Granada tras los pasos de Lorca
La sombra del poeta quedó para siempre suspendida en la tierra que lo vio nacer. En las luminosas huertas, en los nostálgicos cafés o en los miradores que le devolvían “una Atlántida maravillosa”. Cuando se cumple el 125 aniversario de su nacimiento, recorremos los rincones y las atmósferas que se colaron por su escritura.
Fue su amor y su tormento, su gloria y su perdición. Federico García Lorca mantuvo con su Granada natal una relación tormentosa. De apego y de asfixia, de pasión y de suplicio. Pero nadie como el genial poeta supo retratar su belleza, su esencia “apta para el sueño y el ensueño”. La ciudad se coló por su escritura en forma de aromas y de colores, de atmósferas y de costumbres. El embrujo nazarí quedó atrapado en su obra, por cuyas venas corre la sangre de su tierra.
El autor más representativo de la Generación del 27 hizo de esta atracción un poema urbano. El Federico surrealista, el Federico viajero, el Federico de los gitanos no dejó nunca de ser el Federico de Granada. Por eso su huella está presente en la vuelta de cada esquina, en el rumor de las acequias, en las cuestas pronunciadísimas. Ahora, cuando se cumple el 125 aniversario de su nacimiento, recorremos de su mano la ciudad para transitar por su recuerdo.
La hoguera pone al campo de la tarde / unas astas de ciervo enfurecido. / Todo el valle se tiende. Por sus lomos / caracolea el vientecillo
Una ruta por los parajes lorquianos ha de comenzar en los campos de los alrededores. Concretamente en la Vega, una fértil zona de labriego desde la época de los romanos, donde su padre alcanzó gran prosperidad con el cultivo de la remolacha. Aquí se esconde Fuente Vaqueros, el adormecido pueblo que vio nacer al poeta aquel 5 de junio de 1898. Y aquí pervive, custodiada como un tesoro, su casa natal, reconvertida en el que fue el primer museo a nivel mundial dedicado a la figura de Lorca.
“Esta vivienda es mucho más que el lugar en el que el poeta estuvo hasta los nueve años. Es una fuente con la que rastrear aquellos espacios de la niñez que tanto resurgen en sus escritos”, explica Inma Hernández, encargada de los servicios generales del Patronato de García Lorca. Y es que la infancia temprana del poeta estuvo marcada por la naturaleza. Los paseos por la alameda, los caballos, las hormigas, los juncos. Especialmente en los primeros libros, estas vivencias en el campo andaluz alimentaron su poética.
La casa de Fuente Vaqueros recrea el ambiente de la época, cuando Federico era, como él mismo se autodefinía, “un niño de la última fila”, en referencia a su condición de mal estudiante. Aquí encontramos artilugios que son retazos de la vida rural, pero que también remiten al gusto por la cultura que le inculcó su madre maestra. Todo se mantiene intacto, incluido el pasaje que conduce desde la sala del piano hasta la cocina. “Por esta especie de corredor todo visitante ha de pasar agachado”, indica Inma, que recuerda haber visto hacerlo incluso a Leonard Cohen, quien visitó el lugar en cierta ocasión. Tal es la admiración del autor de Suzanne por el poeta, que no solo grabó un disco tributo a su figura, sino que hasta a su propia hija le dio el nombre de Lorca.
Tampoco hay que olvidarse de subir al antiguo granero, reconvertido en una sala de exposiciones que se renueva constantemente. La de estos días consiste en una viñeta gigantesca: la que ilustró el cartel del Concurso de Cante Jondo, del que recientemente se ha cumplido el centenario. Este festival, alumbrado por Federico junto a su amigo Manuel de Falla, supuso una auténtica cruzada: la de rescatar el cante primitivo andaluz para despojarlo de los tópicos tabernarios y elevarlo a la categoría del arte. Más de 12.000 personas visitan cada año la casa natal de Lorca, en cuya trasera se exhibe un mural enorme con su rostro. Se trata de uno de los grafitis del artista urbano granadino El Niño de las Pinturas, dentro de una iniciativa que pretende retratar al poeta en los lugares tocados por su magia. A un paso, el Centro de Estudios Lorquianos guarda todo lo publicado sobre su obra, así como el archivo personal de Ian Gibson, el genial hispanista de origen irlandés que no solo es el biógrafo del autor de Romancero Gitano, sino también de otras figuras tan imprescindibles como Dalí o Machado.
