Una Venus fluvial, por Luis Pancorbo

Los viajes animan al relativismo, y más si se hacen por el mes de junio, cuando se va hacia el verano o hacia el invierno.

Una Venus fluvial, por Luis Pancorbo
Una Venus fluvial, por Luis Pancorbo

Cuando llega el solsticio de verano apetece tumbarse en una pradera llena de flores. Si es en la isla de Rodas, hay que tener cuidado con el pepino del diablo y sus flores amarillas, que son de lo más tóxico. Lawrence Durrell fue anotando un curioso "calendario de flores y santos" que aparece al final de su libro Reflexiones sobre una Venus marina. Algunas cosas nos suenan familiares. En Rodas se celebra San Juan y se hacen hogueras en el solsticio de junio. Y entre las rocas costeras "la alcaparra muestra sus grandes flores blancas, de largos estambres purpúreos". Con lo que habría que tener cuidado es con el aroma del agnocasto, otra planta con flores de color púrpura, pero que es un auténtico "antiafrodisíaco".

En este mundo que vivimos todo se va pareciendo, así que habría que apreciar la diferencia donde se halle, y a ser posible sin llegar a los extremos de oler el agnocasto. En Rodas fascina la búsqueda de una Venus marina más etérea que el Coloso. En islas entre Australia y Papúa Nueva Guinea los nativos creen en otras piedras, las que llaman Kol. Han sido hombres y por eso caminan. La célebre expedición de Cambridge al Estrecho de Torres, liderada por Alfred Haddon en 1898 -un año no demasiado recordable para España en el Pacífico-, detectó una de esas piedras caminantes en Zaub y otra en Er. Eran la prueba de que lo más absurdo puede ser también algo real, y de que las cabezas humanas, aunque sean las de los antípodas, generan creencias y supercherías sin tregua. No por eso son verdad y todo el mundo tiene que adorarlas. Los viajes animan al relativismo, y más si se hacen por junio, cuando se va hacia el verano o hacia el invierno. Tal vez los viajes sirvan también para cotejar el pasado y el presente. Hay quien viaja a Gabón y Camerún y comprueba que no se ven hombres leopardo por las calles. Eso no quiere decir que las sociedades secretas de África Occidental no hayan existido, ni que algunos nativos no estuviesen convencidos de ser leopardos hambrientos de antropofagia ritual.

Hoy día el viajero por los espacios salvajes, por ejemplo de Canadá, no corre ningún peligro si encuentra indígenas, los mejores conocedores y protectores de la naturaleza. La cuestión es saber cuánto puede durar esa manera suya de mirar el mundo. Según el misionero Le Jeune, los indios de Nueva Francia no daban a los perros los huesos de los castores que cazaban para no humillar a sus presas. Es decir, para que los castores volvieran a permitir la caza de sus congéneres. Lo cual es lo que piensan aún, con sus matices diferenciales, en varias tribus del Amazonas.

Los chukchis del Ártico siberiano eran sorprendentes, como refería el antropólogo ruso Waldemar Bogoras: "Un chamán que visita el país de las ratas constata que viven del mismo modo que los hombres". No menos chocante era el pensamiento de los akamba que aún comparten otros africanos: "Entre los bantús, los muertos conservan a veces su derecho de propiedad". Se diría un mundo al revés, el del "alma primitiva", como reflejó Lucien Lévy-Bruhl, algo que puede parecer finiquitado al occidental. Este hombre tiene la arrogante convicción de que ha ganado la carrera del mundo. Mira para otro lado cuando se están derritiendo los hielos de Groenlandia. Tampoco le entra en la cabeza que cada dos semanas se pierda un idioma nativo de los 5.000 que subsisten en el mundo, según Survival International. Pero lo cierto es que todos seremos más pobres cuando no haya idiomas como el inuktituk de los mal llamados esquimales, con sus decenas de palabras para decir nieve. O para decir verde con los matices de los idiomas de varias tribus amazónicas. Porque no es lo mismo el verde del guacamayo que el de una palmera moriche mirándose en el remanso como otra reflexión de una Venus fluvial.

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