. Un territorio a veces inhóspito en el que parece que el tiempo no es real y se hubiera detenido para embaucarnos. Ciertamente, hay muy poca población, miles de ovejas, lagos y paisajes que cautivan por su gama de colores... Y solo conviene tener la precaución de llevar consigo un buen paraguas, que resista al viento, y un práctico chubasquero debido a la loca climatología de la región. Ya saben, en estas tierras es posible encontrarse con las cuatro estaciones del año en una misma jornada.

Pitlochry y Blair Castle

No hay nada mejor que encontrarse con una de las tradiciones más auténticas del país, los Juegos de las Tierras Altas (Highland Games), para iniciar la incursión a este territorio, ya sea desde Glasgow o desde Edimburgo, sus dos ciudades más pobladas. Los orígenes de esta fiesta deportiva se remontan a la cultura celta y solo se puede admirar durante el verano en aquellos pueblos donde los emigrantes, tras iniciar una nueva vida, rendían homenaje a sus raíces. Ya entonces las competiciones más importantes (lanzamiento de piedra, lanzamiento de tronco ¡de 80 kilos y de 6 ó 7 metros de altura!, lanzamiento de martillo, el tug o war o tira y afloja con cuerda...) se desarrollaban como excusa para la práctica de las habilidades guerreras, una vez que se les prohibió a los habitantes de las Highlands llevar armas, y por eso hoy en día se distingue y se valora, como norma general, la entrega y el esfuerzo de todos los participantes en estos juegos. Con el inicio de la época victoriana se sumaron a la competición nuevas disciplinas con un claro matiz musical: bandas de gaitas (en los Juegos de Pitlochry, por ejemplo, la banda ganadora recibe actualmente 500 libras), solos de gaitas y tambores (ante dos jueces a los que nunca se les escapa una sonrisa), conjuntos de arpas y violines, y la danza, con bailes campesinos y danzas típicas de las Highlands, y otras pruebas de atletismo y ciclismo. En la actualidad, los Juegos con más caché se celebran en Braemar, con la presencia habitual de la reina Isabel II y otros miembros de la Familia Real, el primer sábado de septiembre, pero se distribuyen por muchos rincones de la geografía escocesa debido a su gran popularidad. Otro de los clásicos se organiza en una gran explanada verde de Pitlochry. Cinco mil personas, la mitad de ellos foráneos, se congregan en este pueblo muy turístico con el único ánimo de pasarlo bien. La entrada es asequible -siete libras los adultos y una libra los niños- y todo el mundo es bienvenido en una jornada donde no faltan los picnics y cualquier clase de juegos.

En 1842, la reina Victoria dijo de Pitlochry que era uno de los pueblos más bellos de Europa. Sin embargo, no durmió en alguna de sus coquetas casas de piedra. Prefirió alojarse en Blair Castle, a solo una milla, y hoy sigue siendo la mayor atracción turística de la región como residencia de los duques de Atholl. A las puertas de este castillo, punto estratégico en la ruta de Inverness, Perth y Edimburgo, siempre toca su gaitero oficial, ataviado con su clásico kilt, con un instrumento de unas 500 libras que utiliza para las visitas turísticas; en su casa -comenta con gran sinceridad- guarda su pieza más querida, hecha de madera, que puede alcanzar el doble de precio. El guardián de la puerta se siente orgulloso del sonido limpio de su gaita, pero nos avisa que lo mejor de la visita espera en el interior de este castillo medieval levantado en 1269 y que, tras diferentes remodelaciones, pasó a ser una mansión georgiana y posteriormente un castillo victoriano de estilo baronial. Se recorren unas treinta salas, con una sorprendente colección de armas, unas 700 en total, de las que 485 se exponen en el hall de entrada, y una curiosa exposición de 175 juegos de cuernos de venado en su salón de baile. Lo más llamativo es, sin embargo, que el castillo y sus dueños mantienen el derecho de disponer de un ejército privado propio, concedido en 1844 por la reina Victoria, el único de Europa junto con el de los Papas en El Vaticano. Claro que Bruce George Ronald Murray, actual duque de Atholl y duodécimo de la historia de la familia, no disfruta de su ejército ya que vive en Sudáfrica y sus soldados, losAtholl Highlanders, son solo ahora músicos de la banda del castillo que desfilan unos días contados cada año pasando por los jardines del castillo. Estos jardines recibieron entre 1755 y 1830 más de 25 millones de árboles comprados fuera de Gran Bretaña por el cuarto duque, John Murray, con el fin de obtener madera para la Armada escocesa. Forman parte de este magnífico recinto las secuoyas, el bosque de Diana, con los ejemplares más altos del jardín amurallado Hércules, el parque de los ciervos rojos, los pavos reales y las ruinas de una vieja iglesia celta.

Braemar y el Parque Cairngorms

La ruta en dirección a Aberdeen y sus alrededores, la región con más castillos por metro cuadrado de Escocia, obliga al viajero que procede de Edimburgo a atravesar el Parque Nacional Cairngorms, uno de los últimos grandes espacios salvajes de Europa, con 4.500 kilómetros cuadrados de superficie. Esta antigua zona de bosques, valles y páramos está marcada por una espectacular cadena montañosa con las cumbres más altas del país, aunque ninguna de ellas supera los mil doscientos metros. Es este territorio un rico ecosistema de flora y fauna, con varias especies en peligro de extinción, pero todavía se pueden ver manadas de venados o ciervos rojos, gatos salvajes, águilas doradas y ardillas rojas o incluso hallar reductos del pino rojo que cubría en la antigüedad las Highlands. Cruzando el Glenshee, el valle donde los colores toman otra dimensión junto al río Shee, se alcanza la estación de esquí, situada a 634 metros de altitud, una cota ya importante en estos lares, donde el frío se agudiza en invierno. Espera Braemar, cuyas temperaturas han alcanzado en algún invierno reciente los 27 grados bajo cero, un lugar muy popular entre montañeros y curiosos que se acercan el castillo del mismo nombre.

