En Anchorage, Alaska, la primavera nunca llega
Las estaciones aquí son solo una sugerencia.
Podría ser primavera en Anchorage, pero a Alaska no le importa. Las montañas, majestuosas y perpetuamente blancas, permanecen agarradas al frío, inmóviles. A pesar del calendario, la ciudad sigue amontonando nieve en sus calles, mientras un viento gélido corta la piel con temperaturas mortuorias. Las estaciones aquí son solo una sugerencia. Es medianoche, pero el atardecer aún se resiste a desaparecer, pintando el horizonte con los colores suaves del crepúsculo, una belleza que desmiente la crudeza del clima.
Anchorage es la ciudad más grande de Alaska, y la población de más de 100.000 habitantes más al norte de Estados Unidos. También tiene el aeródromo acuático más grande del país. Aquí el cielo siempre está adornado de siluetas de avionetas acuáticas, que despegan y aterrizan sobre lagos rodeados de bosques. Tan común volar como conducir un coche. Anchorage, rodeada por montañas nevadas, desafía el formato habitual de ciudad: no hay rascacielos que interrumpan la vista de este paisaje vasto y salvaje.
La vida en Alaska, incluso en las ciudades, está muy cerca de la naturaleza. Los alces pasean y conviven. Uno de ellos, gigante, detiene el tráfico en una carretera cercana al aeropuerto, mientras su cría, asustada y diminuta, se queda al otro lado, temerosa de cruzar. En Anchorage estos encuentros son muy frecuentes. Me cuentan que hace poco un alce se coló en el cine, aprovechando las puertas automáticas, y se dio un festín de palomitas.
Es un lugar donde los signos del apocalipsis y la tranquilidad se mezclan sin solución de continuidad
Cerca del centro de la ciudad se extiende el parque del Terremoto, un espacio marcado para el recuerdo de la gran sacudida del Viernes Santo de 1964. Árboles torcidos, cicatrices en la tierra, socavones y huecos cuentan la historia del día en que las placas tectónicas dejaron su firma indeleble. La belleza del parque reside en ese contraste, en la mezcla de vida y catástrofe. A solo unos metros, el océano entra en contacto con la costa, y al fondo, las montañas permanecen, como siempre, observando en silencio. Eso diría que es Alaska: montañas en silencio.
Es un lugar donde los signos del apocalipsis y la tranquilidad se mezclan sin solución de continuidad. Hay un cartel que prohíbe a los coches circular sobre un lago helado, parece una advertencia innecesaria. Pero en Alaska nunca se sabe. Aquí las papeleras tienen un diseño especial para evitar visitas no deseadas: las de los osos, que las vandalizan en busca de comida.
Poco más allá, encuentro un cartel que explica las diferentes bayas silvestres que se pueden encontrar en la zona. Irremediablemente, me acuerdo de Alex Supertramp, el muchacho que murió envenenado por uno de estos frutos, a unos 400 kilómetros al norte de aquí, en el Stampede trail. El muchacho que inspiró la película “Into the wild”, que a tantos nos puso a viajar. El muchacho idealista que borbotoneaba años sesenta, beatnicks y lucha contra la guerra de Vietnam. El que citaba a Tolstoi y decía: “antes que el amor, el dinero, la fama, la fe y la justicia, dadme la verdad”. El que murió solo, después de recorrer el oeste americano, de cruzar a México, de huir a Alaska en busca de una conexión profunda consigo mismo, con la naturaleza. La inscripción que dejó antes de su muerte: “Happiness only true when shared”.
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