Casas rurales en la Costa da Morte

Leyendas y misterios, un océano hegemónico y el balance de muchísimos naufragios dieron a la escarpada costa atlántica coruñesa una enrarecida fama. Estas cinco casas rurales son un lugar privilegiado para sentirse inmerso en el mundo de la Costa da Morte, donde hasta hace pocos siglos se situaba el final de la Tierra.

Los peregrinos medievales llegaban a Finisterre y allí se sentían exhaustos ante ese océano que m

Los peregrinos medievales llegaban a Finisterre y allí se sentían exhaustos ante ese océano que marcaba el fin del mundo.

Aquí, donde los continentes se acaban y comienza el océano infinito, extremo incomprensible de la vida, viene cada noche Helios, el señor sol, a esconderse. Él sí debe de saber qué hay más allá del horizonte marino y de las nieblas. Dicen que, cuando se hunde en el mar, sus rayos restallan como una inmensa hoguera apagada por el agua y hay quien puede oír el estruendo desde esta costa gallega. Ya invisible, el sol iluminará con su luz el camino hacia Hades, tierra del más allá eterno, que una y otra vez recorre en su barca Hermes con las almas depositadas en los pequeños templos costeros. Las "ermitas" sustituyeron a los paganos lugares, y rezaron a otra fe que miraba más al cielo. Sin embargo, cuando se supo que aquello no era el fin del mundo y que habitábamos en una gran bola que giraba sin cesar, estas pequeñas iglesias siguieron pareciendo las puertas de un indescifrable misterio.

Salpican las ermitas los escarpados, playas y acantilados de la Costa da Morte, e hilan la trama testimonial de siglos de superstición. Todo lo tenía esta parte del litoral atlántico de Galicia para ser blanco de mitos y territorio de conjeturas: allí se acababa el mundo, allí naufragaban los barcos. Tantos, que en los años 60 se ganó su enfático nombre, aciago alarde que en la actualidad ha devenido en sonoro reclamo turístico. Y sí, todo está claro ahora, los aviones cruzan en horas ese océano tremendo y al otro lado no está Hades sino América. Sin embargo, en algún momento los visitantes se asoman pensativos y pesarosos a alguno de los acantilados, creyendo sentir algo de todo aquel vértigo anímico y dimensional que tanto aturdió a los celtas, a los romanos o a los peregrinos jacobeos. Pendientes estaban ya, desde que dejaron A Coruña, del punto en que da comienzo la "costa de la muerte".

Y entonces llegan a Malpica, cuyo eslogan reza "villa de la vida en la Costa da Morte". Tal es lo que ven: vida de ciudad ajetreada en sus calles y en su puerto pesquero, azotado por un mar casi siempre embravecido. Ahí está el eco del presentimiento y de la fama: lo esperado se despliega en la escena grandiosa del cabo de San Adrián y de las islas Sisargas. Claro que este océano está conquistado (o casi), pero cómo impresiona. Se clava la sensación en el instinto de lo arcano, pero se solivianta carretera adentro, entre praderas y bosques, casas aisladas y hórreos. La Galicia rural está ahí mismo y es otra película, la del mundo amable y acogedor.

Mejor hagamos noche aquí. Cerca de Carballo está la Casa de Entremuros, alojamiento rural que ocupa una antigua y típica construcción, agazapada entre suaves colinas. El verde encendido del terreno circundante mitiga la interrupción azul de la piscina y, junto a un hórreo, un amplio sotechado, con sillas y mesas y mucho apero de labranza, ya anuncia jornadas sintiéndose parte de la serenidad del entorno. Así ha de ser y así será en el interior, en el salón o en la cocina, donde los modernos recursos decorativos en ningún momento mitigan la evocación ambiental y de los modos y maneras de la tradición. De los tiempos en que en los poyos de granito de las ventanas se "esculpían" pilas para lavarse. Y ahí siguen, recuerdo presencial en las muy estilizadas habitaciones. Detrás de los cristales, la campestre quietud; pero, más allá, el mar enorme...

Al océano sin fin lo reducen y acercan las rías, personal asunto gallego, juego geográfico. La de Corme e Laxe lo atrapa y lo hace suyo en el estrecho tramo frente a Cabana de Bergantiños. Y aún más con la marea baja, cuando todas las mariscadoras recorren la escasa profundidad a la zaga de almejas o navajas.

Nada tienen de "muerte" el escenario y las escenas que se avistan desde la plácida terraza de A Casa de Don Ricardo, alojamiento rural al mismo borde de la ría. Así se denomina porque era la casa de un médico de la zona que ese nombre tenía. El intenso color de sus fachadas apenas anuncia el efectismo de la ornamentación interior: formas y colores atrevidos, de cuño densamente actual. Acaso un tanto abusado, pero embaucador por lo inesperado dentro de una casa de factura tradicional y en medio de un panorama de puro tipismo. Nos hemos empapado todo el día de naturaleza y de extrañezas, ninguna otra como la serpiente alada representada en la misteriosa piedra de Serpe, allí en Gondomil; pues bueno, ahora de vuelta a casa seamos sofisticados. Un dry martini en la terraza y que las rutinas de los días y las leyendas de los siglos sigan ahí afuera.

