Pipa, la tierra prometida de Brasil con las playas más bonitas del país
Hedonista y desinhibida, esta población playera del noreste de Brasil es un foco de atracción para los surfistas del mundo. Un rincón de naturaleza soberbia en el que las gentes cultivan una alegría contagiosa.
Samba y adrenalina en la divertida costa brasileña de Pipa.
Es a esa hora incierta de la mañana, en la que para unos agoniza la noche y para otros arranca la jornada, cuando Pipa se despereza. Ahí ultiman sus botes los pescadores, dispuestos a salir a faenar, mientras en los bares, al fin, el cierre metálico se desploma y la playa se llena de tablas dispuestas a cabalgar las olas del amanecer.
Estamos en un rinconcito del noreste de Brasil, en el estado de Río Grande do Norte, allí donde el país alcanza su punto más próximo a África. Un territorio que, pese a estar despojado del tirón de otros idealizados destinos, esconde uno de los tramos costeros más espectaculares de la región. En esta franja del Atlántico no solo descansan bellos arenales (algunos asentados en diminutas bahías y otros desplegados en decenas de kilómetros), sino también impactantes desfiladeros, salinas y lagunas de agua dulce, colinas color café e inmensos campos de dunas empujadas por los vientos litorales.
En este privilegiado entorno, la pequeña localidad de Pipa, emplazada a unos 80 kilómetros al sur de Natal (la capital y puerta de entrada), ha sabido combinar la belleza de sus paisajes con una infraestructura de moda que la convierte, literalmente, en una aldea global. “Antes solo se veían brasileiros, pero cada vez se escuchan idiomas más raros. Los gringos se enamoran de nuestro paraíso y muchos hasta deciden instalarse”, señala Marcelo Lledó con una media sonrisa, mientras sirve un contundente desayuno en su cafetería recién abierta.
Y es que, tal vez sea temprano para desvelarlo, pero Pipa es una especie de tierra prometida. Un lugar donde, efectivamente, uno puede quedarse un par de días, una semana o una vida entera. Su aura hedonista y desinhibida ejerce una atracción irresistible. Mochileros, surfistas, música en vivo todas las noches, restaurantes internacionales y buenrollismo playero. Un estilo de vida desenfadado y libre, por el que se cuela la esencia brasileña con su contagiosa alegría. Ahí está la samba, las caipirinhas y los microbiquinis para recordar dónde nos encontramos.
Claro que no siempre ha sido así. Esta zona del extremo oriental, estratégicamente situada, fue un territorio colonial muy codiciado, disputado durante siglos por los franceses, los holandeses y los portugueses, que fueron quienes ejercieron su control definitivo. Después permaneció en el olvido. Tuvo que llegar la década de los 70 para que los jóvenes vieran en estas hermosas aguas, flanqueadas por ristras de cocoteros, el refugio de unas olas perfectas. Pipa, entonces, no era más que una minúscula aldea marinera con las calles sin asfaltar y ni tan siquiera una cabina de teléfono que conectara con el progreso. Pero al calor de surf y su peculiar idiosincrasia, el lugar se llenó de pousadas, bares y restaurantes. Y poco a poco se fue barnizando con un insospechado baño de multiculturalidad.
“Prácticamente no había nada, ese es el recuerdo que tengo cuando llegué a Pipa con mi familia hace más de 30 años.” Lo cuenta Isis Faria Ribeiro, la propietaria del hotel Toca da Coruja, que comenzó siendo un conjunto de cabañas sobre pilotes y hoy es uno de los más sofisticados. Ella apenas era un bebé cuando sus padres dejaron atrás la vorágine de São Paulo para mudarse a este pueblo pesquero en el que todo estaba por hacer. Ahora su complejo, a un paso de la playa, se jacta tanto de su riguroso cuidado al medioambiente como de recoger la herencia colonial en bungalows rodeados de jardines tropicales en los que solo cabe el buen gusto.
Las playas más bonitas de Brasil
Toca da Coruja es una base ideal para descubrir los secretos de Pipa. La asombrosa diversidad de vida marina que atesoran sus playas, que a menudo se cuelan en el ranking de las más bonitas de Brasil. Como la Baía dos Golfinhos, custodiada por acantilados, a donde se puede nadar fácilmente con delfines en libertad. Llegan a diario hasta la misma orilla, mezclándose con los bañistas en un bello espectáculo. También la Praia do Amor, un edén para los amantes del surf que cuentan con un cierto nivel, y la Praia do Madeiro, perfecta para caminar y contemplar a las tortugas en sus zambullidas salvajes.
