Tailandia exquisita

La tailandesa costa suroccidental de Andamán va recuperando poco a poco su calma paradisíaca, redibujando para el turismo el turquesa esmeralda de sus aguas cristalinas y cálidas, la sombra de frondosas palmeras sobre sus finas arenas nacaradas y sus límpidos cielos azules sembrados de unas blanquísimas nubes sin rumbo, reafirmando bajo los brillantes soles de sus mundos kársticos una hospitalidad realmente legendaria.

Tailandia exquisita
Tailandia exquisita

Algunos de los más codiciados destinos de paraísos tropicales se esconden en estas costas de Tailandia. Concretamente, la provincia de Krabi -ubicada a unos 800 kilómetros al sur de Bangkok, y ocho grados por encima del Ecuador- presenta la ventaja de un desarrollo turístico menor, pero sin carecer de los exquisitos lujos a los que se han acostumbrado los buscadores de edenes de nuestra era.

Ampliamente apreciada por los propios tailandeses, la hasta entonces semidesconocida a nivel internacional provincia de Krabi pasó desgraciadamente a primera plana tras el angustioso maremoto que en diciembre de 2004 mostró su devastado litoral en todas las pantallas televisivas del planeta. Hogar de los más antiguos asentamientos humanos del país, y antiquísimo cruce de rutas asiáticas, el interior de la provincia se reserva cordilleras y selvas tropicales apenas exploradas, mientras se llevan la fama sus playas y bahías y un rosario de atractivas islas -más de 130 bajo su jurisdicción- desperdigadas por uno de los mares más brillantes. Desde la portuaria Krabi, capital de la provincia del mismo nombre, durante la estación seca carente de monzones parten a diario transbordadores hacia los anhelados archipiélagos.

De hecho, muchos de los viajeros que se acercan a Krabi lo hacen con la única y sana intención de enlazar desde allí con esos pequeños mundos de atávica paz que el mar aisla y preserva. Y esto sucede muy especialmente durante las frías fechas del invierno europeo, considerando como un extra añadido el disfrute del astro rey precisamente cuando los que se quedan en nuestras habituales latitudes celebran su incipiente triunfo sobre las tinieblas.

La mayoría vuela apresurada a las islas pasando de largo por Krabi, ansiosa por no perder ni un solo día de playa. Ahora bien, los que optan por detener un momento sus relojes en la metrópoli descubren con asombro interesantes e insospechados lugares. Empezando por la bienvenida que nos brinda el pétreo -y ya emblemático- perfil de Khao Khanap Nam, un par de macizos calcáreos que emergen del agua cubiertos de denso verdor como impresionantes ballenas con el lomo incrustado de caracolas. Tras un paseo en barca de 15 minutos, podemos acercarnos a los pies del coloso y penetrar sus misteriosas entrañas de estalactitas y estalagmitas accesibles gracias a una estrecha escalinata creada para tal intromisión.

Mae Nam Krabi es el nombre del río que atraviesa la urbe durante cinco kilómetros antes de desembocar en el mar, bordeado de densos manglares. Durante el siglo XIII la ciudad respondía al nombre de Ban Thai Samor, llevaba un mono en su estandarte y formaba parte de una red de doce villas reales. Cuenta la leyenda que el significado de su nombre ("espada") alude a un enterramiento ritual anterior a su fundación. Hace 200 años, cuando la capital del país se estableció en Bangkok, Krabi quedó como su principal suministradora de elefantes. Si antaño se empleaban por su inmensa fuerza y docilidad para acarrear toneladas de material por todo tipo de terreno, hoy se entrenan -siempre desde los diez hasta los 90 años- para pasear y divertir a los turistas realizando pequeños trucos ingeniosos como un saludo cortés, algún que otro malabarismo con el balón, la interpretación de una melodía con la armónica o incluso la ejecución de un suave masaje tailandés sobre la espalda de quien tenga el valor de atreverse. Adentrarse en la jungla a lomos de Chang in Thai ("el amable elefante") constituye un must por todos recomendado. Cariñosamente llamado "el gran amigo lento", y considerado portador de buena suerte, el elefante se ha convertido por méritos propios en emblema nacional por excelencia.

