Benarés la ciudad más hindú de la India

Benarés tiene un poder especial: siempre sorprende, aunque se haya visitado multitud de veces. Es la ciudad más hindú de la India, la más antigua también, una urbe donde perviven rituales que no han sufrido modificación a lo largo de los siglos y que se encuentran casi siempre vinculados al Ganges, el más sagrado de los ríos.

Benarés y el gran río de la fe
Benarés y el gran río de la fe

Cada vez que visito Benarés es como si fuese la primera vez que lo hago. Sin embargo, he visto turistas que se han marchado a las pocas horas de haber llegado, incapaces de soportar el choque con esta ciudad arcaica y misteriosa. Otros, sin embargo, quedan subyugados por el espectáculo que ofrecen sus callejuelas y la vida en sus ghats, esas escaleras monumentales de piedra que se hunden en las orillas como raíces gigantescas, sellando así la unión de Benarés con el Ganges, el más sagrado de los ríos. La mayoría de los peregrinos que se bañan al amanecer han caminado por toda la India durante semanas o meses para venir a sumergirse en estas aguas sagradas y purificar así su cuerpo y su alma. Cada cual aporta como ofrenda una lamparita de aceite, el símbolo de la luz que acaba con las tinieblas de la ignorancia. Inmersos hasta la cintura en las aguas, permanecen inmóviles, completamente absortos en sus oraciones.

Las mujeres, envueltas en saris empapados, ofrecen guirnaldas de flores al Ganges. Grupos de fieles se sumergen durante largo rato; luego se frotan el cuerpo con jabón, se enjuagan la boca y escupen. Sentados en la orilla, los ancianos -las piernas cruzadas, los ojos cerrados- están ensimismados en sus meditaciones, ajenos al trajín de hombres, vacas, burros y cabras que pasean por arriba. Varios santones salmodian un mantra ritual. Gruesos brahmanes recitan ante un círculo de fieles versos de las escrituras védicas. Estudiantes practican ejercicios de yoga y de control de la respiración. Todos esperan la renovación del milagro diario, la aparición del disco de fuego que surgirá de las entrañas de la tierra, el sol, fuente de la vida. Cuando su aureola despunta en el horizonte, las cabezas se giran con fervor. Luego, para agradecer el milagro, los fieles le hacen al sol una ofrenda de agua del Ganges, dejándola correr lentamente entre las manos entreabiertas, en un gesto de adoración.

Recuerdo que en uno de mis viajes acompañé a un grupo de monjes budistas en un paseo matutino. Acompañábamos a un gran maestro tibetano, un hombre de edad avanzada, que parecía un gnomo. Acababa de pasar tres años en un retiro en la montaña y ardía en deseos de verlo todo. Risueño, lleno de energía, insistió en que le acompañáramos a ver los delfines blancos del Ganges. Sólo se muestran al amanecer, dicen, y no todos los días. Pocos espectáculos en el mundo son comparables a la visión de Benarés al alba. Los templos y los santuarios, los ashrams y los palacios, que bordean el río en una extensión de cinco kilómetros, refulgen al sol naciente y se reflejan en las aguas. La ciudad se extiende en una sola orilla, sobre la cual los maharajás, a lo largo de los siglos, han edificado una serie de pabellones y palacetes, auténticos centros de la fe, abiertos al infinito de la otra orilla, a la que nunca se va, la ribera maldita que sufre los desbordamientos enloquecidos del rey de los ríos.

En lo alto de los "ghats" bulle el drama terrestre de la vida y de la muerte, lo que hindúes y budistas llaman samsara. Desde la perspectiva del agua, la visión es distinta: una visión de liberación. Como La Meca, Jerusalén o Roma, Benarés es un faro que atrae a hombres ansiosos de eternidad. Desde hace 2.500 años, peregrinos y sabios como el Buda Gautama, el hindú Mahavira o Shankara han venido aquí a transmitir sus enseñanzas. Es la ciudad de la fe. "Benarés es más antigua que la historia, más antigua que la tradición", escribió Mark Twain. La continuidad de sus tradiciones culturales y religiosas es su rasgo más extraordinario, y el que la sitúa en un lugar aparte de las demás ciudades del mundo. Aquí, poco ha cambiado desde el siglo VI a.C. Si nos aventuramos a imaginar la Acrópolis de Atenas viviendo al son de las tradiciones rituales de la Grecia clásica, nos podemos hacer una idea de la increíble tenacidad de la vida de Benarés. Hoy en día, la vida en Atenas o Jerusalén transcurre de manera distinta a los tiempos de la antigüedad. Lo asombroso de Benarés es que aquí la vida sigue prácticamente igual.

