Escocia, país de las leyendas

Escocia tiene una personalidad tan marcada, que no pasaría desapercibida ni aunque lo intentara. Sus señas de identidad –el "kilt", el whisky de malta, sus clanes y fantasmas...– la convierten en un lugar único. Caer en el tópico es un riesgo, aunque importa poco cuando se tiene el privilegio de echarse a sus solitarias carreteras para inventar rutas con las que aspirar esa atmósfera a caballo entre lo salvaje y lo sobrenatural que empapa su geografía.

Escocia, país de las leyendas
Escocia, país de las leyendas

Dicen de los escoceses que son tacaños. Ellos, que lo niegan, alegan que en todo caso se les podría tildar de " prudentes con el dinero "; algo fácil de entender visto el pasado de guerras y carestía que acarrean a sus espaldas los hijos de estas tierras tan duras y tan al norte. No contentos, sus vecinos del sur también les tachan de supersticiosos y pesimistas, pero es raro encontrar a alguien a quien no le caigan bien los escoceses..., incluso antes de conocer al primero. Porque su fama de pueblo divertido, hospitalario y cálido les antecede, al igual que a este extremo septentrional de Gran Bretaña también le anteceden sus historias de fantasmas y clanes, sus paisajes de acantilados y lagos barridos por las brumas o sus estampas de castillos posados sobre paisajes de cuento y de gaiteros luciendo pantorrillas bajo el kilt mientras se ganan unas libras tocando por alguna esquina de las calles de Edimburgo.

Las tierras escocesas se extienden por un espacio de dimensiones no muy distintas a las de Castilla-La Mancha, pero hasta ahí les llega el parecido porque, exceptuando el derroche de castillos en una y otra, Escocia no podría ser más opuesta a los dominios por los que campaban El Quijote y Sancho Panza.

Tres de sus cuatro puntos cardinales están lamidos por mares pavorosos -el Atlántico o el del Norte-, que se baten contra las playas y acantilados que orlan un litoral agreste y bellísimo de 10.000 kilómetros salpicado por casi 800 islas, que en su mayoría están deshabitadas. El verde constante es, junto a su medio millar de campos de golf, la única bendición que ofrece a cambio de su clima de mil demonios. Las destilerías de whisky en las que poner al mal tiempo buena cara superan el centenar, y ríos salmoneros y lagos o lochs atraviesan campiñas, páramos líricamente asolados por los fuertes vientos y picachos sobre los que preside el Ben Nevis, el más alto de Gran Bretaña con sus 1.344 metros.

De querérsele sacar algún otro parecido castellano, habría que agarrarse a la abundancia de ovejas, que también es otra constante del paisaje escocés, junto a las graciosas vacas de pelo rizado que pastan a orillas de solitarias carreteras comarcales por las que es una delicia conducir pasados los meses más rigurosos del invierno. Ciertamente hay más que personas y en algunos rincones, como en las aisladísimas Shetland, su desproporción es de campeonato: frente al medio millón de ovejas bien orondas que suman estas islas, más próximas al Ártico que a Londres, hay apenas 25.000 sufridos habitantes que, además de ver poco el sol salvo en verano, son escoceses de chiripa. Porque no fue hasta el siglo XV cuando, al no pagar la corte danesa la dote de una princesa casada con un rey escocés, éste decidió quedarse con las Shetland y, de paso, también con las Órcadas; ambas de herencia vikinga y dos de los destinos más remotos y fantasmagóricos del ya de por sí remoto y fantasmagórico periplo por las tierras de Escocia.

"Dolly", en la lista de iconos nacionales

De hecho, una oveja -aunque no una cualquiera sino la más famosa del planeta- ha pasado en los últimos tiempos a engrosar la nutrida lista de iconos escoceses. Se trata nada menos que de Dolly , el primer animal clonado, que hoy luce disecada en el Royal Museum de su ciudad natal, Edimburgo, y que rivaliza con símbolos como Nessy , el monstruo del Lago Ness. Cuando en algún pub local se escucha a un feligrés de barra jurar por San Andrés, santo patrón de estos territorios, que vio al famoso plesiosaurio con sus propios ojos, uno lo achaca a las buenas cervezas y mejores whiskys que da esta tierra. Sin embargo, y muy a pesar de que los científicos se nieguen en redondo a reconocer su existencia, cuando se escucha contar la misma historia a orillas del lago, pegado a las inquietantes ruinas del castillo de Urquhart, y, sobre todo, si se tiene la fortuna de no coincidir con demasiados de los muchos turistas que el bicho atrae cada año, uno llega a hacerle algo más de caso a las otras voces que consienten en admitir que, si no un dinosaurio, bajo las aguas profundamente negras y lisas como un plato del Lago Ness podrían morar criaturas de lo más extraño.

