Pueblos clásicos de Huelva en la costa de la fresa

Desde hace cosa de un mes, el bullicio que animaba a la llamada Costa de la Luz se ha mudado a los campos de interior: avanza la fiebre del oro rojo, la campaña de la fresa. La "costa de la fresa", como algunos la llaman, posee una luz, un clima y unos atractivos que cautivan en cualquier época del año.

Pueblos clásicos de Huelva en la costa de la fresa
Pueblos clásicos de Huelva en la costa de la fresa / Lucas Abreu

Es el Algarve ("occidente", en árabe) español. La Costa de la Luz. El último retazo litoral por ese extremo de Andalucía. El más salvaje, todavía; puro y delicado, sin embargo, como pocos. Desde la desembocadura del Odiel a la del Guadiana y la raya con Portugal, playas solitarias y evocadoras (tanto, que han sido escenario de unas treinta películas, algunas tan recientes como La voz dormida) se alternan con otras populosas, marinas y puertos deportivos, nuevas urbanizaciones de color y exuberancia tropicales, campos de golf y algunos núcleos antiguos de hondo sabor marinero.

El más notable de ellos es Ayamonte. Un pueblo recogido y blanco, en la margen hispana del Guadiana, que parece saludar alegremente a sus vecinos lusos asomados a la orilla opuesta (saludar, no vigilar: no hay en la localidad onubense de Ayamonte un atisbo de artimaña defensiva; sí, y muchas, en el lado portugués). Las casas de Ayamonte son de dos tipos: las propias de pueblo andaluz de pescadores, simples y encaladas, y otras con cierta coquetería de villa o chalé de veraneo, que se protegen y recuperan últimamente. Así que el centro urbano aparece como una melée simpática, totalmente peatonal, invadida por terrazas y gente al parecer sedienta: Ayamonte viene a ser el village o downtown de todo este tramo litoral y cosmopolita.

Ayamonte tiene dos vicios confesables: las cofradías religiosas y el pescado. A los de fuera les interesa más esto último, y hay que subrayar que, tanto en barras y terrazas como en manteles más formales, se pueden devorar unas exquisitas variedades a precios insólitos.

A pesar del puente fronterizo cabalgado por la autovía, se mantiene el rito, que gusta mucho, de pasar a la margen portuguesa con el coche sobre un ferry que más parece una barcaza. Además, desde Ayamonte (en complicidad con los amigos portugueses) se organizan excursiones fluviales remontando el río Guadiana, con baño, comida y espectáculo que llenan la jornada.

Las playas de Ayamonte se encuentran situadas en Isla Canela y Punta del Moral. En los mareales que las envuelven se perfila señero, recién recuperado, el molino de El Pintado, un molino de grano que funciona con el flujo de las mareas y que, ahora, puede visitarse. Había bastantes molinos distribuidos por la zona, y ya se piensa en restaurar alguno más.

Isla Cristina va a su aire. Tiene también un casco antiguo chico y muy cuidado, con un casino de los de antes, capillas de cofradías, casas de vago aire fin de siècle... Y, sobre todo, el puerto, muy activo. Especialmente a la hora de comer o de cenar. Los muchos restaurantes que se alternan con las lonjas y despachos de pesca ofrecen piezas pescadas in fraganti, como quien dice, y algunos guisos raros que solo pueden degustarse aquí (hacen virguerías con la raya, por ejemplo). Aparte de eso, Isla Cristina es un lugar vacacional de una cierta prestancia, con hoteles grandes y buenos, y bastante animación playera; el ambiente resulta más bien familiar y mesocrático, o sea, bastante tranquilo. Muy distinto desde luego al de Islantilla, que está al lado. Este núcleo (mancomunidad, técnicamente) se creó en los años 90 del siglo pasado, y la mitad pertenece al municipio de Isla Cristina y la otra mitad, al de Lepe.

La atmósfera es claramente más chic, o lo intenta, con urbanizaciones subidas de tono, mucho jardín y mucha palmera, y hoteles de lujo, como Puerto Antilla Grand Hotel, que son una réplica mejorada de un resort caribeño. El paseo marítimo, amplio y elegante, está separado de la playa por un cordón de dunas y arbustos salvajes que son cosa de milagro. El acceso desde el paseo a la playa se realiza (aquí y en toda esta costa) a través de pasarelas y planchas de madera, todo mantenido con un toque de clase que nada tiene que envidiar a las célebres planches de la villa normanda de Deauville.

El pueblo de Lepe está a una legua tierra adentro. Todo el mundo lo conoce, de nombre por lo menos, por los chistes; en la Costa de la Luz, a los de Lepe les achacan pocas luces. Ellos no lo toman a mal (alguien tenía que cargar con el mochuelo, y aquí no tenemos belgas). Desde luego no deben de tener un pelo de tontos, la prueba es que el pueblo se ha convertido en la segunda población de la provincia, después de la capital, con un 20 por ciento (más o menos) de gente venida a trabajar en el cultivo de la fresa. Un negocio que mueve unos 400 millones de euros al año y ha convertido a Huelva en la primera productora del mundo de fresas. Gracias a cooperativas como Hudisa, Cobella, Campos de Lepe y otras (alguna muy reciente, en alianza con los vecinos portugueses). En Lepe hay más oficinas de money transfer que monumentos propiamente dichos. También hay muchos zampuzos, que son tascas cuyo dueño expende vino de cosecha propia. La campaña de la fresa se extiende de diciembre a julio, y va por años, unos peor que otros, últimamente.

Sin embargo, a pesar del ruido de estas nueces (que ha supuesto que algunos rebauticen a la Costa de la Luz como Costa de la Fresa) no es esa fruta (frutilla, la llaman en América) la fuente principal para las arcas del pueblo sino el turismo. Por las playas, claro está, y los parajes naturales, como las Marismas del Río Piedras o la Flecha del Rompido. Ambas cosas las comparte con el municipio de Cartaya, otro pueblo de interior (a unos nueve kilómetros) que tiene un castillo medieval y dorado, como corteza de pan cubriendo la miga blanca de las casas, que diría Juan Ramón (Jiménez).

La Flecha del Rompido es una de las joyas naturales de la Península, con una lengua o flecha de arena de 12 kilómetros, y que crece 30 metros al año, entre los últimos alientos del río Piedras y marismas mareales (con molinos como Valletaray y otros que se quieren restaurar, y acompañar de observatorio de aves). La barra de arena hace eco a la franja de pinares, sabinas, almajos, lentiscos, caños y brazos por donde han logrado colarse algún ladrillo y hasta yates de medio pelo. Por allí se esconde la playa de Nueva Umbría, virgen y nudista (la única en la provincia). La laguna del Portil, antes perdida, es ahora casi un estanque urbano, con grado de Reserva.

Más hacia el oriente se acusa el desenfreno de los tiempos franquistas, desarrollistas. En Punta Umbría sobre todo; y eso que en realidad este enclave fue descubierto por los mineros ingleses de Río Tinto (una Casa Museo de los Ingleses da réplica a las "casas de salud" que construían con madera, a finales del siglo XIX). Pero salva a la turística localidad de Punta Umbría su puerto artesanal, y la afición, rayana en la gula, por los frutos de la mar. Sigue intacta, intocable, esa luz clara y distinta, cartesiana, atlántica, nacarada, que hizo llamar a estos campos de fresa la Costa de la Luz.

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