Lisboa y los rincones más románticos de la ciudad del fado

Con más de veinte siglos de historia, Lisboa presume de ser una de las pocas capitales europeas que aún conserva todo el encanto de otros tiempos. Cantada por sus poetas y alabada por su luz, la ciudad reivindica su pasado en cada calle, en cada fachada, en cada rincón donde casi siempre resuena un fado. Más que dormir, Lisboa se echa la siesta, mientras el río Tajo la besa con sus aguas ansiosas de océano y Pessoa la recita unos versos. Nada ha cambiado aquí: mercados, plazas y tiendas conforman una postal indeleble.

La Sé y Alfama vistos desde el mirador de Santa Justa.
La Sé y Alfama vistos desde el mirador de Santa Justa.

"Recibí el anuncio de la mañana, la poca luz fría que da un vago azul blanco al horizonte, como un beso de gratitud de las cosas. Casi lloro, viendo aclararse ante mí, debajo de mí, la vieja calle estrecha. Cuando los cierres de la tienda de la esquina ya se revelan castaño sucio en la luz, mi corazón siente un alivio de cuento de hadas verdaderas". Las palabras de Fernando Pessoa, el poeta de la ciudad, acompañan mis pasos en nuestro reencuentro con el barrio del Chiado, ése por el que parece que nunca pasa el tiempo, por mucho que la librería Bertrand, la eterna librería Bertrand como salida de una novela oscura, aproveche los albores del siglo XXI para llenar sus escaparates con el último best seller del escritor Dan Brown. Todo un sacrilegio.

Pero no, no perdamos en ningún momento la calma: la rúa Garrett sigue absolutamente igual. Los turistas hacen cola para retratarse sobre las rodillas de Pessoa en el café A Brasileira. Las tienducas y las casas da sorte abren sus puertas sin complejos entre Zaras, Mangos y otras grandes franquicias de moda europea, y los músicos callejeros animan la tarde que cae. Una joven toca el acordeón a lo lejos, el hippy el pelo con rastas hace ruidos con su flauta, una grabación con fados suena escandalosa por algún rincón. Pasa el eléctrico y aparece, definitivamente, la ciudad de Lisboa. La de los claveles y buganvillas, la del fuerte olor a sardinas y las calles empedradas, la de la ropa tendida en los balcones de casas de fachadas amarillas, rosas, blancas o azul pastel. La Lisboa más clásica y decadente, que parece estar a punto siempre para el desguace, la que nunca se olvida.

Cuando la capital portuguesa fue sede de la Exposición Universal en 1998, muchos fueron los que pensaron que la ciudad por fin cambiaría su filosofía vital para convertirse en la gran puerta de entrada al Viejo Continente y no en la de salida. Que se arrancaría por siempre de su espalda la etiqueta de "rebajas" para dar un nuevo y desenfadado aspecto a sus calles, a sus tiendas y restaurantes, marcando estilo, pisando fuerte. Y, en parte, así ocurrió.

De aquella época surgió otra ciudad, moderna y cosmopolita, en el Parque de las Naciones, en torno a la Estación de Oriente, firmada por Santiago Calatrava, bajo cuyos puntiagudos arcos pasa la Lisboa de traje y maletín camino de la oficina. Una urbe futurista donde acuarios gigantes, torres altísimas, hoteles de lujo y centros comerciales reinventan cada día una nueva visión de metrópoli a la europea.

Pero la verdadera Lisboa sigue ahí, intacta, encerrada en un cuadradito de mapa, entre el Bairro Alto y la Baixa, cercada por calles que suben y bajan como un tobogán a los pies del castelo de São Jorge, tumbada a orillas del río Tajo, o Tejo , que se lanza en brazos del Océano Atlántico bajo su Puente del 25 de abril.

Primer deber cumplido: recorrer Lisboa desde las alturas, sorteando las siete colinas sobre las que se levanta, igual que San Francisco, igual que Roma. Son tantos sus miradores que, de estar todos unidos, podríamos recorrer las calles sin poner un pie en el suelo. Desde el del Monumento a los Descubridores se divisa una enorme rosa de los vientos sobre el pavimento, que nos recuerda el continuo anhelo de mar de sus habitantes; desde el de Santa Luzia, en Alfama, el río y los barrios ribereños; desde el castillo que corona la ciudad, la ciudad toda.

Entre ellos, el preferido de los lisboetas, y también por los turistas, es el de Santa Justa, el elevador con pretensiones de torre Eiffel que se alza elegante en el Chiado, entre tiendas de joyería rescatadas de otra época, o incluso de otro mundo. En el ascensor coincidimos gente de lo más variada: un ama de casa de color -procedente de Angola quizás, o tal vez de Cabo Verde-, un alemán, cuatro españoles, dos americanos y una pareja de portugueses que han decidido sellar su apasionado amor con un beso en las alturas, contemplando las vistas.

