Cuando éramos felices, una columna de Patricia Almarcegui
"Los mantecados de mi abuela eran grandes, redondos y tenían los bordes dentados. Cuando llegaban a Zaragoza, los untábamos en leche con cacao o los comíamos en la merienda con una o dos pastillas de chocolate."
Los dulces se hacían en el horno del pueblo. Había uno y estaba al lado del cine. Las mujeres llegaban a horas diferentes con las masas de las pastas y panes, y los horneaban. Los mantecados de mi abuela eran grandes, redondos y tenían los bordes dentados. Cuando llegaban a Zaragoza, los untábamos en leche con cacao o los comíamos en la merienda con una o dos pastillas de chocolate. Si había habido aún más suerte, nos mandaban los yayos también una tableta de chocolate Pedro Mayo, que guardaban en el cajón de una cómoda y nos dejaban comer cuando íbamos a visitarlos. El pueblo era Larraga y los mantecados llevaban huevos, azúcar, harina y aceite de oliva. A mí me gustaban los más tostados y ver el pueblo a lo lejos encaramado en una colina perfecta.
Mi abuela Emiliana los enviaba a Zaragoza el 3 de febrero, festividad de San Blas. Los mandaba en una caja de cartón en el autobús que venía de Pamplona, pasaba por Larraga y que llamaban, quizá porque corría mucho, “el Flecha”. Mi madre iba a buscarlos a la estación de autobuses de la Avenida Navarra de Zaragoza y nos dejaba en el coche en segunda fila esperando tras el cristal. Abríamos la caja todos los hermanos juntos. En la mesa de la terraza y sacando con cuidado los roscos. Estaban ensartados en cuerdas y formaban cuatro collares gigantes que olían a fiesta y merienda, y que comer recién llegados, era maravilla. Pero antes nos hacíamos la foto. La foto con los collares de los roscos de San Blas en la casa de la infancia de Zaragoza, la foto con los collares de los roscos de San Blas en la casa de los yayos de Larraga.
Nos metíamos los collares por el cuello con cuidado y sonreíamos, a pesar de que eran pesados. Los mantecados colgaban encima del pecho y notábamos subir el perfume de la leña y el aceite de oliva
Nos metíamos los collares por el cuello con cuidado y sonreíamos, a pesar de que eran pesados. Los mantecados colgaban encima del pecho y notábamos subir el perfume de la leña y el aceite de oliva. Si el posado para la foto duraba demasiado, los sosteníamos con las manos. Una vez hecha, podíamos cortar la cuerda y empujar para que salieran y guardarlos en una caja de hojalata. Cada collar llevaba 14 roscos. Ahora leo que para San Blas era costumbre acudir a la iglesia con los collares e implorar al Santo protección contra los males de garganta. Quizá por eso se horneaban collares en el pueblo y se comían en el crudo invierno. La foto, como los collares, el perfume del aceite de oliva y la memoria, es un regalo.
Emiliana nos mira apoyada en el umbral de la puerta de la casa con un aire entre satisfacción y poder. Los cinco llevamos los mantecados al cuello. Son 15 roscos por 5 personas: 75 mantecados de San Blas. Mis hermanas y yo estamos delante. Soy la mayor y no tengo más de 10 años, y mi prima Pili y mi hermano están detrás. Él lleva una camisa a cuadros, “de leñador”. De los troncos que no había en el pueblo porque alguien decidió un día talar los árboles, pero sí quedó uno delante de casa. El abuelo se negó a que lo cortasen y los echó de allí justo después de recibir un hachazo feroz que consiguió curar.
Delante de Emiliana está su silla de enea (qué palabra tan bonita), donde se sentaba con los vecinos al caer la tarde. Hay también cuatro tiestos y dos latas de conserva. En la de aceitunas hay una adelfa. También está la manta en la que nos sentábamos y aprendí tantas cosas que vuelven ahora. Al ver la foto. Las cebollas secas que había que pisar en el huerto, que se llamaba recueja; los espárragos blancos que se cocían y se tomaban tibios; los melocotones abridores que se deshacían entre las manos y sorbíamos; el caballo que montó mi hermano y era ya muy viejo cuando me tocó hacerlo a mí. A mi madre recordando por qué fue tan poco al pueblo: “Nos tiraban piedras. Tu padre venía de fuera”. Y yo miro la foto y pienso, qué familia hermosa y feliz con esos collares.
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