Por supuesto que hay agua y electricidad donde antes no había más que pozos y lamparitas de aceite. Se pueden comprar trajes de moda y utensilios de latón en las mismas tiendas que durante siglos han vendido sedas y bronce. En el centro, la estrechez de las calles ha mantenido la modernidad a raya; obviamente la composición del tráfico ha cambiado, aunque no su intensidad. El caos circulatorio se rige por un pragmatismo antiguo y terrenal. Los peatones ceden el paso a las bicicletas, que a su vez ceden el paso a motocicletas, y éstas a ciclorickshaws. El tamaño es lo que cuenta: lo pequeño deja paso a lo mayor. El peso de la tradición está representado por la reina de la calle: la vaca. Todos la rodean con circunspección.

Las mismas leyes se aplican al tráfico fluvial, aunque a esas horas de la mañana eran pocas las barcas sobre el río. Después de un recorrido hasta la otra orilla y cuando estábamos dando vueltas sobre las aguas del Ganges, el viejo monje pegó un grito, la mirada lanzando chispas de ilusión infantil. Señala a lo lejos con el dedo. De entre las ondas tranquilas surgieron tres delfines, como por encanto. El barquero hizo un gesto de satisfacción, como diciendo que tuvimos razón en escucharle, hay que despertarse pronto si uno quiere verlos. Ver delfines produce siempre cierta euforia. Frente a esta ciudad desparramada en la orilla, la emoción se hizo aún más intensa, porque uno no se explica que puedan vivir delfines en un río tan contaminado. Pero allí estaban, y no eran blancos sino rosas, y con un morro redondo, porque son delfines de agua dulce.

Cuando regresamos a la orilla, nos cruzamos con una barca que llevaba el cuerpo de un difunto envuelto en un sudario y cubierto de flores. En medio del río, los parientes, después de recitar unas oraciones, empujaron el cadáver al agua, que se hundió creando un remolino moteado de pétalos de flor. Benarés, la ciudad más rebosante de vida del planeta, es también y ante todo la ciudad de la muerte. Esta urbe nos recuerda siempre que la muerte es parte de la vida. Está presente en sus orillas, en las calles, en los olores que despiden las columnas de humo de las cremaciones, en los remolinos de agua que producen los cadáveres al hundirse.

Dicen que el exotismo es lo cotidiano de los demás. Es difícil descifrar lo cotidiano en Benarés, porque esta ciudad encierra la quintaesencia de la cultura hindú. Por ejemplo, lleva tiempo descubrir que esos gruesos pandas-brahmanes que dominan los ghats, sentados en bancos de madera bajo sombrillas de bambú, administran las necesidades de los peregrinos. No sólo preparan los baños rituales, untan de tilak (pasta de sándalo) la frente de los devotos y vigilan la ropa de los que solicitan sus servicios mientras éstos rezan en el Ganges sino que además van a recoger a los peregrinos a la estación, les buscan alojamiento o les invitan a sus casas. A menudo la relación entre pandas y peregrinos continúa a lo largo de las generaciones: los descendientes de una misma familia de pandas se ocupan de los descendientes de una misma familia de peregrinos.

¿Cómo entender a esos personajes extravagantes, vestidos de naranja, con el pelo largo y trenzado, que pasean con un tridente en una mano y un cubo de agua en la otra? Se les oye gritar en las calles de Benarés mientras van de casa en casa pidiendo limosna: "¡Ma, anna do!". Son los sanyasis, hombres que han renunciado a la vida mundana, que han abandonado sus casas y se han metido en un ashram a estudiar y a meditar. Pero los más fascinantes de entre los sanyasis son los aughurs, que no sólo han renunciado al mundo sino que también han decidido subvertir sus valores. Los aughurs frecuentan los lugares de las cremaciones, duermen sobre tumbas, comen y beben en recipientes formados por media calavera humana y cocinan su comida en las hogueras de la cremación. A los aughurs se les ve fácilmente en tiempos de monzón, porque se congregan en los monasterios de la ciudad. Una vez acabadas las lluvias, desaparecen otra vez por las distintas rutas de la India.

Aunque pocos se convierten en santones, el peregrino hindú que viene a Benarés ha dejado su hogar y se ha lanzado a los caminos con sus escasas pertenencias a cuestas. La meta es espiritual, ardua, difícil de conseguir. El largo viaje es una especie de ascetismo en el que el trayecto es tan purificante como el destino. A su manera, el peregrino hindú es también una especie de renunciante. Dejarlo todo y seguir la vía espiritual constituye su máxima aspiración.

