Glaciar, por Espido Freire
"Cuando entendí que estaba enferma, regresé de pronto a ese momento, frente al glaciar fueguino, y sentí de nuevo la misma impresión de un mundo que se resquebrajaba, una sensación sedosa y resbaladiza bajo mis pies"
De los viajes que he realizado he regresado cada vez más ligera de equipaje. Abordaba los primeros con la mentalidad del hambriento, de quien temía perderse algún detalle, de quien desconocía si podría regresar de nuevo a ese lugar. A esa emoción. Compraba regalos, bebidas, alimentos, algo que me probara a mí y a los demás que ese viaje se había producido, que no era un sueño o una historia marcopoliana. Necesitaba volcar lo vivido en algo palpable.
Poco a poco ese impulso se atenuó. Ya no eran objetos, sino experiencias. Coleccionaba emociones como quien de vez en cuando revisa su cajón lleno de plumas o el frontal de la nevera con su plantel de imanes. Y, también como quien colecciona sin mucho criterio, cualquiera de esas sensaciones me bastaba: la admiración, el éxtasis, el asco, la sorpresa. Incorporé a los viajes de trabajo otros que giraban en torno a la solidaridad o la reivindicación. A menudo regresaba físicamente enferma, como una reacción extrema a lo que había vivido o presenciado. Ya no encontraba sitio para souvenirs, sino para el testimonio. Ahora tampoco viajo así.
Creo que la arrogancia que escondían las dos fases anteriores (el impulso narcisista de narrar, la vanidad de sentirme un testigo) se desvaneció. Todo cambió frente a un glaciar, en la Patagonia chilena, la primera vez en la que visitaba esas tierras. Lo he contado en varias ocasiones; algo irremediable había ocurrido ante mí. Tierra del Fuego es un territorio de una belleza extraña, con una historia que entrelaza la crueldad, el hielo, el fuego y las rutas imposibles. Los glaciares de un azul intenso se alzan tan cerca que pueden rozarse con la mano, y el barquito en el que yo viajaba, de la compañía Australis, zigzagueaba entre los canales con habilidad y con la suavidad de un cuerpo vivo.
En una de las excursiones bordeamos en una zódiac uno de los glaciares mayores: la pared casi vertical se alzaba cada vez más cerca, la espuma salpicaba la barca cuando se escuchó un crujido extraño, mineral, algo que no había oído antes. Parte de la pared se rajó ante nuestros ojos, y un enorme bloque de hielo se desprendió del glaciar y cayó al agua. La ola se alzó con una rapidez inusitada, y el piloto de la zódiac reaccionó como un ave para alejarnos de allí. El glaciar se quejó de nuevo (esa voz bronca, dolorida, que resonaba con mayor fuerza dentro de mi pecho que fuera) y continuó llorando hielo incluso cuando nos encontrábamos ya a salvo. No pude entender entonces por qué aquello me había conmovido tanto: el peligro vivido era muy bajo, no había sentido miedo, ni siquiera la excitación familiar de las experiencias extremas. Y, sin embargo, algo hondo, algo cuyo sentido llegaría más tarde, había tenido lugar ante mis ojos.
Cuando, años más tarde, me golpeó la depresión, una enfermedad insidiosa y retorcida, un liquen que destruye el alma, la memoria, de pronto, me trajo ese rugido hondo. Cuando entendí que estaba enferma, regresé de pronto a ese momento, frente al glaciar fueguino, y sentí de nuevo la misma impresión de un mundo que se resquebrajaba, una sensación sedosa y resbaladiza bajo mis pies. El viaje, el sentido del viaje, era aquello, descubrí de pronto: no viajaba a un lugar, viajaba en cierta manera en el tiempo, a otra yo; me preparaba para una vida futura. En De la melancolía, mi última novela, hablo de ese preciso momento. De cada viaje regreso ligera de equipaje, ahora. Lo que me traiga el viaje me llegará, mucho más tarde, de otra manera misteriosa, cuando lo necesite.
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