Aunque parezca una fortaleza defensiva, el castillo de Braemar, construido en 1698, fue concebido como un pabellón de caza para el conde de Mar hasta que sus vecinos, la familia Farqhuarson, se lo arrebataron después de diferentes episodios protagonizados por los rebeldes jacobitas, con John Farqhuarson, El Coronel Negro, a la cabeza. Finalmente, el castillo fue la residencia de esta familia durante 200 años hasta que en 2007 la Comunidad de Braemar se hizo cargo del monumento durante 50 años por el alquiler de una libra. El único compromiso del concejo era y sigue siendo acometer su restauración. De momento, se han recaudado 400.000 libras, que han servido para arreglar el tejado y la chimenea del edificio, pero hay que conseguir un millón de libras para la reforma completa del castillo.

Los límites del castillo de Braemar llegan hasta la misma verja deBalmoral, la residencia veraniega de la Familia Real británica desde 1852. En esta elegante fortaleza se visitan muy pocas estancias, y solo desde abril hasta el 1 de agosto, pero sus jardines -cerrados en agosto, septiembre y octubre por la presencia de la familia- y sus vistas son espléndidas. Aquí la reina y los príncipes de Gales encuentran el sosiego que no disfrutan en la capital y se les puede ver de manera improvisada por los alrededores. Fundamentalmente en la cercana iglesia de Crathie Kirk, a la que acuden para participar en los oficios religiosos, y en la ciudad de Ballater, con su vieja estación de ferrocarril, punto final de la ruta real instaurada por la reina Victoria para llegar a Balmoral desde Londres. Ballater, situado a orillas del río Dee, destaca por su vieja iglesia, Auld Kirk, sus zonas verdes y, sobre todo, por sus tiendas tradicionales. Estos establecimientos lucen con orgullo en sus fachadas el escudo real como proveedores de Balmoral: la panadería, la carnicería, la tienda de plantas y flores... Solo por el hecho de contemplar estos relucientes escudos heráldicos y de tomar un clásico té o un café en alguna de sus finas casas de té vale la pena hacer una parada.

En los alrededores de Aberdeen

A 50 minutos en coche en dirección al mar, y siguiendo el curso del Dee, surge Banchory. En esta ciudad, que dista 20 millas de Aberdeen, las aguas del Dee y el Feugh se funden en lo que se considera un paraíso salmonero y constituye un magnífico punto de partida para realizar excursiones por la región del Royal Desidee y la costa del nordeste de Escocia, repleta de castillos y campos de golf. Esta disciplina deportiva ya se practicaba hace 600 años en estas tierras y hoy se esparcen más de 500 campos de golf por todo el país, con el templo sagrado de St. Andrews, el club más antiguo de todos, que agrupa varios campos en los que se ha disputado el reciente Open Británico de 2015. Queda muy a mano en nuestra ruta, a menos de 70 millas de Banchory, .

En esta zona huele a turba, a tierra salvaje, y los extensos campos de cebada proliferan, al igual que las destilerías de whisky y los castillos de ensueño, otros dos grandes reclamos para el viajero. El castillo de Crathes es seguramente uno de los más retratados del país por sus bellísimos jardines, ideados por los propietarios James y Lady Burnett con formas, colores y olores inimaginables, y un invernadero y una rosaleda de estilo francés extraños por estos lares. Pero hablando de castillos el que más cautiva por su ubicación y su dramática historia es Dunnotar, asentado mágicamente en un pequeño cabo de la costa escocesa. El castillo de Dunottar fue la principal fortaleza del nordeste escocés. En la actualidad está reducida a ruinas, pero impresiona su ubicación en un espolón marino, rodeado de acantilados y playas pedregosas. Ahora es muy frecuentado por las parejas de novios que buscan en este privilegiado enclave un escenario brillante para su ceremonia de boda, haciendo también un guiño a este lugar sagrado pues fue aquí donde se ocultaron las joyas de la Corona escocesa (Honours of Scotland) en el siglo XVII. El castillo fue utilizado también como cárcel y más recientemente se empleó como localización en la película Hamlet, dirigida por Franco Zeffirell y protagonizada por el actor australiano Mel Gibson,

Y hablando de películas famosas, se puede rematar la excursión por el este de Escocia en Pennan, el pueblo donde Bill Forsyth dirigió en 1983 Local Hero, con Burt Lancaster de protagonista y Mark Knopfler, el guitarrista y líder del grupo Dire Straits, firmando su legendaria banda sonora. Treinta años después, esta antigua villa pesquera, arrimada a los pies de un acantilado, sigue desplegándose en una única calle con una hilera de casas en media luna. Algunas se han convertido en cottages y bed and breakfast, pero la máxima atracción de este pueblo, de pasado contrabandista, es su cabina telefónica de color rojo. Forsyth la colocó en el filme como un mero apoyo de producción, junto al muelle del ficticio pueblo de Ferness, y la devolvió cuando terminó el rodaje, pero finalmente hubo que colocar otra, esta vez junto a la posada del pueblo, porque miles de turistas se desplazaban hasta esta solitaria villa del nordeste escocés solo para conocer el lugar desde el que Peter Riegert, coprotagonista de Local hero, contemplaba las auroras boreales. Hoy es la cabina telefónica más fotografiada de Escocia.

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