Belfast y Derry, las ciudades del Ulster

El norte de Irlanda lleva años mirando con resignada envidia la agreste línea costera de su vecina Escocia, y como si de un sueño se tratase, el horizonte parecía hablarles de un futuro en paz. Hoy el Ulster estrena con alivio su tan ansiado porvenir. Mientras en el interior de sus ciudades la pintura cicatriza viejas heridas, en las calles el alma hospitalaria de los irlandeses barre cualquier signo de temor. El norte de Irlanda resucita con bullicio ayudado por dos ciudades activas y vanguardistas: Belfast y Derry. Ambas convertirán al visitante en cómplice de este renacer.

Belfast y Derry
Belfast y Derry

Suenan las campanas de la Catedral de Belfast, la ciudad amanece esperanzada y la actividad comienza a ganar la partida al silencio. Entre decenas de pasadizos empedrados por centenarios adoquines nacen cada mañana multitud de coquetos cafés que, en cuestión de segundos, abren sus puertas y exhiben orgullosos sus pizarras negras donde pueden leerse las especialidades del día. En el aire huele al delicioso pan de soda típico de la ciudad. El camarero le dirá que el desayuno dura todo el día en Belfast. Por eso el pan es tan importante y lo han elevado a la categoría de delicatessen, con una variedad digna de envidia. Pan de pipas, pan de tomate, pan de plátano... todos están buenísimos. Tómese un par de cafés y descubra junto a ellos que un día más la normalidad ha venido a dar los buenos días. Agradecidos, los habitantes de Belfast disimulan como pueden su sorpresa y ponen su empeño en reconstruir una urbe que hace menos de diez años dividía con alambradas los barrios católicos de los protestantes.

La legendaria hospitalidad irlandesa hace acto de presencia y la ciudad comienza a explicarse como un libro abierto ante los ojos sorprendidos del visitante, que, lejos de llevarse sólo un puñado de fotos, se llevara además un trozo de ilusión en el alma y un montón de anécdotas, ya que a los norirlandeses les gusta hablar y están más que dispuestos a contarle la historia de Belfast en forma de recuerdos personales o heredados de sus antepasados. Así descubrirá que el nombre significa "desembocadura", y comenzará a prepararse para lo que significa visitar un enclave con un río -el Lagan- que casi casi roza las olas del mar.

Gastronómicamente hablando, la oferta de pescado fresco es abundante, variada y apetitosa. Además, comprobará que cada norirlandés lleva dentro un marinero. Por ello, todos le sugerirán que visite los astilleros, donde, entre otros, se construyó el malogrado Titanic. Hoy uno de sus proyectos más ambiciosos es convertir aquella fábrica de transatlánticos en un centro dedicado al ocio y la cultura. Durante los próximos quince años sus alrededores se transformarán radicalmente y darán paso a una modernísima zona donde no faltarán hoteles de lujo, restaurantes, centros de convenciones, cines y un sinfín de propuestas, todas ellas inspiradas en el mar. De momento, ya se puede disfrutar del Odyssey Arena, una gigantesca sala de conciertos que Belfast disfruta sin parar.

Su aventura particular puede comenzar en el barrio que rodea a la Catedral de Santa Ana, un entramado de callejas adoquinadas donde los victorianos almacenes de grano se han ido convirtiendo poco a poco en atractivos restaurantes, modernas galerías de arte o vanguardistas tiendas de ropa y complementos. No muy lejos se encuentra el embarcadero de Donegall, uno de los lugares de la urbe que más ha cambiado en los últimos años. Su rehabilitación, junto con la limpieza del río Lagan, es motivo de orgullo y admiración para los habitantes de Belfast, que, sin duda, ven en ello un ejemplo a seguir. Como metáfora conmemorativa se encontrará con un enorme salmón de cerámica presidiendo la entrada a los muchos centros de ocio del embarcadero. El salmón, que es uno de los peces menos adaptables a la suciedad del ambiente, vuelve a nadar en las aguas del Lagan y tamaña conquista ha de celebrarse. Allí, en este meandro de la ría está el Waterfall Hall, un gigantesco centro de ocio, de clara influencia norteamericana, donde no faltan los restaurantes temáticos.

Pero lo que da nombre a este barrio es su curiosa catedral, un edificio de larguísima construcción al que todavía le falta la torre. De estilo romanesco, fue diseñada por el aclamado arquitecto irlandés sir Thomas Drew. Su primera piedra data de 1899, pero hasta 1981 nadie consideró que la catedral estaba terminada. En su interior destacan las coloristas vidrieras, y fuera, el palpable afán de Belfast por conseguir de una vez la ansiada torre y poner así punto y final a la demorada construcción del templo.

