Una noche en el Paraíso

Crónica de un sábado en un festival de electrónica madrileño... en el que no echamos de menos el mar

Festival Paraíso
Festival Paraíso / Cedida por el Festival Paraíso

A Madrid le hacía falta pegarse un festival con todas las letras. Después de la travesía pandémica, después de un par de años de tímidos conciertos con mascarilla y distancia de seguridad y, en el peor de los casos, alguien de seguridad vigilando que el respetable no cayera en algo tan criminalizado como bailar, la sociedad capitalina se moría por una saturnal musical, por desenfrenarse en sana comunión melómana.

El pistoletazo de salida lo dio en mayo el Tomavistas, pero dejó una sensación agridulce. Sin duda volvió con un cartelón hecho para el disfrute (algo de mainstream por acá, un poco de millenialismo urbano por allá, algún pope para contentar a los más veteranos, como los mismísimos Suede…) pero dos factores aguaron la fiesta: el lugar elegido, Ifema, es un recinto empresarial abonado al asfalto y a los edificios de cristal que deja poco lugar al solaz veraniego; y, especialmente el segundo día, el sonido se quedó a la altura de la cintura de los presentes, e irritantemente bajo, desterró cualquier posibilidad de esa experiencia inmersiva que uno busca en este tipo de eventos.

Festival Paraíso

Ambientazo al caer la tarde

/ Patricia J. Garcinuno

El Paraíso volvió en junio, y no lo tenía fácil. Para empezar, debía demostrar que Madrid puede ser una ciudad tan adecuada para un festival como cualquier otra, especialmente las costeras que ya han asumido los mega encuentros musicales como parte de su ADN, y que cuentan con la ventaja de la cercanía del mar, algo que predispone más al hedonismo. Y por si fuera poco, jugaba con cartas más arriesgadas: es un festival de electrónica en el que todo cabe bajo el paraguas de esta denominación, pero deja fuera el concepto banda y, con él, cientos de propuestas que suelen garantizar la afluencia masiva.

Cuesta pensar que detrás de este evento esté José Morán, uno de los fundadores del FIB, ese festival convertido hoy en un monstruo de hacer dinero en cuyo cartel todo vale con tal de atraer a la mayor audiencia posible (a poder ser, extranjera). Sin embargo, el promotor parece encantado de volver a sus orígenes, cuando en los noventa el FIB era un festival con aforo para 7.500 personas y llevar a Los Planetas era una apuesta arriesgada porque no los conocía ni Dios.

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Durante la actuación de Lauren Hanson 

/ Aldara ZN

El Paraíso, que ya había demostrado su solvencia en las ediciones prepandémicas, admite a un poco más: 8.500 personas. Y vista la afluencia sumando los dos días (más de 16.000), queda claro que la propuesta de Morán ha dado con la tecla de los gustos de muchos de quienes habitan la capital.

Un 25 de junio para el recuerdo

La jornada del sábado, a la que acudió quien esto escribe, demostró que ni mil pandemias pueden opacar la euforia bailonga de los madrileños. Y que el concepto del Paraíso, además, funciona como un reloj. El Campus de la Complutense, en concreto la zona que queda detrás de la Facultad de Ciencias de la Información, es una vasta extensión verde con espacio de sobra para que tres escenarios no se pisaran el sonido, y para todo el desmelene que cupiera entre uno y otro.

Festival Paraíso

Lauren Hanson

/ Aldara ZN

El aforo limitado a 8.500 personas también fue una bendición: ni colas para entrar en los baños, ni colas para pedirse una cerveza, los dos anatemas clásicos de los macrofestivales. Y por último (aunque en realidad es lo primero), el sonido: lo suficientemente alto para implicarse en ese mesianismo colectivo que es la música tocada antes miles de personas, aun cuando el festival no terminaba a una hora muy católica, y que los bafles no se dieron un resuello hasta las 5.30 de la madrugada.

Pero todo esto no funciona sin un buen cartel, claro está. Y el de la jornada sabatina del Paraíso parecía diseñado con el mismo prurito con que Rob Gordon grababa en High Fidelity casetes con sus canciones favoritas a la chica que le gustaba.

Festival Paraíso

Bradley Zero 

/ Cedida por el Festival Paraíso

La australiana Lauren Hanson se encargó de teñir el atardecer con su techno líquido, inundado en atmósferas tan melódicas como hipnóticas. Le cogió el testigo Bradley Zero, que siempre lleva consigo la escena club londinense, y no bajó la intensidad de su predecesora, lanzando grooves expansivos a un público que empezaba a quitarse las gafas de sol a medida que la noche empezaba a llegar subrepticiamente.

Quienes querían estar repicando y en la procesión se acercaron un rato al escenario Club a pegarse unos bailes con Axel Boman, más festivo y discotequero, y sin abandonar esa pátina onírica que tan bien sienta en los festivales, a esa hora en que uno se resigna a flotar hasta que el cuerpo aguante.

Festival Paraíso

Durante la actuación de Baiuca

/ Aldara ZN

Baiuca marcó el punto de inflexión. Al tiempo que dos cantantes entonaban tonadillas de folclore gallego sobre el escenario, Alejandro Guillén, la persona tras el seudónimo, las subrayaba con pesadas bases electrónicas y melodías futuristas que marcaban el contrapunto, creando piezas únicas profundamente armónicas y de una belleza desconcertante, a base de retales que a nadie se le hubiera ocurrido que pudieran ser compatibles.

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John Talabot y Pional, dándolo todo

/ Cedida por el Festival Paraíso

El festival estaba en lo más alto, y ahí esperaba el plato fuerte para no dejarlo caer: el madrileño Pional y el barcelonés John Talabot hicieron dueto sobre el escenario, dispuestos a no dar tregua: dejaron fuera de sus mesas sus devaneos individuales con la electrónica más reposada y descargaron trallazos techno sobre las miles de cabezas que bailaban salvajemente ante ellos, más de dos horas de bombardeo sónico, de ese que golpea esternones y agita serotoninas.

Seth Troxler fue uno de los encargados de cerrar la noche: es capaz de refundir el techno de Detroit (de donde procede) con el de Berlín y añadirles trazos experimentales de su propia cosecha, manejando beats y loops con inusitada destreza para que el público fluctúe a placer, en una suerte de montaña rusa.

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Seth Troxler

/ Cedida por el Festival Paraíso

No fueron las únicas actuaciones del sábado (varias se solapaban y tocaba decidir) pero sí una muestra clara de que el Paraíso ya se ha consolidado como una festival de música electrónica referente en nuestro país: algo así como un Sónar si le quitas su cara más experimental y te quedas con su esencia más lúdica.

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