Eres el espejo de una Andalucía / que sufre pasiones gigantes y calla / pasiones mecidas por los abanicos / y por las mantillas sobre las gargantas
Otro lugar innombrable marcó sus años tempranos, cuando la familia abandona Fuente Vaqueros y, tras una breve estancia en el cortijo de Daimuz, se instala en “este pueblecito blanco entre las choperas oscuras”, como lo llamaba Federico para evitar su desafortunado nombre: Asquerosa, resultado de los vocablos latinos Acqua Rosae (agua de rosas). Este caserío con el tiempo pasó a llamarse Valderrubio, no tanto por albergar extensos cultivos de tabaco como por acabar de una vez con el jocoso gentilicio.
Hoy queda la casa en la que los Lorca vieron transcurrir sus veranos, con un teatro levantado en los establos y un holograma en el que emociona ver al propio poeta deambular por las habitaciones. Pero sobre todo queda la semilla que germinó en sus grandes escritos. Muchos aspectos sociales de este pueblo inspiraron sus famosas escenas: las humildes vidas de Romancero Gitano, las mujeres cantando en el río de Yerma, el habla popular de La zapatera prodigiosa. En todas ellas late de fondo Valderrubio.
Pero hay una obra que ha quedado ligada para siempre a este entramado de calles encaladas en el que Lorca proyectó su lirismo: La casa de Bernarda Alba, que existió en la realidad, justo al lado de la de su tía Matilde. Aquí donde Federico escuchaba las conversaciones de Frasquita Alba a través del patio medianero, nació el germen de la historia que más estudios sociológicos ha despertado sobre la condena del luto.
Hoy esta casa se puede visitar. Desde las lúgubres estancias del interior, estranguladas por el ambiente de represión, hasta la corrala donde soplaban aires de libertad cada vez que Pepe el Romano llegaba para verse a escondidas con Adela. La antigua cuadra es ahora una especie de museo en el que analizar esta joya teatral que encierra una reflexión crítica sobre la moral religiosa. Aquí encontramos hasta el cartel de su estreno en Buenos Aires, en 1945, con la compañía de Margarita Xirgu, y casi dos décadas después, el de Madrid, esta vez dirigida por Juan Antonio Bardem y mutilada por la censura.
“Nadie puede comprender a Lorca si no visita estas dos casas de Valderrubio.” Quien habla es José Pérez Rodríguez, conocido como Pepito del Amor. Este hombre de 74 años fue quien ayudó a que ambos ambientes se mantuvieran como él los conoció de niño, cuando recuerda que cogía las peras de los árboles de la familia Lorca. “La ciudadanía es la que ha hecho que esto se pueda conservar”, añade, en referencia a las aportaciones de los propios vecinos.
Granada, calle de Elvira / donde viven las manolas / las que se van a la Alhambra / las tres y las cuatro solas
Así fue Granada para Lorca. Una ciudad “más plástica que filosófica, más lírica que dramática”. Una realidad infinita, abrumadora y eterna, que refleja hasta en el aire su sombra. Porque en cada lugar que frecuentaba, en cada puerta que empujaba, estaba dejando, sin saberlo, el rastro de un poeta único. En 1909 la familia se muda de la Vega a la capital. Del “dulce chopo de oro” a la “ciudad de grises sin esqueleto”. Entre estas calles en las que “se limita el tiempo, el espacio, el mar…”, Federico encontrará luminosas huertas donde escribir sus obras de madurez, cafés donde asistir a tertulias con lo más granado del arte del momento y sórdidos despachos donde, sin sospecharlo, se estaba tramando su muerte.
La Alhambra, cómo no podía ser de otra forma, es el más universal de los lugares lorquianos. Aquí, en el Patio de los Aljibes, al que se accede sin necesidad de entrada, Federico descubrió que el quejío estaba hecho para Granada. Fue en este enclave rodeado de montañas, que envuelven y rebotan el sonido, donde se celebró el Festival de Cante Jondo con la presencia de críticos, humanistas y figuras como la Niña de los Peines y un desconocido Manuel Ortega que se convertiría en Manolo Caracol.
