Mongolia, reino del Genghis Khan

La figura un tanto airada y con cara de pocos amigos de Genghis Khan es lo primero que se nos viene a la mente cuando pensamos en Mongolia, un país con tres veces la extensión de España y que no llega a los dos millones y medio de habitantes. Ya superados los tiempos soviéticos, Mongolia es hoy un destino que no sólo se ha abierto al forastero sino que lo abraza. El reino de la estepa y de los caballos es un lugar aventurero incluso para los propios mongoles, que ahora, en verano, se reúnen en Ulan Bator, la capital, para celebrar su gran fi esta, el Naadam.

Mongolia, fiesta en el reino de las estepas
Mongolia, fiesta en el reino de las estepas

En julio, cuando explota el corto y espléndido verano mongol, Ulan Bator hierve de preparativos. Se acerca el Naadam, que significa "festival" y que se celebra con un particular boato del 11 al 13 de julio en la capital mongola. Naadam es la ocasión que aprovechan los mongoles para reunirse, para poner a prueba sus músculos en la lucha y esmerar el ojo al disparar sus flechas. Y, sobre todo, Naadam representa el tiempo de cabalgar, de exhibir los caballos, de comprarlos y venderlos, de hacer con ellos carreras hasta la extenuación de los corceles. Y luego lloran si algún caballo revienta, porque para un mongol un caballo es como si fuera un hermano. Todo arranca en Sükhbaatar, la que fue gran plaza roja de la capital en tiempos soviéticos. Es un espacio enorme donde todavía se alza la estatua ecuestre de Damdin Sükhbaatar, el primer comandante en jefe del Ejército popular y héroe de la Mongolia moderna.

Su tumba, copiada del Mausoleo de Lenin en Moscú, recibe grandes coronas de flores cuando empieza el Naadam. Los soldados, alineados en escuadrones a caballo, rinden homenaje a la historia reciente y pasada de los mongoles.

La sombra de Genghis Khan está siempre presente durante los actos. Luego tocan las trompetas, retumban los timbales y arranca una marcha hacia el estadio municipal, donde se inauguran todas las conmemoraciones del Naadam. En cabeza van los jinetes que portan los estandartes, en córceles de crines negras, de las nueve tribus fundacionales de Mongolia, las nueve tribus que unió Genghis Khan.

A partir de ese momento, Ulan Bator se consagra a revivir un pasado nómada, bélico y romántico. Por doquier se celebra comiendo y bebiendo. Resultan interesantes las competiciones de tiro al arco, el tiro de tabas y la lucha mongola, que se llama boj. Por la noche se pueden escuchar conciertos de música mongola. Las orquestas usan violines morin khuur con dos cuerdas de crines de caballo y un remate de cabeza equina.

A veces el sonido del morin khuur evoca el galope de los caballos en la estepa. Y los gemidos de la amada cuando el jinete se aleja. Pero no hay que perderse el khoomi, el cante jondo mongol, como un martinete cantado con la garganta.

Tampoco faltan sones tibetanos, de los que escalofrían al alba, en los monasterios budistas que vuelven a cobrar importancia en el país. Eso se puede ver también de forma profana en la reproducción de las espectaculares danzas tsam inspiradas en las vidas de los lamas. Personajes con máscaras y vestimentas de raso que animan a la gente a unirse a la vía de Buda por unos caminos que son ciertamente tortuosos.

Hay pues donde escoger en Naadam y, por supuesto, en Mongolia, un país en el que por extensión cabrían al menos tres Españas. Mongolia no sólo se ha abierto al forastero sino que también lo abraza. La cortesía del nómada se ha transmutado en hospitalidad, aunque sea pagando y habitando en unas ger, tiendas de fieltro que suelen ser el hotel, salvo en la capital. Pero el atractivo de Mongolia para el occidental no es su pequeño punto aventurero sino lo desconocida que es incluso para los propios mongoles. Hay sitios donde si acaso viven las marmotas, parajes donde las águilas se asustarían de ver a un humano perdido y lagos donde los peces, desconociendo todavía qué es un anzuelo, se lo suelen tragar por sistema.

Antes del año 1991, cuando se produjo la caída de la Unión Soviética, se hablaba de Mongolia Interior (la región bajo dominación China) y Mongolia Exterior, el país que fue satélite de la extinta URSS. Esta última es la Mongolia por la que ahora viajamos en libertad. No se trata de un territorio tan homogéneo como se pudiera creer. Hay por lo menos tres Mongolias distintas, y a cual más fascinante.

