Vilna, la nueva capital cultural de Europa

A unos 300 kilómetros del Mar Báltico, entre boscosas colinas junto a la confluencia de los ríos Neris y Vilnia –del que toma su nombre–, la capital de Lituania guarda en el corazón de su bella arquitectura barroca el espíritu de una ciudad históricamente acogedora y transigente. Casando armoniosamente lo mejor de su pasado con las nuevas tendencias europeas, y elegida –junto con la ciudad austriaca de Linz– Capital Cultural 2009, Vilna se pone al día renovando con entusiasmo su tradicional amor por las artes y la cultura.

Vilna, la nueva capital cultural de Europa
Vilna, la nueva capital cultural de Europa

Vilnius o vilna como la llamamos en español, es lo que ocurre cuando el barroco se adentra en las brumas del norte, y cuando el amor por la arquitectura de los Clásicos se atreve a implantarse bajo las lluvias del Báltico. Vilna es, en palabras del Nobel de Literatura de 1980 Czeslaw Milosz, "una ciudad cuyas nubes parecen una arquitectura barroca que se asemeja a nubes coaguladas". Pero no estamos ante un barroco cualquiera. Como explica el escritor lituano Laimonas Briedis, "su barroco, más que mover el paisaje urbano hacia una concepción neoclásica del espacio, pareció reorganizar la ciudad hacia sus orígenes medievales. Aquí no hay ejes rectilíneos, ni plazas simétricas o visiones cuadriculadas como en las urbes barrocas, donde el espacio se expande horizontalmente. El barroco de Vilna estalla verticalmente, como el humo de un fuego de sacrificios que apacigua a los dioses más que competir con los Cielos".

Lo que sorprende en el centro histórico de Vilna, Patrimonio de la Unesco desde 1994, es la rotundidad de sus múltiples iglesias, la amplitud de sus plazas, la serenidad de sus tonos pastel con una predominante sinfonía de blancos, las visiones de sus colinas boscosas combinadas con sus monumentos, y sobre todo, esa mezcla indescriptible que hace que muchos se empeñen en definirla comparándola con otras capitales europeas. Le han encontrado similitudes con unapequeña Praga , fue denominada la Jerusalén del Norte, y a París le ha copiado a su modo el barrio de Montmartre en el Uzupis o Utopía, distrito que se erige en república independiente para artistas y bohemios del siglo XXI, del otro lado de ese Puente Uzupio donde últimamente se sellan amoríos anudando un candado a la balaustrada y tirando la llave al río.

Según Briedis, "esta urbe no cuenta con ningún canon narrativo, ni ninguna identidad propia al estilo de otras ciudades europeas, ya que los intensos y reiterados cambios geopolíticos que ha padecido a lo largo de los siglos han acabado por desdibujar la línea que separa a un nativo de un extranjero", razón por la que tituló su reciente obra Vilnius, ciudad de extranjeros. En Vilna, cuyo escudo representa al San Cristóbal que cruzó el río al Niño en sus hombros y se convirtió por ello en patrón de los viajeros, todos somos viajeros o extranjeros.

En unión con el reino polaco, Vilna alcanzó su máximo desarrollo en el siglo XVI como uno de los mayores focos culturales y comerciales del Báltico, pero a mediados del XVII entró en una espiral de dominios rusos, alemanes y polacos, que no se calmaron hasta principios de los 90, cuando retoma su independencia y se prepara para pasar a formar parte desde 2004 de la Unión Europea. El edificio de la KGB, que también utilizó la Gestapo, se ha rehabilitado como un pequeño museo de los horrores que jamás deberían repetirse, y el tradicional espíritu de acogida que identificó a Vilna desde sus orígenes vuelve a brillar con toda su intensidad.

En el siglo XIV, el Gran Duque Gediminas invita a un grupo de artesanos alemanes judíos y tártaros, y a dos de las órdenes monacales más poderosas, los Franciscanos y los Dominicos, a establecerse en la recién fundada Vilna para contribuir a su progreso. Sin embargo, la huella más profunda la dejarán los seguidores de San Ignacio de Loyola cuando a mediados de siglo XVI establecen allí uno de sus famosos Collegium de enseñanza teológica y humanista, germen de la que pronto se convierte en una de las universidades más antiguas de Europa. Fundada en 1579, pasa a competir con la de Cracovia, la vieja capital polaca, erigiéndose en núcleo cultural del Báltico. Este inmenso compendio de edificios, surgido a lo largo de los años en torno a múltiples y variados patios -trece en total-, se mantiene como uno de los motores más emblemáticos de la ciudad, a la vez que se convierte en hito turístico. Antes de las devastadoras consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, los judíos europeos tenían un dicho: "Si quieres enriquecerte, ve a Lodz -la pequeña ciudad polaca que despuntó como sede elegida para el desarrollo de la industria textil-; pero si buscas sabiduría, Vilnius -o Wilno como la llaman los polacos- es tu lugar".

