El gran viaje de la vacuna, por Javier Moro

Las pandemias encierran en su horror historias de éxito porque han acelerado el curso de la ciencia

Ilustración Javier Moro

Javier Moro. 

/ Kike Lucas

Desde los albores de la humanidad, las pandemias encierran en su horror historias de éxito porque han acelerado el curso de la ciencia. Todas venían de oriente, como el covid-19. Una de las más temidas era la viruela, que mataba a una de cada 12 personas infectadas y dejaba a los supervivientes con secuelas terribles. Imagínense que el covid fuese tan grave; imagínense el terror. Como cualquier virus, la viruela era muy democrática y afectaba tanto al pueblo llano como a los aristócratas, de todas las razas, etnias y religiones. En España, diezmó a la dinastía de los Habsburgo e influyó en la historia más que cualquiera de los gobiernos.

Ilustración Raquel Marín columna Javier Moro número 509
Ilustración Raquel Marín columna Javier Moro número 509 / Ilustración de Raquel Marín

Sin embargo, la viruela permitió que se descubriese la inmunización. En un manual publicado en 1798, el Dr. Jenner, inventor de la vacuna, explicaba cómo la gente podía librarse de la viruela inoculándose cowpox, es decir, viruela de las vacas (de ahí el nombre). Los opositores más feroces de esta nueva práctica fueron primero los religiosos, cuyo razonamiento era que la viruela era un acto de Dios, y que era blasfemia subvertir el orden de su divina intención. El acto de mezclar fluidos animales con fluidos humanos era considerado (y aún lo es por muchos antivacunas) una corrupción del orden natural de las cosas. El panfleto de Jenner, un éxito inmediato, cayó en manos de un médico militar llamado Francisco Javier Balmis, que pronto se convirtió en el mejor vacunador de Madrid.

Un día fue convocado por el rey Carlos IV a palacio. Los súbditos americanos de la monarquía española se quejaban de que la viruela les dejaba sin mano de obra, y el rey preguntó a Balmis cómo se podría llevar la vacuna a América. Para solventar los obstáculos técnicos —no existía cadena de frío—, el Dr. Balmis tuvo una idea tan descabellada como genial. Propuso al rey llevar la vacuna inoculando el virus de la viruela de las vacas de niño en niño. A los ocho días, cuando al pequeño le hubiera salido un grano, se le extraería el fluido vacunífero para inyectárselo a otro. Calculó que con veintidós niños la vacuna llegaría viva al otro lado del Atlántico. Como ningún padre de familia se arriesgaría a prestar a su vástago para semejante aventura, lo que hicieron fue llevar niños huérfanos.

En aquel viaje iba una mujer, Isabel Zendal, reivindicada hoy como la primera enfermera hispana de la historia por su impecable labor. No se le murió ningún niño. Imagínense los padres confinados estos días por el covid-19 lo que tuvo que ser esa travesía del Atlántico con veintidós huérfanos, de los cuales siete no pasaban de tres años de edad, confinados durante semanas en un velero que escoraba y donde al anochecer no se podían prender candiles por miedo a los incendios. La expedición de la vacuna aceleró la historia de la medicina, como quizás hoy lo haga la pandemia del covid-19 con las puertas que ha abierto la investigación del ARN negativo. Si el inglés Jenner había inventado la vacuna, lo que inventaron Balmis y los suyos fue la vacunación. Y eso supuso el principio del final de la viruela, enfermedad erradicada en 1978. Que nuestros antepasados fuesen capaces de semejante proeza solo puede inspirar a los miles de sanitarios e investigadores que hoy están luchando contra este covid de nunca acabar.

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