Moviéndonos un poco por los alrededores de Krabi también podemos descubrir unas cuantas playas interesantes, adornadas con unos enormes peñascos que parecen caídos del cielo en una tormenta de meteoritos, o el decorado virtual de una película de dinosaurios. La de Su-Saan Hoy presenta como extrañeza añadida una costra de conchas fosilizadas del Terciario, recuerdo de remotos orígenes pantanosos habitados por familias de serpientes.

Pero quienes insisten en la búsqueda de una sensación un poco más robinsoniana tienen que alejarse del continente y poner rumbo hacia las islas, donde resulta mucho más fácil imaginar esa desconexión casi total con el ajetreado mundo. Como ya queda dicho, desde los muelles de Krabi zarpan a diario transbordadores con destino al paraíso. Las principales opciones se concentran en torno a dos archipiélagos: las pequeñas Ko Phi Phi -pronunciado "Pi Pi"-, situadas a 40 kilómetros al suroeste, y la gran Ko Lanta, al sur, formada por dos islas casi pegadas y muy próximas a un saliente de la península. El repetitivo Ko (o Koh), como a estas alturas cabe deducir, significa simplemente "isla".

Antes del fatídico tsunami de 2004, las pintorescas islas calcáreas Ko Phi Phi Don -de 28 kilómetros cuadrados- y Ko Phi Phi Le (Leh o Ley) -de tan sólo seis y medio- llegaron a ser el destino más visitado de la costa de Andamán, un récord que quedó desafortunadamente en suspenso tras el fatídico maremoto. Copia fidedigna del más puro edén, y absolutamente idílica, esta pareja inseparable ha sido votada como la tercera isla más bella del mundo.

La principal infraestructura turística se ha implantado en Phi Phi Don, dejando al menos total libertad para el ensueño en la pequeña Phi Phi Le, vacía desde siempre de lugares donde pernoctar, y cuyos montes calcáreos y escénicas bahías aún sin colonizar pueden disfrutarse en excursiones de ida y vuelta. Mientras Phi Phi Don se recupera poco a poco de sus pérdidas arquitectónicas -de las humanas nunca se puede uno recuperar-, la paradisíaca Phi Phi Le conserva intactas sus impresionantes bellezas naturales, e incluso ha visto mejoradas algunas de sus playas tras la catástrofe, como es el caso de la bahía Ao Maya, en la que se encuadró en el año 2000 un nuevo mito hollywoodiense que, aparte de alcanzar los 200 millones de dólares de beneficios, duplicó por diez un tráfico turístico que a punto estuvo de transformarla en una especie de parque temático natural. La razón: sobre sus limpias arenas, Leonardo di Caprio y otros aventureros trataron de hallar su propio paraíso basándose en el best seller del británico Garland titulado La playa .

Pero para vivir un guión más auténtico, con sabrosos tintes tailandeses, la isla también esconde una legendaria gruta cuajada de secretos. Conocida en un principio como Tham Viking, desde 1972 cambió su nombre por el de Tham Phaya Nak (Cueva de la Serpiente), conmemorando con ello una visita de Bhumibol Adulyadej, Rama IX, rey de Tailandia desde 1946, quien descubrió el parecido de una de las rocas con la figura de Naga, la mítica serpiente budista.

Además, una curiosa trama de vertiginosas escalas de bambú dirigidas hacia imposibles oquedades señala uno de los ingredientes más codiciados de la gastronomía china: los inalcanzables nidos que las golondrinas amalgaman con su saliva y se consideran una exquisitez convertidos en sopa. Sagrada para los nativos, esta caverna conserva antiguas pinturas que testimonian valientes travesías de mundanos mercaderes o codiciosos piratas -no se sabe muy bien-, que dibujaron en sus paredes, junto a coloreados elefantes, veleros árabes y europeos, juncos chinos y hasta un barco de vapor, recordando el oportuno refugio que supusieron aquellas costas en las antiguas rutas marítimas para reparaciones y transferencia de mercancías al abrigo de las monzónicas tormentas.