Pero no hay mejor forma de explorar las maravillas de los alrededores que hacerlo a bordo de un buggy, un miniautomóvil abierto por todos sus flancos y especialmente indicado para sortear las rocas y la arena. Este medio singular se ha convertido en la divertida imagen de Pipa. A ritmo de samba y con un bugeiro al volante, se trata de una inyección de adrenalina con la que sentir el azote del viento, asomarse al abismo desde barrancos escarpados y trepar por los campos dunares para deslizarse después en vertiginosos descensos.
Hacia el norte, la ruta atraviesa las dunas de Genipabu de hasta 50 metros de altura. Hacia el sur, las de Sibaúma, donde las olas rompen mansamente. Al paso saldrán piscinas naturales, el estuario de un río que habrá de cruzarse con el buggy sobre una balsa, lagunas de aguas cristalinas donde practicar kitesurf, miradores como el de Moro Vermelho y parajes estrambóticos como el de Araraquara, más comúnmente conocido como la laguna de Coca-Cola. Todo ello dentro de la Mata Estrela, la mayor reserva de mata atlántica de Brasil, que alcanza unas dos mil hectáreas.
También esta aventura puede abordarse desde el mar. Para ello está el barco María María del simpático Ailton Gomes da Silva, más conocido como Capitán Galego. “Para los habitantes del pueblo, soy el hombre de la doble función: la de barquero y la de chef”, comenta con sorna. Y es cierto. Todo el que sube a su embarcación disfruta de un memorable menú a bordo, con productos frescos que cocina en una miniparrilla. Una labor que desempeña desde hace más de 20 años en los que, afirma con tristeza: “Pipa ha cambiado demasiado”.
Y es que aquí todos son conscientes de que un ilimitado desarrollo turístico podría poner en peligro a los delicados tesoros ecológicos. Algo contra lo que Rafa Santos lucha desde hace años de una manera original. Este artista-carpintero-activista del medioambiente comenzó a diseñar unos carteles con la propia madera que el mar depositaba en la playa. Los pintaba de amarillo y negro porque estos eran los colores de su grupo de capoeira. Y los remataba con mensajes que eran directos y rotundos: si no cuidamos el entorno, este dejará de cuidarnos. Para más intimidación, le añadía unos ojos vigilantes. “Si sientes que alguien te mira, pondrás la basura en los cubos y no la dejarás en la arena. Al menos, eso es lo que yo pensaba cuando veía las playas tan sucias que me lancé a realizar estas señales sin ayuda del Ayuntamiento”, explica.
El caso es que funcionó. Como concienciación ambiental, pero también como arte urbano. En cuanto a lo primero, Pipa es ahora un lugar más sostenible en el que se organizan campañas para que los propios ciudadanos limpien las calles y playas. Respecto a lo segundo, con el tiempo fueron tantos los carteles repartidos por la ciudad que acabaron convirtiéndose en su seña de identidad. Hoy son como una especie de marca registrada con esos ojos que todo lo ven.
Charlando con algunos vecinos de Pipa
Ailton Gomes da Silva, capitán del barco María María
Este “señor multiusos”, como le gusta definirse con su peculiar humor, lleva desde 2002 mostrando los secretos del litoral a bordo de su embarcación. Y lo hace, además, con un sabroso añadido: un exquisito menú de productos fresquísimos que cocina en plena travesía sobre una pequeña parrilla. “Adoro mi trabajo como capitán y chef para el turista que realmente disfruta de las vistas y la gastronomía, no para el depredador que lo destruye todo”, señala, nostálgico de “cuando Pipa era una aldea de pescadores”.
Isis Faria Ribeiro, propietaria del hotel Toca da Coruja
Apenas tenía unos meses cuando llegó a Pipa con sus padres desde la frenética São Paulo. “Simplemente, nos enamoramos de las hermosas playas y los simpáticos delfines”, recuerda. Así decidieron quedarse para montar un diminuto hotel boutique que hoy ha crecido hasta contar con 25.000 m2, tres piscinas y 28 bungalows, dentro de un área reservada. Eso sí, lo ha hecho “respetando el entorno y poniendo en valor la cultura brasileña” en un complejo de sabor colonial rodeado de jardines tropicales.
Rafa Santos, artista y activista ecológico
Empezó casi como un juego, pero hoy todo Pipa está inundada de sus carteles amarillos con los icónicos ojos. La intención era conminar a la gente a no dejar basura en las playas por lo que este activista especializado en el tratamiento de la madera se considera “un artista social”.
Como él mismo explica: “Con mi arte retribuyo a la ciudad por todo lo que ella me da”. Además de carteles, ha creado una especie de ceniceros y casetas para los pájaros. Todo elaborado desde un taller que mantiene abierto al público.
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