Y no es para menos. La panorámica desde la cafetería que se acomoda en la parte final del elevador, a la que se accede por una estrecha escalera de caracol en hierro, produce vértigo y paz, sobre todo si hemos acertado con la hora y está a punto de atardecer. El largo do Carmo se hace pequeño, diminuto. También, la rua Garrett. Imposible escuchar desde aquí ni la escandalosa grabación de fados, ni el acordeón, ni al hippy con su flauta. Todo es silencio... el mismo que encierra entre sus cuatro medias paredes el monasterio do Carmo, que se deshace ante nuestros ojos -ésa es la sensación- una vez cruzada la pasarela del elevador. El templo está en ruinas: así quedó tras el terremoto que asoló la ciudad en 1755. Así quedó para que en la imaginación de todos perdurara la vieja Lisboa, convirtiéndose, sin pretenderlo, en todo un símbolo del espíritu vintage de la ciudad.

El mismo aspecto de edificio de "segunda mano", con columnas sin piel, grietas y heridas arquitectónicas, presenta el convento dos Domingos, que luce costurones tras su austera fachada, a sólo unos pasos de l preciosa Praça do Rossio, con sus quioscos de flores, su fuente, su Teatro Nacional y su estación, más propia de un sueño de Dalí que de una ciudad como ésta, dormida plácidamente en el pasado.

Henrique Sá Pessoa, el chef del flamante hotel Bairro Alto, un cinco estrellas situado en la Praça Luis de Camoes, ya no sabe qué hacer. Su reconocimiento como el mejor cocinero portugués del año 2005 no ha servido para que su restaurante, Flores, consiga tener lista de espera cada noche. Su cocina de vanguardia atrae a turistas japoneses, franceses, italianos... pero, ¿qué pasa con los portugueses? "Prefieren todavía una buena ración de bacalao", dice con resignación. "Me muero por trabajar en España, aunque sea de pinche", sentencia sin sentir pena alguna por la idea de rebajar galones con tal de trabajar con causa.

No es el único. También intentan dar un impulso nuevo a la ciudad los atrevidos propietarios de las tiendas del Bairro Alto, donde lo mismo puedes comprarte un monedero hecho con recortes de periódico que vestidos con una Barbie prendida en el pecho o unos zapatos de tacones imposibles.

Pura filosofía a retales para la zona más alternativa de la capital, excesiva en sus precios, pero tremendamente alegre en sus formas. De noche, es el barrio de moda entre los bohemios, con localitos de copas y cafés mucho más cool -la palabra favorita de los jóvenes- que los que gastan las famosas docas, los antiguos almacenes de pescadores transformados en restaurantes de comida rápida, salas de baile y discotecas, al borde mismo del río. En ellas, en las docas , se mueve, de noche, la juventud de masas, la misma que de día elige para sus ratos de ocio los grandes centros comerciales, donde todo está junto -el aperitivo, el cine, las compras, la cena, las copas...-, tal y como ocurre en el Colombo, en El Corte Inglés, en Amoreiras o en el modernísimo Vasco de Gama.

Resulta curioso. El nombre del navegante portugués está por todas partes: además del centro comercial, hay una torre Vasco de Gama y un puente Vasco de Gama -el más largo de Europa, con 13 kilómetros-. Pero no todo acaba ahí. Sitúese el lector en Madrid o cualquier otra ciudad española, váyase al bar de moda, pongamos que se llama Héroes, y pregunte el porqué de su nombre. Si la respuesta es "en honor a los descubridores del XVI que tanto lucharon para que el país llegase a ser primera potencia mundial"... ¿qué cara pondría? Sin embargo, en pleno barrio del Chiado, esto ocurre. En Heróis, un agradable café estilo lounge, hasta la redondez de las lámparas tiene su propia explicación: "Representan el globo terráqueo, el mundo que, en su día, trataron de conquistar los navegantes portugueses".

Parece que en Lisboa todos tienen bien aprendida la lección de Historia. Nosotros también. Ante tal exal tación patriótica no nos queda por más que mostrar nuestros respetos al ilustre Vasco de Gama: no es fácil que la fama de alguien perdure por los siglos de los siglos. Su tumba se encuentra en el monasterio de los Jerónimos, de estilo manuelino, un arte específicamente portugués vinculado a los descubrimientos. Un gótico tardío, para entendernos.

"Aquí lo mejor está en el claustro", dice un turista español a nuestras espaldas. Y, aunque todo el edificio merece una atenta y detenida visita, es justo reconocerle que está en lo cierto. El claustro, al igual que todo el conjunto, es una obra única, con alas abovedadas y un jardín apacible que mira de frente a la tumba donde yace Fernando Pessoa, cuyo espíritu, de existir el más allá, seguro que se pasea cada mañana libro en mano, como los muchos estudiantes que llegan hasta aquí en busca de un poco de tranquilidad.

