Paradojas de América, por Sergio del Molino
"Yo ni siquiera he sido capaz de subir un tramo de escaleras no mecánicas y me he quejado de la calidad de la comida del avión".
Cada vez que viajo a Latinoamérica y salgo del avión, extenuado por las horas de vuelo, me maravillo por la brutalidad de aquellos españoles de tiempos de los Austrias. Me veo a mí mismo en el espejo del baño del aeropuerto hecho una piltrafa, suplicando una ducha y una cama, y no puedo sentir más que desprecio por mi flojera: los conquistadores llegaron al mismo sitio montados en una cáscara de nuez enfilada a favor de los vientos y expuestos al escorbuto, y ya en tierra firme se hicieron el viaje a pie y a machete. Yo ni siquiera he sido capaz de subir un tramo de escaleras no mecánicas y me he quejado de la calidad de la comida del avión.
Las crónicas de Indias dan cuenta del asombro que las civilizaciones americanas provocaron en aquellas cabezas de alcornoque ibéricas. No había en la España de su tiempo maravillas comparables. Ni siquiera los que habían visto los palacios árabes o las ciudades italianas podían medirlas con Tenochtitlán, Chichén Itzá, Cuzco o Pachacamac. Pero, aunque a los turistas de hoy también nos llamen las sirenas de Machu Picchu, es un error despreciar las maravillas virreinales que los españoles construyeron.
Las ciudades coloniales (algunas parecidas a Cádiz con más negritos; otras, Sevillas sin morerías o Almagros sin teatro) son arqueología viva de una civilización hispánica mucho más unida, culta y vibrante de lo que las leyendas negras y la propaganda nacionalista de los países americanos han transmitido. Admirarlas no supone caer en pecado de orgullo patriotero, como parecen pensar muchos, así como disfrutar de los foros imperiales de Roma no supone legitimar la conquista de las Galias. Como escribió Benjamin, todo documento de cultura lo es de barbarie, pero bien está que entre tanto esclavo y tanto reino conquistado surgieran esas ciudades con sus universidades, sus casonas coquetas y sus escritores e intelectuales criollos (que luego protagonizarían la independencia de los países latinoamericanos).
Su paradoja es una de las muchas con las que la aventura de los conquistadores —aún desaprovechada por la literatura y el cine hispanos— sigue desafiando nuestros valores y nuestra sensibilidad.
La peruana Arequipa es un bellísimo ejemplo en un altiplano a casi tres mil metros rodeado de volcanes. En su corazón está el monasterio de Santa Catalina, una ciudad dentro de la ciudad: un complejo fortificado con una muralla en cuyo interior aún viven unas pocas monjas dominicas en régimen de clausura. Ocupan una parte ínfima, el resto se puede visitar y supone uno de los paseos más alucinantes que se pueden hacer en Perú.
Envidia uno las vidas de aquellas monjas del siglo XVI. La mayoría eran hijas de la clase dominante, con cuyas dotes se enriqueció un gineceo lleno de jardines, celdas palaciegas, cocinas divinas en las que era muy fácil encontrar a Dios entre fogones y claustros ricos para meditar y conversar a placer. No parecía aquella una vida de renuncia y abnegación, y por eso no es extraño que algunos feminismos contemporáneos se inspiren en monasterios como ese para realizar sus ideales contemporáneos de sororidad: no creo que hubiera personas más libres y felices en el mundo que aquellas mujeres encerradas. Su paradoja es una de las muchas con las que la aventura de los conquistadores —aún desaprovechada por la literatura y el cine hispanos— sigue desafiando nuestros valores y nuestra sensibilidad.
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