Si la sapiencia de Vilna sigue brillando en su famosa Universidad, el alma persiste en su ingente cantidad de templos. A finales del siglo XVIII, para tan sólo unos cuarenta mil habitantes la ciudad contaba con más de 60 edificios religiosos, entre monasterios e iglesias -católicas la mayoría, aunque también existen de otros credos-.

En vilna, admirar iglesias es algo imperativo. Destacan la blanca opulencia de San Pedro y San Pablo, el esplendor interior de la iglesia dominica del Espíritu Santo, la ornamentación rococó del templo dedicado a Santa Teresa, el renacentista aspecto de ladrillo de San Francisco y Santa Bernardina o el encantador aspecto con que Santa Ana interpretó el gótico, utilizando 33 tipos de ladrillo. Más recogida y cargada de simbolismo, la capilla de la Puerta de la Aurora -la única puerta que sobrevivió de las nueve que se sucedían en la antigua muralla- es un buen sitio para captar la devoción que genera la antiquísima Virgen de Ostra Brama.

Pero para zambullirse en algo más prosaico hay que patear la calle Pilies, una de las más animadas, plagada de cafés, restaurantes y hoteles de época cuyos interiores recrean el aspecto más cálido del Medievo, el Renacimiento y el Barroco, y tiendas donde se venden los dos productos más renombrados de la urbe: las prendas de lino y el ámbar, el mítico oro del Báltico que durante siglos cautivó a todas las civilizaciones del viejo Occidente.

La maravilla del inmenso casco histórico de Vilna (360 hectáreas) reside en el acierto con que ha postergado los vanguardistas rascacielos a los barrios del otro lado del río, manteniendo su característico modo de ensamblarse con la naturaleza, con un 46 por ciento de zonas verdes, y consiguiendo así una equilibrada personalidad que hace que la ciudad parezca a la vez intimista y expansiva. Algo que puede comprobarse en los puntos álgidos de Vilna, desde la Colina de las Tres Cruces que guarda la memoria de brutales sacrificios, o junto a la robusta torre de ladrillo rojo que quedó del Castillo de Gediminas, hoy el símbolo oficial de la ciudad. El poderoso lobo de hierro aullando a la luna con la fuerza de cien lobos que apareció en las visiones oníricas del Gran Duque de Lituania Gediminas fue interpretado por su sacerdote como el aviso para levantar el infranqueable bastión inicial.

La leyenda se representa escultóricamente en la Plaza Mayor de Vilna, en ese amplio espacio asimétrico e irregular donde empiezan y terminan las principales calles del casco histórico, y donde encontramos la clave fundamental de su urbanismo: por fuerza tiene que sentirse libre, independiente y original un pueblo que erige como núcleo espiritual de su ciudad una catedral que imita sin disimulo y a lo grande un auténtico templo romano -hechuras que por cierto no dudó en reproducir también el Ayuntamiento, aunque en menor dimensión-. El Estado de Europa que durante más tiempo mantuvo la fe en sus deidades paganas acabó por levantar en nombre del Cristianismo una de las catedrales más sorprendentes con las que se pueda uno topar. Si por fuera asombran sus descomunales proporciones y la altura de las columnas del atrio, dentro esconde uno de los secretos más enigmáticos de Vilna: los cimientos del templo dedicado a Perkunas, dios del roble, el trueno, el rayo y los cielos, equivalente al Zeus griego que fue sustituido por el Júpiter romano.

Hasta bien arraigado el Cristianismo en el continente europeo, aquí ardía día y noche el fuego sagrado de leña de roble. Tal vez a nadie se le haya ocurrido todavía relacionar los reiterados incendios que ha padecido la capital con la extinción de aquella llama que, en caso de apagarse, debían pagar con la vida sus guardianes, pero también es posible que de alguna manera siga viva en la fuerza espiritual que destila esta ciudad serena y sabia, abierta con sinceridad a todo viajero, una ciudad sin complejos ni falsas vanidades, que, como rezan sus folletos turísticos, te permite ser quien seas.

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