Luang Prabang, territorio montañoso

La República Popular de Laos, cerrada al turismo hasta el año 1989, esconde en su territorio montañoso, sin salida al mar, y escasamente poblado, una encantadora joya, la apacible ciudad de Luang Prabang. Patrimonio de la Humanidad desde 1995 y bañada por el Mekong, fue capital laosiana y sede de la monarquía, y hoy es el lugar más visitado del país, con decenas de preciosos templos budistas y edifi cios civiles donde la herencia colonial se mezcla con el carácter autóctono.

El templo de Wat Xieng Thong
El templo de Wat Xieng Thong / Álvaro Leiva

En 1995 la República Popular de Laos centró la atención de los medios españoles. No en vano, el fugitivo más buscado por la policía española, Luis Roldán, apareció, supuestamente, en territorio laosiano, tras diez meses huido de la justicia. Luang Prabang, antigua capital del país con 15.000 habitantes y una apacible existencia en mitad de un entorno montañoso, se barajó como uno de sus probables refugios. Por entonces la ciudad comenzaba a duras penas a despertar del letargo en el que había vivido en los últimos años. La escasez y el mal estado de las rutas terrestres y un acceso por río sólo factible en época de lluvias aún la mantenían desconectada del resto del mundo, y sus calles, que habían visto huir a casi una cuarta parte su población tras al llegada al poder en Laos del Pathet Lao o gobierno comunista en 1975, languidecían con muchos de sus edifi cios abandonados.

Ahora, con la mejora de las carreteras que la unen a la capital actual del país, Vientiane, y a China y Tailandia, la ciudad ha visto aumentar el comercio y hoy su provincia es una de las más ricas de Laos. Además, desde que en 1989 el gobierno laosiano decidió dirigirse a una economía de mercado, liberalizar ligeramente su política y abrir sus puertas al turismo, han ido regresando muchos de los que la abandonaron -su población actual es de 25.000 almas-, y han llegado más viajeros. Para ellos se han abierto hoteles, restaurantes... Pero por lo demás, poco ha cambiado en Luang Prabang, y el encanto de antaño sigue respirándose al recorrer sus calles surcadas por un puñado de bicicletas, motocarros y coches y plagadas de templos, donde los lugareños se cruzan con decenas de monjes enfundados en sus túnicas color azafrán. El río Mekong, que discurre a lo largo de 4.200 kilómetros desde sus fuentes en Tíbet hasta su delta en Vietnam, y su afluente, el Khan, siguen bañando la ciudad como en el siglo XIV, cuando el rey Fa Ngum la convirtió en capital de sus dominios, conocidos como la Tierra del Millón de Elefantes y considerados el primer reino laosiano de la historia.

En la confluencia de ambos ríos, una alargada península concentra decenas de edificios históricos que llevaron en 1995 a la Unesco a incluir Luang Prabang en la lista del Patrimonio de la Humanidad. Predominan las construcciones de dos pisos en las que el ladrillo, incorporado por los colonos franceses en sus años de dominio -de finales del siglo XIX a mediados del XX-, combina a la perfección con la madera autóctona, empleada en puertas, corredores o contraventanas. En los locales del piso bajo, agencias de viaje, tiendas de recuerdos, o galerías de arte reclaman la atención del viandante, mientras los restaurantes, alguno con vistas al Mekong, les invitan con su carta a contentar el estómago. No faltarán sobre la mesa el pan francés, si es para desayunar, o el arroz glutinoso, que se come tomando pequeños pegotes con la mano derecha y acompaña a cualquier comida del día. El blanco cereal, pero también los fideos, constituyen la base de la alimentación nacional, aunque los menús incluyen también verduras, carnes de ternera, cerdo o pollo, y pescado, casi siempre de agua dulce -Laos no tiene salida al mar-, condimentados con hierbas y especias. Para acompañarlos, nada mejor que una cerveza local, servida en enormes botellas de 630 ml.