Situado a 20 minutos de navegación de las islas Phi Phi, otro punto importante de anclaje de las grandes rutas marítimas chinas, árabes e hindúes, reconvertido hoy en puerto de soñadores, es el archipiélago de Lanta, un impresionante conjunto de más de medio centenar de islotes dominado por dos grandes islas que constituyen la continuación de uno de los salientes de la península.

Cuando se nombra Ko Lanta a secas, se habla de Ko Lanta Yai, la mayor de ellas, pegada a la cual se encuentra Lanta Noi -pequeña Lanta-, segunda en tamaño e importancia. Toda la oferta hotelera se concentra al borde de las larguísimas playas de los 40 kilómetros del litoral occidental de Lanta Yai, que afortunadamente no se llegan a abarrotar ni durante la temporada más alta. Inicialmente destino predilecto de hippies y mochileros, conserva ciertos tintes de desenfado con alojamientos para todos los presupuestos junto a rincones familiares, pero en los últimos cinco años se ha disparado el nivel de confort con la implantación de buenos hoteles de cuatro y cinco estrellas.

En vez de topónimos de playas, los planos de la isla muestran una sucesión encadenada de nombres de resorts. Aparte de las nuevas tentaciones recientemente inauguradas, todas con spa, en su mayoría se trata de una serie de exóticas cabañas de sobrio espíritu colonial, cuya cuidada y discreta arquitectura interfiere lo mínimo en el paisaje; eso sí, siempre con sus inevitables piscinas adjuntas cuyos intensos fondos turquesas compiten -sin alguna posibilidad de ganar la partida- con los brillantes y matizados esmeraldas del recalcitrante y apacible Mar de Andamán.

Conscientes de que uno de los mayores lujos del edén consiste simple y llanamente en la contemplación del inmenso horizonte, no faltan nunca las consabidas hileras de hamacas frente al mar, a la espera de radiantes soles diurnos y ardientes ponientes crepusculares. Eso también, siempre insinuantes, colocadas por inseparables parejas de dos en dos...

Aunque el gran número de hoteles disponibles puede suponer ciertos quebraderos de cabeza a la hora de decidirse, todos ellos apelan -en todos los sentidos de la palabra- al gran sueño universal, y se diría que en estas islas lo único que importa es elegir bien la tumbona. Las imágenes fotográficas con que se anuncia cada resort confirman de modo repetitivo esa vaga certeza de que existen pocos placeres comparables con un despreocupado descanso horizontal en medio del paraíso. Para ayudar a mantener la plácida postura de todos los modos posibles, se llenan de pétalos los baños, se depositan flores frescas sobre las sábanas y se proponen ancestrales masajes tailandeses destinados a la sanación del cuerpo.

Pero no todo se reduce al dolcissimo far niente , también hay actividades más moviditas y no menos paradisíacas, como dedicarse a explorar sobre escurridizos y silenciosos kayaks impresionantes cavernas marinas absolutamente de película, aventurarse en las frondosas junglas y montañas del interior o descubrir las luminosas profundidades coralinas entre bancos de peces que parecen tintados como batiks, esas coloridas telas con que se teje por aquí el clásico sarong, especie de falda unisex anudada alrededor de la cintura.