Y es que en Escocia hasta el más descreído llega a creérselo casi todo. Las brumas que devoran sus lomas de brezo, las nubes bajas arrastradas por un viento terco como pocos o los perfiles mordidos por el musgo de un castillo o una abadía en ruinas sirven de terreno abonado para que kelpies, sidhies, duendes y todo un elenco de seres prodigiosos que habitan lagos y bosques hayan decidido mudarse a estos parajes. Y si además se ha tenido el acierto de empaparse de la historia de Escocia, sembrada de luchas entre los clanes de sus Tierras Altas, de batallas sangrientas en nombre de su independencia, de hambrunas y de plagas, entonces será también más fácil creer en las historias espeluznantes que se cuentan sobre los fantasmas que, aseguran, vagan al anochecer hasta por el último de sus castillos.

Escenarios románticos y sobrenaturales

Poca mella parecen haber hecho en el imaginario colectivo los iconos nuevos y rompedores con la idea legendaria y hasta sobrenatural de Escocia que ha ido surgiendo en los últimos tiempos. Lo intentó sobre todo el mundo sórdido de la película Trainspotting , que protagonizara el ídolo Ewan MacGregor, basada en el libro del también escocés Irvine Welsh y ambientada en el Edimburgo de los suburbios. El rock del escocés a medias Rod Stewart, y hasta el buen hacer del 007 más aclamado de todos los tiempos y escocés de pro, Sean Connery, podrían también haber contribuido a que su país se distanciara algo del sambenito de los tartanes, las gaitas y el misterio. Pero no parece que haya mucho que hacer: el paisaje de leyenda que arropa cada centímetro de su geografía resulta más compatible con el romanticismo de las novelas históricas de Walter Scott o los poemas de Robert Burns, o con otros pilares de su cultura como Robert Louis Stevenson y su tenebroso Doctor Jekyll, o Arthur Conan Doyle, creador de las intrigas de Sherlock Holmes .

Las Lowlands, tierra de batallas y abadías

Incluso su último hijo adoptivo, Harry Potter , concebido en sus primeros momentos por la inglesa J.K. Rowling en un café de Edimburgo al que acudía a escribir porque le salía más barato que tener la calefacción de casa todo el día encendida, bebe del embrujo que revolotea por estas tierras.

Y hasta cuando Hollywood se ha fijado en Escocia parece haberse propuesto que el país de los clanes y los castillos no se desprenda ni de uno solo de sus aderezos históricos, aunque para darle más emoción si cabe al asunto haya tenido que hacer alguna que otra trampa, como perpetró sin mucho escrúpulo Mel Gibson en su Braveheart . Porque los historiadores se echan las manos a la cabeza por las muchas licencias que la película se concede al recrear la rebelión contra los ingleses del héroe nacional William Wallace, aunque todos coinciden en que sus cinco Oscars y sus otras cinco nominaciones fueron la campaña de promoción turística más eficaz que se le podría haber regalado a este país.

A pesar de que la unión definitiva de las coronas inglesa y escocesa llegara en el siglo XVI de la mano de un rey escocés -Jacobo VI, hijo de María Estuardo-, las rivalidades con sus vecinos del sur salpican las páginas de su historia. Victorias frente a los ingleses logradas en la Edad Media por héroes como Wallace o Robert the Bruce en las inmediaciones del espectacular castillo de Stirling se trenzan a lo largo de los siglos con episodios tan sangrientos como la batalla de Culloden, en la que el ejército inglés derrotó en 1746 a los fieles a Bonnie Prince Charles, dispuesto a recuperar la corona para los Estuardo. Esta derrota, cuya tristeza aún inunda el páramo próximo a Inverness en el que se libró la masacre, hizo que las tierras de los clanes pasaran a la corona y que los tartanes fueran prohibidos durante casi un siglo, aunque hoy estos tejidos -con los estampados y colores propios de cada clan- vuelven a estar muy presentes y no hay fiesta escocesa o ceilidh en la que los hombres no luzcan apuestísimos sus kilt .

Las Lowlands o Tierras Bajas, al sur de Escocia, aparecen sembradas de huellas de viejas escaramuzas con los ingleses, como las abadías -algunas en ruinas debido a los saqueos- de Melrose, Dryburgh, Kelso o Jedburgh, en la región de los Borders; escenarios llenos de misterio como la capilla de Rosslyn, en la que se ambientó parte del rodaje de El Código Da Vinci , y castillos tan imponentes como el de Culzean, al filo de los acantilados, o, más al norte, el ya mencionado de Stirling y el de Glamis, en el que vivió su niñez la difunta reina madre. También en esta región aparecen las sosegadas cumbres de los Trossachs -todo un señuelo para los senderistas hoy y morada antaño de Rob Roy, el Robin Hood escocés-, así como lagos de la belleza del Lomond y el Katrine, e hitos como St. Andrews, el aristocrático pueblo que ejerciera de capital eclesiástica y ciud ad universitaria y que también puede presumir (y lo hace) de ser la cuna del golf.