La resaca personal se viene a encontrar con la del mar, otra vez pletórico, abierto pero tramposo, lleno de esos riscos invisibles que tantas desgracias propiciaron. Desde la flota de la armada española destrozada en el año 1596 por una tormenta, causando 1.706 muertos, hasta el mismísimo Prestige y su terrible debacle ecológica. Y, si no lo hacía el mar, lo provocaban los lugareños dados a la piratería: movían antorchas en la noche para despistar a los timoneles y hacer encallar el barco para luego hacerse con el botín sin dejar absolutamente nada a bordo. Las Piedras de los Milagros, cercanas a Muxía, con todo su tonelaje en equilibrios imposibles y sus crípticas inscripciones parecen querer contar unas historias así de tremendas. El testigo lo recogió aquel hippy ermitaño llamado Man que aportó lo suyo a la pétrea expresión entre las rocas de Camelle. Mucho asunto el de la costa. Toca retirada de nuevo a la simbólica paz de los campos. En Santa Mariña, muy cerquita, se encuentra la Casa de Trillo, bien envuelta en todos los hitos rurales gallegos. Los hórreos resultan en esta zona muy alargados y de granito. Uno así adorna el terreno de esta casa rural, esmerada y con más de un premio, donde tampoco falta la huerta. De granito y muy típica y añeja es la construcción, con una placa que recuerda que el establecimiento fue inaugurado por Manuel Fraga. El interior es pura recreación del confort tradicional: de noche junto a la chimenea, de tarde viendo llover a través de los cristales de la blanca galería. Desde aquí ni siquiera se oye el sonido del mar. Ruge como un borroso león y recuerda su preponderancia en el Cabo Touriñán, el punto más occidental de la Península Ibérica, vapuleado milenio tras milenio por olas gigantes y enfadadas. No hay que asustarse. Es lo que habíamos venido a buscar: que el alma se sienta pequeña y fascinada a la vez. Cómo no tratar de ponerse en la piel de uno de los peregrinos medievales de Santiago, cuando, para rematar su tránsito ritual, se llegaban al Cabo de Finisterre o Fisterra y allí se sentaban exhaustos y aturdidos ante ese océano de brumoso horizonte donde no había más mundo. Aquí se acaba todo. Todo al fin es nada. Se deshilacha así el pensamiento a la que uno se descuida también en estos días, aun en medio del trasiego de visitantes que deambulan por entre el faro y el hotel y la taberna y el aparcamiento. Es igual: la emoción se embarca en la vista que roza el infinito. ¿Y quién dice que dentro de estas procelosas aguas no siguen todavía en pie los muros de la legendaria ciudad hundida de Duio?

Lo que sí se puede afirmar es que la realidad tangible del puerto de Corcubión es muy seductora. Las casas de piedra con sus blancas galerías se asoman a la ría, y no: aquí no hay mar de muerte que valga. Es imagen de puras ganas de vivir, como lo es también Muros, que, frente a la ría de Muros e Noia, reproduce la misma estampa, ampliada y dispuesta sobre una empinada ladera.

El espectáculo hermoso de madre naturaleza complaciente y arquitectura armónica se divisa desde las habitaciones de la casa Jallambau Rural, situada en la parte más alta del pueblo. Es la casa sencilla e ideal, de tejado a dos aguas bien inclinado, renovada y decorada con gusto y acierto, acogedora y coqueta, amable, alegre. No se hable más: aquí hemos decidido quedarnos. Desde estas ventanas el mar resulta un susurro idílico.

El océano abierto y desmesurado se quedó estampado en la escenografía del monte Pindo, que se alza imponente sobre las aguas con sus caras de puro cuarzo. Su desnudez de vegetación lo ha señalado desde tiempos inmemorables: abundan en él dibujos e inscripciones misteriosas y dicen que fue el Olimpo de los celtas. Su imagen no se borra, pero se aleja. Cada vez más estrecho, delimitado por la ría, el océano va quedando atrás en la carretera que lleva hasta Santiago. Nuevamente la Galicia rural, cimbreada de verdor y perfiles accesibles, se hace con el entorno, esta vez de una forma contundente.

La Costa da Morte es una línea imaginaria y alejada, y pronto será mito en la memoria. Una jornada más para que todo se ponga en su sitio: en la Casa Perfeuto María, al olor y sabor de una comida muy casera, nada será tan importante. La vista la compondrá la aldea de Cabana Moura, recóndita existencia de campo, retirada de las visitas a los vértigos y a las emociones elucubradas. Casa rural de verdad con su hórreo y su evocación, pero también apunte de comodidad urbana a costa de unos modernos ornamentos y embeleso de metales y maderas. Y las ventanas pintadas de azul, color que siempre sugiere sur, otras miras y otros mares.

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