En primer lugar está la Mongolia de las estepas, allá donde Genghis Khan oía crecer la hierba. En segundo, la Mongolia del desierto, del Gobi, donde los mongoles son de tez casi negra y donde los camellos bactrianos de dos jorobas son las estrellas del lugar junto a los eventuales huevos de dinosaurios. Y, por fin, la Mongolia menos conocida, la de los lagos y pinares, la Mongolia de la taiga confinante con Siberia, donde los tranquilos renos pacen líquenes y la frescura del ambiente, a veces a dos mil metros de altitud, aconseja abrigarse y temer a los espíritus del bosque.

Pero el país se apareja a estepa. Esa es la Mongolia de los nómadas, de los que han variado poco su estilo de vida desde el siglo XIII, cuando llegaron a su apogeo con Genghis Khan y gracias a sus caballos, en los que hacían de todo, incluso dormir. De los dos millones y medio largos de mongoles, más de la mitad todavía ejercen de nómadas con sus rebaños, total o parcialmente. La mayoría son rebaños de caballos y de yeguas, veneradas por la leche que producen. Y de ahí viene el queso, a veces duro como una suela, o el requesón dulce como un beso en el interior de una tienda de fieltro. Desde luego no hay vida real en Mongolia sin tomar un cuenco de airag, leche de yegua fermentada. El airag refresca y entona, y además no hay otra cosa. Es el único estimulante que podían conseguir los mongoles faltándoles cereales, patatas... algo que destilar. El poco alcohol del airag sube la moral en los largos silencios, que son lo peor de los inviernos de la estepa.

Ahora bien, uno puede tener toda una experiencia mongola de primera mano y a pocos kilómetros de la capital, en cualquier dirección de la estepa que se decida tomar. A veces observas antílopes que escapan rápidamente de tu coche. En tantos sitios encuentras manadas de caballos de capas preciosas. Y oyes el canto suspendido de las alondras a veces junto a lagos cuajados de grullas y bordeados por cientos de marmotas. Luego éstas se hacen en botillo, cocinadas dentro de su propia piel con unas piedras incandescentes. Mongolia está llena de marmotas, sobre todo cuando no hibernan durante el periodo comprendido entre los meses de septiembre hasta marzo. Se cree que en el Parque Nacional Hustai viven unas 25.000 marmotas. Algunas partes del Hustai parecen un queso de gruyère por las madrigueras.

En Hustai se hace añicos la imagen de una Mongolia como un mar de hierba que se pierde a lo largo del horizonte. Hay montes, pinares, arroyos, un aire fresco y oloroso, y, por si fuera poco, no resulta difícil ver en libertad unos caballitos de piel color canela que golpean alegremente la tierra con sus cascos. Parecen hasta felices, y son pequeños sin llegar a los extremos de los ponys. Se los conoce como takhi, en mongol, o como caballos de Przewalsky, por el explorador ruso de tiempos de los zares que los descubrió y llevó hasta Europa. En 1968 el caballo autóctono ya se había extinguido en Mongolia. Menos mal que en varios zoológicos de Europa y América quedaban 54 ejemplares que procedían de los capturados en el año 1900. Gracias a eso se han podido reintroducir los caballos autóctonos de Mongolia, los verdaderos antepasados de un caballo salvaje, anterior a la domesticación por el hombre. Mongolia, por supuesto, no se acaba en cuatro pinceladas. Se podría ir rastreando el budismo tibetano en los renovados monasterios de la capital y en Eerdene Zuu, que significa "Cien Tesoros", el primer lamasterio del país erigido en 1586 y repetidamente destruido y reconstruido. Se podrían visitar las probables capitales de Genghis Khan, las ruinas de Karakorum, y las menos evidentes huellas de Avarga, en la región de Khentii, donde en todo caso sí que fue coronado su nieto Ogedei.

Pero, como suele suceder, un viaje se hace a la medida de tus ilusiones mezcladas con tus posibilidades reales. Por eso, y sin negar desde luego la belleza de las dunas de Khongoryn Els o del Cañón del Parque Nacional Gobi, uno preferiría tales o cuales detalles. Buscar balbal, piedras antropomorfas, o dar tres vueltas en los ovóo, que son como los antiguos milladoiros gallegos, auténticos lugares santos en las encrucijadas y caminos. La gente pone allí ofrendas, algo de dinero o de vodka.

Si no, uno se va a buscar huevos de dinosaurio, aunque los primeros de la historia fueron encontrados en el desierto del Gobi, en al año 1923, por Roy Chapman Andrews, de la expedición del Museo de Historia Natural de Nueva York.

Al final del camino está Khökh Nuur, el Lago Azul, un lugar de bosques donde reinan los lobos y las águilas, y con un monolito que recuerda la coronación de Genghis Khan. Un día que cambio la historia, y no sólo en Mongolia.

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