La frontera del emperador Adriano

Algo del todo asombroso y muy próximo a las Lowlands puede visitarse antes incluso de cruzar al lado escocés. Se trata de una primera línea divisoria, trazada en el siglo II, con lo que después sería Inglaterra. El emperador Adriano, incapaz de reducir a las tribus del norte, mandó construir cerca de la frontera actual con Escocia un muro con el que proteger las tierras conquistadas. La estructura más importante erigida por el imperio romano en las islas británicas todavía resiste parcialmente en pie entre Bowness-on Solvay y Wallsend bajo la protección de la Unesco, que la ha reconocido como Patrimonio de la Humanidad, aunque a duras penas puede ponerla a salvo de la afluencia de turistas que siguen su curso en los meses de verano.

Pero si algo hay del todo imprescindible en las Lowlands son los dos principales núcleos urbanos de Escocia. Reconocida como una de las ciudades más embrujadoras de Europa y merecedora en consecuencia de no menos de dos días completos de visita, Edimburgo, su elegante capital, constituye por méritos propios un destino en sí mismo que urge acercarse a conocer incluso cuando no se dispone de tiempo para recorrer el resto de Escocia. Domi- nada por las poderosas hechuras de su castillo, desde sus alturas se derrama el entramado medieval de su ciudad vieja, sus aristocráticas plazas de arquitectura georgiana o su arteria principal de la Milla Real o Royal Mile , que dibuja un hermoso itinerario hasta culminar en el palacio de Holyrood y, también, en su flamante Parlamento, que se restableció en 1999 tras haberse disuelto hace cerca de tres siglos y que queda albergado por un revolucionario edificio rubricado por el arquitecto Enric Miralles.

Menos espectacular, aunque considerada el mejor prototipo de urbe victoriana de Escocia, la secunda Glasgow, famosa por su ambiente, su empuje comercial, sus museos -como la Burrell Collection- y, también, por su rivalidad ancestral con Edimburgo, que hace que los vecinos de una y otra hagan del contrario el objetivo más mordaz de sus chistes.

Las Highlands, las señas de identidad

Hacia el norte y el oeste de Stirling, la puerta histórica de acceso a las Highlands o Tierras Altas, se abre este tarro de las esencias de la Escocia más romántica. Es aquí donde es más probable que llegue a oír hablar en gaélico y de donde proceden esas señas de identidad que han contagiado de tal forma al resto del país y que han llegado a nuestros días convertidas en el paradigma de lo escocés.

No se sabe a ciencia cierta por qué ni cuándo los clanes comenzaron a vestirse con kilts y tartanes, pero de lo que no hay duda es que los primeros lo hicieron en las Highlands. Igualmente se originaron por estos pagos las danzas en las que los jóvenes, ataviados con el traje regional, saltan increíblemente alto al son de tambores y gaitas, y los juegos en los que forzudos en falda escocesa compiten entre sí en pruebas dignas de Hércules, como el lanzamiento de piedras o troncos descomunales, que se viven por todo lo alto tanto en las fiestas pueblerinas que se suceden en verano como en eventos tan elitistas como el Braemar Gathering, al que acude sin falta cada primer sábado de septiembre algún miembro de la familia real desde que, en 1848, la reina Victoria se desplazara desde su castillo favorito -el vecino Balmoral- para asistir por primera vez a tan singular espectáculo.

Cerca de allí vive el escurridizo Nessie y se producen los famosos whiskys de malta, con numerosas destilerías abiertas al público a lo largo del valle del río Spey. También sus silenciosos páramos y brezales se abren a carreteritas solitarias por las que llegarse a pueblos pesqueros del encanto de Fort Williams, bajo la cima del Ben Nevis y a tiro de piedra de las laderas de Glencoe, de las que se sirven senderistas y esquiadores, según marque la temporada.

Y si no queda tiempo para abarcar sus muchos tesoros, habrá de tomarse una decisión radical: virar hacia el Este para extasiarse ante la idílica ruina del castillo de Dunnottar, el escenario de la versión de Zeffirelli de Hamlet , que sobrevuelan las gaviotas que anidan en sus acantilados; o poner rumbo al Oeste y, de camino a la inspiradora isla de Skye, detenerse a contemplar la estampa serena del magnífico castillo de Eilean Donan. O seguir siempre al norte y permitir que esa sensación de ir arrimándose al filo del mundo vaya creciendo hasta dejarse arrastrar por el vértigo de los picachos y los farallones que se adentran al mar en esa última frontera de John O''Groats, bajo la que retozan las focas.

Síguele la pista

  • Lo último