También en la Alhambra, desde la Torre del Cubo, Federico divisaba la ciudad y le parecía ver “el firmamento invertido” cuando la noche caía y se iban encendiendo, trémulas, las luces del Albaicín. Y años después, en la iglesia de Santa María, dentro de este recinto, hasta olvidó su ateísmo para suplicar suerte en su viaje a Nueva York.
A Granada hay que contemplarla desde las alturas, como a él mismo le gustaba. Hacerlo desde el Mirador de la Almanzora, en el barrio de la Churra, donde se despliega la más bella panorámica sobre el laberinto de los cármenes. Estas casas de estilo morisco (con patios, agua y vegetación) fueron para Federico “el secreto lírico de Granada”, el lugar desde el que disfrutarla “entre cal, mirto y surtidor”.
En otro mirador, el de San Miguel Alto, la estatua andrógina del arcángel le inspiró uno de sus poemas. Y en el de San Nicolás descubrió una puesta de sol que tiempo después Bill Clinton describiría como “la más bonita del mundo”. Aquí donde la ciudad se desparrama bajo la Alhambra, a los pies de Sierra Nevada, sintió Federico “que suena la luz, que suena el color, que suenan las formas”.
Para los barcos de vela / Sevilla tiene un camino; / por el agua de Granada / sólo reman los suspiros
Seguir la huella lorquiana por la ciudad implica pasar por la Plaza de Isabel la Católica, donde antaño se alzaba el Centro Artístico y Literario en el que recitó Impresiones y Paisajes. Y tomar unas cañas en el restaurante Chikito, emplazado allí donde estuvo el Café Alameda. Era este el hogar de las acaloradas tertulias de los del rinconcillo, siempre en la misma esquina en la que hoy descansa el poeta inmortalizado en una escultura. También hay que incluir el Hotel Alhambra Palace, donde tuvieron lugar algunas de sus conferencias, y la pintoresca casa de Manuel de Falla, hoy reconvertida en museo, donde esta generación de creadores se congregaba cada domingo.
Pero, sobre todo, hay que visitar la Huerta de San Vicente, la soleada vivienda familiar en la que Federico vio desfilar los veranos de su juventud. En esta casa de campo, que por entonces se extendía por la vega, no solo fue plenamente feliz (“hay tantos jazmines en el jardín y tantas damas de noche que, por la madrugada, nos da a todos en casa un dolor lírico de cabeza”), sino que, además, su creatividad encontró terreno fértil hasta el punto de dar a luz algunas de sus obras más célebres: Bodas de sangre, Doña Rosita la soltera, Así que pasen cinco años...
Esta dicha, sin embargo, quedó por siempre ensombrecida. Tras la sublevación del 18 de julio, Lorca tuvo que abandonarla para refugiarse en la casa del poeta Luis Rosales, que hoy es el hotel Reina Cristina. Días después, entre estos gruesos muros de la Huerta de San Vicente, sus padres recibieron la desgarradora noticia: Federico había sido fusilado.
Cuando yo me muera / enterradme con mi guitarra bajo la arena. / Cuando yo me muera, entre los naranjos y la hierbabuena
Se sabe que, desde la casa de los Rosales, lo trasladaron al edificio del antiguo Gobierno Civil, la actual Facultad de Derecho de la Universidad de Granada. Y que el último aliento de vida tuvo lugar en algún punto entre los pueblos de Víznar y Alfacar. También hay quien ve ráfagas premonitorias en Poeta en Nueva York: “Cuando se hundieron las formas puras / bajo el cri cri de las margaritas / comprendí que me habían asesinado”.
La ruta de Lorca concluye en estos siniestros parajes. En el Barranco de Víznar, repoblado por espesos pinares que encubren las fosas comunes, donde un monolito recuerda que “Lorca somos todos”. En el Parque Federico García Lorca, en la parte alta de Alfacar, donde sus versos se leen en un puñado de cerámicas. En la fuente de Aynadamar, donde el agua del manantial aflora mediante burbujas que tienen el simbolismo poético de las lágrimas por el poeta.
Y como colofón, hay que volver a Granada para despedir a su escultura de proporciones reales en la Avenida de la Constitución. Ahí está, sentado en un banco, con la mirada perdida. A su lado, en letra descuidada, alguien ha escrito: “Entre Víznar y Alfacar mataron a un ruiseñor sólo por querer cantar”.
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