Viajes y letras: libros para los caminos
Leer no te hará mejor persona, signifique eso lo que signifique, pero tampoco peor.
Llegó el verano -la eterna promesa de viajes y lectura-, y hay que buscar nuevas excusas para no leer todo lo que uno querría. Aquí algunos de los libros que leo, de los muchos que no.
Cuando el Vips era la mejor librería de la ciudad, de Alberto Olmos (Ed. Círculo de Tiza)
Una compilación de sus columnas. Perfecto para leer entre rondas en el chiringuito. Hay camareros que tardan una o dos columnas en servir la siguiente cerveza. Y hay columnas de Olmos que pueden hacer más habitables los chiringuitos: ¿por qué nos peleamos así por unas rabas y un vistazo al mar? “El reseñista de libros tiene que leerse el libro y luego escribir sobre cualquier cosa”, dice Olmos. Y obediente como soy escribo que no he leído nada sobre chiringuitos: ¿algún libro que recomienden sobre chiringuitos? Algo he leído sobre piscinas, playas, veranos. Nada de chiringuitos. Inhóspitos chiringuitos. “Si quieres a Onetti, ve al libro de Onetti; la reseña solo será buena si habla de mí”, dice Olmos. Y de nuevo, obedezco. Aunque la idea no es hacer reseñas, es lo contrario.
A toda máquina, de Dervla Murphy (Ed. Capitán Swing)
Un diario de un viaje en bicicleta de Irlanda a la India. En los años sesenta. Antes de la página 30 le han atacado unos lobos y ha sufrido ventiscas, heladas y accidentes. Su bicicleta se llama Rocinante: y Murphy, claro, es bastante quijotesca. 4800 kilómetros la separan de Peshawar. Entre 96 y 128 kilómetros por jornada de bicicleta. No es solo la aventura, es el estilo de su escritura: ligero como un pedaleo.
Yo una vez quise hacer un viaje en bici, de Ámsterdam a La Spezia (Italia), unos 1400 kilómetros, y ya estaba todo preparado. Todo salvo yo, que tenía la rodilla bastante enferma. Mi plan era poco ambicioso: hacer 40 kilómetros al día. Recibí críticas de un amigo acostumbrado a la bicicleta: “prácticamente te puedes quedar quieto y la propia rotación de la tierra te llevará”. Al final no lo hice, y viendo las vicisitudes a las que te expones, diría que hice bien. Murphy, me olvidaba, lleva una pistola -por si acaso- calibre 25.
Cómo Islandia cambió el mundo, de Egill Bjarnason (Ed. Capitán Swing)
Islandia me interesa muy poco, vaya por delante la confesión: frío, viento, noches demasiado largas o días ídem. Sin embargo, y aquí está el ardid del buen escritor, estoy posponiendo mi vida para leer las correrías de los islandeses. Desde sus inicios, de mitologías y vikingos, hasta su relevancia en la segunda guerra mundial o en la llegada a la luna. De momento no puedo dejar de imaginar a Erik el Rojo, o al primer vikingo despistado que llegó a América (cinco siglos antes que el otro despistado genovés), y fantaseo, en el fogoso Madrid, con navegar los mares del Norte a merced del viento, del mismo viento viejo que empujó los barcos vikingos más allá del último horizonte.
El libro está escrito con afán enciclopédico y humorístico. También poético. Conocimiento, risa y belleza. Qué más quieres. Los islandeses tienen poco peso en el mapa mundial, pero empiezo a sospechar que es porque no quieren tenerlo. Algo así intuía Oscar Wilde: “Los islandeses son la raza más inteligente de la tierra: descubrieron América y nunca se lo dijeron a nadie”.
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