Morir en Benarés es para todo hindú la bendición suprema. Si la muerte le sorprende en un perímetro de sesenta kilómetros alrededor de la ciudad, Shiva, su divinidad tutelar, lo libera del ciclo perpetuo de las reencarnaciones y permite que su alma se funda para la eternidad en el paraíso de Brahma, el dios supremo, el que simboliza el principio de la creación del universo. Es la razón por la que tantos hindúes, al sentir su fin próximo, viajan hasta aquí para recibir a la muerte.

Las callejuelas que dan a la explanada de las cremaciones suelen estar bloqueadas por un embotellamiento de cortejos fúnebres. Cada litera que transporta a un difunto se detiene frente a una ventanilla donde los parientes declaran a un empleado de la municipalidad la identidad del desaparecido y la causa de su muerte. El destino final del estrecho pasadizo hace la fortuna de numerosos puestos y tiendas alineadas a lo largo del recorrido y especializadas en venta de sudarios, de collares de flores, de polvo de sándalo y otros artículos funerarios. Hay tiendas que venden las famosas sedas de Benarés bordadas de hilo de oro, un lujo que solamente los ricos pueden ofrecer a sus muertos. Por encima de la multitud sobresale una litera con un baldaquín lleno de claveles de la India.

Siempre resulta sobrecogedora la visión de la explanada donde arden las piras funerarias; un decorado de fuego, humo y muerte. Los empleados de la cremación pertenecen a la casta de los doms, la más baja e impura, porque sus miembros viven del comercio de la muerte. Son hombres de piel oscura, delgados pero capaces de llevar en brazos gruesos haces de leña, de colocar largos troncos y de preparar nuevas piras. El jefe de los doms parece un director de orquesta, la gran orquesta de la cremación, el ejecutor de las pompas que preparan a los hindúes para la inmortalidad. Se mantiene siempre cerca del símbolo de su poder y de su rango, un altar en forma de fuente donde arden las brasas del fuego que usa para prender las piras funerarias, y del cual él es el supremo guardián. Camillas de bambú llegan sin cesar, cada una con un cuerpo envuelto en sudarios de color o blancos. Aparentemente insensible al macabro espectáculo y al olor de carne quemada, la gente va y viene de hoguera en hoguera. Sobre los peldaños, los barberos afeitan meticulosamente la cabeza de los parientes de los muertos, mientras las familias cantan mantras y pandas tripudos discuten el precio de sus servicios sacerdotales. Vacas, burros y cabras se comen las guirnaldas de flores sobre los lechos mortuorios; perros color ceniza buscan algún hueso que haya escapado a la incineración; los cuervos vuelan en picado para atrapar residuos.

Sorprende que no haya escenas desgarradoras, ni llantos descontrolados. La tranquilidad y hasta el silencio con el que se realizan las cremaciones resulta chocante para un occidental. Pero lo que puede parecer una falta de reverencia o de emoción frente a la muerte no es más que un aspecto de la fe hindú. Para ellos, el final de esta vida no es más que el principio de la siguiente. Además, existe la creencia de que llorar trae mala suerte al difunto: es como un lastre que obstaculiza su liberación total. Porque Benarés, cada día, quiere ofrecer a sus muertos la liberación suprema.

El atardecer es otro momento que en los ghats se hace inolvidable. Sobre las escalinatas, unos indios con dedos nudosos dan masajes tonificantes a extranjeros y peregrinos por unas cuantas rupias. El masaje suele durar mucho tiempo, y uno se empapa de los ruidos, de los cantos, de las oraciones, de los olores a incienso. Tumbado como un muerto, nadie presta atención alguna. Parece el paraíso, hasta el momento en que uno empieza a rascarse, y luego a ver puntitos negros a ras de suelo. Entonces la realidad te arranca de la ensoñación. Los ghats están completamente infestados de pulgas.

Da igual, la magia de Benarés nunca cesa. Es tan poderosa que las incomodidades personales se olvidan enseguida. Cuando el sol desaparece en el horizonte, surge un mugido de cientos de caracolas. Comienza otro de los ritos de Benarés, la puja, el culto al crepúsculo. Al oír este llamamiento, en cada peldaño, en cada plataforma al borde del Ganges se ven celebrantes con el cuerpo cubierto de ceniza que agitan sus campanillas, símbolo de la vibración cósmica primordial. Luego hacen a los dioses la ofrenda de los cinco elementos: el agua de las olas sagradas, una flor como símbolo de la tierra, una lámpara de aceite que simboliza el fuego, una cola de pavo en forma de abanico como símbolo del aire y, al final, el quinto elemento de la tradición hindú, "el que lo envuelve todo", un trozo de tela. Al ritmo de los tambores, los gongs y las campanillas, la ceremonia se prolonga a medida que la oscuridad envuelve este lugar eterno, esta urbe hecha de fervor y de esperanza.

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