También hay que decir que el buceo en este rincón del planeta está considerado como uno de los más atractivos y singulares del mundo. Algunos lo han calificado como un viaje hacia la materia de la que están hechos los sueños, mientras otros recalcan la oportunidad para los novatos de iniciarse en unas aguas cálidas y poco profundas. Algún ingenuo con buenas intenciones, en su afán por alabar estos fondos, los ha descrito como mejor que Disneylandia, y en la misma línea también ha habido quien los ha comparado con mundos únicamente atisbados en los gruta cuajada de secretos. Conocida en un principio como Tham Viking, desde 1972 cambió su nombre por el de Tham Phaya Nak (Cueva de la Serpiente), conmemorando con ello una visita de Bhumibol Adulyadej, Rama IX, rey de Tailandia desde 1946, quien descubrió el parecido de una de las rocas con la figura de Naga, la mítica serpiente budista. Además, una curiosa trama de vertiginosas escalas de bambú dirigidas hacia imposibles oquedades señala uno de los ingredientes más codiciados de la gastronomía china: los inalcanzables nidos que las golondrinas amalgaman con su saliva y se consideran una exquisitez convertidos en sopa. Sagrada para los nativos, esta caverna conserva antiguas pinturas que testimonian valientes travesías de mundanos mercaderes o codiciosos piratas -no se sabe muy bien-, que dibujaron en sus paredes, junto a coloreados elefantes, veleros árabes y europeos, juncos chinos y hasta un barco de vapor, recordando el oportuno refugio que supusieron aquellas costas en las antiguas rutas marítimas para reparaciones y transferencia de mercancías al abrigo de las monzónicas tormentas. Situado a 20 minutos de navegación de las islas Phi Phi, otro punto importante de anclaje de las grandes rutas marítimas chinas, árabes e hindúes, reconvertido hoy en puerto de soñadores, es el archipiélago de Lanta, un impresionante conjunto de más de medio centenar de islotes dominado por dos grandes islas que constituyen la continuación de uno de los salientes de la península. Cuando se nombra Ko Lanta a secas, se habla de Ko Lanta Yai, la mayor de ellas, pegada a la cual se encuentra Lanta Noi -pequeña Lanta-, segunda en tamaño e importancia. Toda la oferta hotelera se concentra al borde de las larguísimas playas de los 40 kilómetros del litoral occidental de Lanta Yai, que afortunadamente no se llegan a abarrotar ni durante la temporada más alta. Inicialmente destino predilecto de hippies y mochileros, conserva ciertos tintes de desenfado con alojamientos para todos los presupuestos junto a rincones familiares, pero en los últimos cinco años se ha disparado el nivel de confort con la implantación de buenos hoteles de cuatro y cinco estrellas. En vez de topónimos de playas, los planos de la isla muestran una sucesión encadenada de nombres de resorts. Aparte de las nuevas tentaciones recientemente inauguradas, todas con spa, en su mayoría se trata de una serie de exóticas cabañas de sobrio espíritu colonial, cuya cuidada y discreta arquitectura interfiere lo mínimo en el paisaje; eso sí, siempre con sus inevitables piscinas adjuntas cuyos intensos fondos turquesas compiten -sin alguna posibilidad de ganar la partida- con los brillantes y matizados esmeraldas del recalcitrante y apacible Mar de Andamán. Conscientes de que uno de los mayores lujos del edén consiste simple y llanamente en la contemplación del inmenso horizonte, no faltan nunca las consabidas hileras de hamacas frente al mar, a la espera de radiantes soles diurnos y ardientes ponientes crepusculares. Eso también, siempre insinuantes, colocadas por inseparables parejas de dos en dos... Aunque el gran número de hoteles disponibles puede suponer ciertos quebraderos de cabeza a la hora de decidirse, todos ellos apelan -en todos los sentidos de la palabra- al gran sueño universal, y se diría que en estas islas lo único que importa es elegir bien la tumbona. Las imágenes fotográficas con que se anuncia cada resort confirman de modo repetitivo esa vaga certeza de que existen pocos placeres comparables con un despreocupado descanso horizontal en medio del paraíso. Para ayudar a mantener la plácida postura de todos los modos posibles, se llenan de pétalos los baños, se depositan flores frescas sobre las sábanas y se proponen ancestrales masajes tailandeses destinados a la sanación del cuerpo. Pero no todo se reduce al dolcissimo far niente, también hay actividades más moviditas y no menos paradisíacas, como dedicarse a explorar sobre escurridizos y silenciosos kayaks impresionantes cavernas marinas absolutamente de película, aventurarse en las frondosas junglas y montañas del interior o descubrir las luminosas profundidades coralinas entre bancos de peces que parecen tintados como batiks, esas coloridas telas con que se teje por aquí el clásico sarong, especie de falda unisex anudada alrededor de la cintura. También hay que decir que el buceo en este rincón del planeta está considerado como uno de los más atractivos y singulares del mundo. Algunos lo han calificado como un viaje hacia la materia de la que están hechos los sueños, mientras otros recalcan la oportunidad para los novatos de iniciarse en unas aguas cálidas y poco profundas. Algún ingenuo con buenas intenciones, en su afán por alabar estos fondos, los ha descrito como mejor que Disneylandia, y en la misma línea también ha habido quien los ha comparado con mundos únicamente atisbados en los mejores anuncios televisivos. En fin, que en cualquier caso no hay que olvidar que estas costas atesoran dos de los ecosistemas más antiguos: bosques del trópico asiático conviviendo junto a guaridas de corales plagados de una inmensa variedad de especies, teniendo en cuenta que estas aguas armonizan los extremos de los límites geográficos de ambos hemisferios -algo inusual en otras latitudes- y que, además, disfrutan de la posibilidad de regenerarse en total libertad durante los meses monzónicos, cuando la superabundancia de plancton y los vientos que encrespan los mares impiden la práctica del buceo y sumen al pequeño paraíso en otro tipo de sueño.