Mayor aún es la concentración de templos en sus calles. Es imposible andar mucho sin toparse con alguno, pues, de hecho, desde que el rey Fa Ngun convirtiera el budismo en religión ofi cial, la ciudad se organizó como una sucesión de barrios levantados cada uno alrededor de un wat o templo-monasterio. Todavía sus distritos se conocen por el nombre de éste: Wat Aham, Wat Mai,Wat That Luang.

Cada mañana los monjes budistas (bonzos), con un enorme cuenco en la mano, salen a pasear entre sus vecinos en busca del alimento que éstos les donan a cambio de mejorar en su futura reencarnación. Y nadie escatima pues, según la tradición budista, todo varón laosiano ha de pasar algún tiempo en un monasterio, contribuyendo con la meditación al bienestar familiar.

En un intento por minimizar el poder del budismo, el Pathet Lao prohibió alimentar a los monjes, al tiempo que se obligaba a éstos, que cumplían a rajatabla su voto de "no trabajar" -precepto del budismo theravada dominante en Laos-, a cultivar tierras y criar animales para subsistir. La iniciativa provocó tal revuelo que el gobierno tuvo que dar marcha atrás. Algo parecido ocurrió con el escudo nacional. Al llegar al poder, el gobierno comunista plantó en él la hoz y el martillo. Años después, dicho símbolo fue sustituido por el gran monumento budista del país, el Phat That Luang de Vientiane.

De entre todos los templos de Luang Prabang, el más espléndido es Wat Xieng Thong. Con cinco siglos de vida, es un perfecto ejemplo de recinto monacal con todos sus elementos, desde el sim (capilla principal) a las stupas o monumentos-relicarios que contienen los huesos de monjes y fieles, pasando por la biblioteca donde se guardan los textos sagrados. Además, su sim, con geniales mosaicos sobre fondo rosado y un tejado a dos aguas que, rematado en sus extremos con adornos flamígeros, desciende escalonado hasta tocar casi el suelo, es el que mejor representa el estilo arquitectónico local, de gran parecido con los templos del norte de Tailandia.

Al budismo se debe incluso el nombre de la ciudad, pues es la unión de "Luang", que signifi ca grande o real, con "Pha Bang", como se denomina a la imagen de Buda más venerada del país. La sagrada fi gura, con 83 centímetros de altura, 50 kilos de peso y fundida en oro, plata y bronce, se exhibe en el antiguo Palacio Real, construido para el monarca laosiano a principios del siglo XX. En aquel momento, Laos estaba ya bajo dominio francés, pero Francia no dudó en mantener en su trono al soberano para servirse de él en sus fi nes coloniales. El edificio, con una entrada hacia tierra y otra enfocada al Mekong para facilitar el acceso a los visitantes que llegaban en barco, es, como casi toda la arquitectura colonial de la ciudad, mezcla de estilos laosiano y francés. En su interior, hoy museo, destaca el salón del trono, con mosaicos que requirieron el trabajo de ocho artistas durante tres años. Eso sí, ahora ya no hay rey para ocuparlo: el último fue depuesto tras la llegada al poder de los comunistas en 1975 y confinado junto con su mujer y su hijo en una cueva al norte del país, donde los tres perecieron.

Y es que el sosiego que hoy reina en la calles de la ciudad, dista mucho de su turbulenta historia. Ansiado a lo largo de los siglos por todos sus vecinos, no tanto por su valor intrínseco,como por su posición ideal para servir de barrera de contención ante posibles ataques, el territorio laosiano vivió uno de sus momentos más dramáticos en los años sesenta y setenta del pasado siglo, durante la guerra de Vietnam. Utilizado por los vietnamitas como ruta de abastecimiento y por las tropas de Estados Unidos como campo para entrenar a sus pilotos, Laos alcanzó el triste récord de ser el país más bombardeado por habitante de la historia. Por fortuna, hoy sólo es necesario ascender a la céntrica colina Phu Si y al templo que la corona, desde el que parte cada abril la procesión del Bun Pi Mai o Año Nuevo laosiano, para que ese triste pasado se desvanezca a la vez que el precioso atardecer diluye, cien metros más abajo, los colores de la ciudad y el verdor que la rodea.

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