También los estudiantes encuentran, algo más lejos, su particular reducto de calma. Y eso a pesar de que entrar en el castillo de São Jorge cuesta ahora tres euros. Su explanada invita a la tertulia espontánea, a la charla entre amigos, al romanticismo de las parejas de enamorados. Es un lugar idílico al que, para colmo de romanticismo, se llega a bordo del tranvía número 28, el de toda la vida, el que asciende por el barrio de Alfama crujiéndole el motor, sin aire acondicionado ni siquiera cuando el termómetro amenaza con reventar. Pero, ¡qué más da! Si uno no se sube en él -apretujado y de pie-, no puede decir que conoce la ciudad de Lisboa.

Tampoco la conoce quien no se pierde durante horas y horas por Alfama y se sienta en alguna de sus tabernas a escuchar fado del bueno, el que se improvisa cuando se bebe una botella de vinho verde. Y eso que el propietario de A Baiuca, una tasca con cuatro mesas y poco más, ha tenido que cerrar sus puertas provisionalmente tras la denuncia interpuesta por una vecina, molesta porque su música se escucha en la calle. "¿Nos hemos vuelto locos? -me dice-. El fado es el alma de Lisboa. Un alma que está en la calle. Es nuestra cul- tura, nuestra forma de entender la vida". Tiene razón. Mario Pacheco lo sabe y, por eso, explota su local, El Clube de Fado, como centro turístico. Esta noche, un japonés se ha quedado dormido casi en el hombro de una de sus cantantes, la más hermosa, que ha conseguido poner al público en pie.

"Hay que aguantarse", se queja el que fuera el último guitarrista que acompañara a la gran Amalia Rodrigues, estrella indiscutible en el museo del Fado que hace poco tiempo fue inaugurado en Alfama. Es, junto al de Carruajes y Azulejos, uno de los pocos museos que, sorprendentemente, tiene la ciudad, en espera de inaugurar de una vez por todas una pinacoteca en condiciones para poder competir con dignidad con el resto de capitales europeas.

Nuno López también se siente un privilegiado. Él es uno de los socios de A outra fauce da lua, una tienda y salón de té que ha roto esquemas en Lisboa. Sus juguetes de latón importados de Holanda y Alemania y sus zapatos de PVC hacen furor entre la tribu trendy, la que viste de reciclaje pero sin derrochar euros, como piden las tiendas del Bairro Alto.

La cosa se está empezando a poner fea. Aquí un joven de 28 años no llega ni a mileurista y ve más que difícil poder comprar un piso a este lado del río. En el Parque de las Naciones, el metro cuadrado ya ronda los 6.000 euros. En el centro o en las inmediaciones de la Torre de Belém, donde se respira el aire más puro, la cosa se eleva hasta un infinito que pocos pueden alcanzar. Jorge, mi guía en Lisboa, es de los que cada día se da de codazos en la estación fluvial Terreiro do Paço para subirse al ferry que lo lleve a Barreiro, el concelho donde está su casa y la de muchos lisboetas, obligados a vivir fuera de los límites de su urbe. El sueldo mínimo está por los 500 euros. Lo malo es que ese sueldo es también el más habitual.

La Plaza del Comercio, junto a la estación fluvial, se abre al estuario del Tajo dando fe de la vocación marinera no sólo de la ciudad sino de todo el país. Por uno de sus laterales se inicia el camino a la Sé -la Catedral-, flanqueada por tiendas de anticuarios si se sigue rumbo a Alfama. Por otro de sus laterales, el que corre paralelo al río, se alcanza el renovado mercado da Ribeira, revitalizado hace unos años con una tienda de artesanía, una librería, una vinoteca y un restaurante en su planta superior. En la inferior, Lisboa nos muestra todo su aroma, su sempiterno aspecto de mujer provinciana. También su sabor, dulce, a pastel de nata, al que siempre apetece hincar un diente, y también a amargo limón. Doña María se ríe mientras posa para nuestra cámara.

A la salida, tenemos la certeza de haber encontrado la verdadera esencia de Lisboa: su sencillez. Repasamos a Pessoa: "¿Qué misterio ha habido. Nada: el ruido del primer tranvía, como un fósforo que va a iluminar la oscuridad del alma". El tranvía nos recoge y nos devuelve al centro de la ciudad, deslumbrados por la luz que rebota en los cristales. La luz, auténtico patrimonio cultural y simbólico de la capital portuguesa. Esa luz que pinta las casitas de Alfama, se baña en las fuentes de la Baixa, se hunde en los cafés del Chiado y asciende por el Bairro Alto para ahogarse al fin en el río. Se oculta el sol, y Lisboa cierra los ojos. Un duermevela constante del que nunca despertará por mucho que Dan Brown amenace en las listas de ventas a los poetas de la urbe, por mucho que los japoneses no aguanten despiertos un fado, por mucho que volvamos a buscar diferencias de un año para otro como si, de verdad, las quisiéramos hallar.

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