Y quién sabe qué otro sueño fue el que llevó a los reservados gitanos de mar Chao Lay a detener su ancestral nomadismo en la costa levantina de la isla, siendo los primeros en asentarse, hace unos 500 años. Hablan un idioma propio y constituyen una sociedad matriarcal en la que el nacimiento de una niña se considera afortunado y donde hombres y mujeres practican conjuntamente su principal medio de subsistencia, la pesca. Quedan dos poblados originales situados al final de una carretera, pero últimamente su destino parece estar a punto de tomar un giro distinto, ya que las jóvenes generaciones van colocándose poco a poco en puestos relacionados con el turismo. Conscientes del interés que despiertan y de la necesidad de preservarlos como etnia diferenciada, el gobierno ha creado la Casa de Gitanos del Mar, que funciona como centro educacional para visitantes a la vez que evita intrusiones invasoras.

Lo que sí parece del todo inevitable es que la isla refuerce su nueva personalidad de destino netamente playero, pero antes de comprobar hasta qué punto se verá transformada, éste parece el momento idóneo para conocerla, cuando tras tan sólo una década de desarrollo acaba de alcanzar el equilibrio casi perfecto entre autenticidad y valores añadidos, y sin olvidar de momento que el mejor de todos sus valores sigue siendo esa fuerza alquímica y misteriosa con que es capaz de disolver en sus azules cualquier cosa que suene a prisas o preocupaciones. Algunos europeos ya han encontrado su propia fórmula semimágica para disfrutar de este recóndito paraíso durante seis meses al año regentando pequeños bares o restaurantes. Probablemente en alguna de sus visitas se dejaron hechizar por una de las expresiones que más se repite por aquí: sabai sabai, que se podría traducir como "calma, calma" en el sentido de "todo va bien, no hay de qué preocuparse". De hecho, toda Tailandia -el antiguo Reino de Siam- presume con orgullo de sustentar los índices más bajos de enfermedades relacionadas con el estrés; de eso, y de su mítica sonrisa. Si se le llama "el país de las sonrisas" o se habla de la sonrisa tailandesa -así con nombre propio- es porque la de estas gentes es una sonrisa diferente, el reflejo de una actitud de respeto profundo hacia los demás, un afán por limar las asperezas de la vida y un deseo de hacer las cosas agradables poniéndoles sànùk ("gracia", "diversión") para librarlas del tedio rutinario. Algo muy importante, ya que mâi sànùk ("nada divertido" o "sin gracia") se considera uno de los peores reproches.

Después de todo, parece lógico plantearse lo que rezan algunos de los folletos turísticos que hablan de esta zona: ¿por qué perder la oportunidad de rozar milagros en una isla maravillosa?

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