Caminando por Victoria Street, llegamos a una de las curiosidades de Belfast más fotografiadas: la Torre del Reloj, erigida en 1867 en memoria del príncipe Alberto, marido de la reina Victoria. La torre, que en la distancia puede recordar al Big Ben londinense, cuenta con una peculiaridad: está inclinada un metro. El fangoso subsuelo de la ciudad norirlandesa tiene la culpa, pero hasta que no se caiga o amenace con hacerlo, a los habitantes de Belfast les encanta presentarla como su pequeña Torre de Pisa.

Para terminar el recorrido, seguimos bajando por Victoria Street hasta llegar al Mercado de San Jorge, una sorpresa culinaria de altos vuelos. La variedad de productos es herencia del pasado marítimo de Belfast, adonde llegaban exquisiteces de todo el mundo.

Otro barrio interesante y de obligada visita es el que rodea al Ayuntamiento, un edificio victoriano que este año celebra su centenario con exposiciones que le ayudarán a entender mejor la vida de la ciudad. La escalinata de mármol italiano merece la pena. Y ya metidos en ambiente, nada mejor que dar una vuelta por sus elegantes alrededores. Allí se concentran los restaurantes más trendy. La gente guapa de Belfast se pega por conseguir una mesa en The Apartment, un exquisito local donde el diseño compite con su suculenta oferta gastronómica. Si tanta modernidad le abruma, dirija sus pasos a The Crown, el pub más antiguo de la ciudad; tanto, que no tiene luz eléctrica y tendrá que saborear su cerveza a la luz de un fantasmagórico conjunto de velas y lámparas de gas. Opte por el menú afrodisíaco, el más típico de la ciudad, pinta de Guinness y ostras, todo un lujo para el paladar... funcione o no lo que promete.

Aunque para darse un capricho de verdad tendrá que acercarse a la zona sur de la ciudad, la milla de oro, según la han bautizado sus habitantes, el lugar donde lo exquisito es una consigna y el diseño una obligación. Casualmente es también la zona universitaria, así que el bullicio se mezcla perfectamente con la oferta cultural y las nuevas tendencias. Alrededor de la Universidad de Queen y de Lisburn Road se concentran algunos de los lugares más vanguardistas y emblemáticos de la nueva Belfast.

Tómese un café en el coqueto Great Hall de la universidad y comience a abrir boca para lo que le espera. No muy lejos podrá hacer divagar su mente entre plantas exóticas y detallistas filigranas verdes en el aristócrata Jardín Botánico, uno de los más interesantes de Irlanda. Si prefiere saber qué es lo último en arte, son numerosas las cuidadas galerías que saldrán a su paso; y si lo que quiere es llegar a casa con un diseño único, apueste por las tiendas de Lisburn Rd.

Precisamente allí se encuentra la mejor tienda de Belfast, B+9, diseño autóctono y delicado donde los precios son casi accesibles. Los precios también son asequibles en los numerosos bares de la zona, rehabilitados muchos de ellos al gusto de los estudiantes que los frecuentan y llenos a rebosar de buenas vibraciones. Pruebe una pinta de Guinness helada en The Globe, o atrévase con el marchoso The Fly Bar, ambos muy recomendables. Para una noche larga, nada como Shine o M-Club, dos todoterrenos de la pista de baile donde volverá a comprobar que el buen humor de los norirlandeses dura las 24 horas del día.

Antes de seguir su ruta por el Ulster, busque el horizonte dentro de Belfast. Para su sorpresa verá que desde cada punto se puede ver el campo, porque la urbe se encuentra en el Valle del Lagan y los edificios victorianos de la ciudad nunca interfieren con el verde de sus alrededores. Es como un reclamo constante, y a los norirlandeses, amantes de la vida al aire libre, les apasiona el dato, y en breve le sugerirán darse una vuelta por los alrededores de la ciudad. La campiña norirlandesa no defrauda y nos vamos hasta Derry.

Ya en la urbe de Derry, las torres de sus muchas iglesias parecen acurrucarse en la distancia junto a un meandro del río Foyle, ajenas al resto del mundo y tremendamente celosas de su intimidad. Si bien esta primera impresión no es equivocada, una vez pisemos sus calles veremos que Derry no busca la protección en las aguas de su río sino en los casi dos kilómetros de muralla que desde el siglo XVII han abra zado a la ciudad convirtiendo su centro en una joya para los amantes de los núcleos urbanos, donde el tiempo parece haber pasado de largo. Tanto es así, que al epicentro de la zona amurallada se le conoce como The Diamond (El Diamante). Este es el barrio principal de Derry, el corazón que bombea bares, restaurantes y vida social a una ciudad que pasea 1.450 intensos años de historia con el dinamismo y la ilusión de una chiquilla. Quizá por eso popularmente se la conozca como la Ciudad Doncella, aunque pronto los lugareños nos explican que el sobrenombre también viene porque nadie consiguió nunca cruzar sus murallas; por cierto, las últimas que se construyeron en Europa. Hoy son las mejor conservadas de Irlanda y el símbolo de la coqueta y paseable Derry (para los unionistas protestantes, Londonderry).

Queda claro que lo primero que se debe hacer para tomar el pulso a Derry es recorrer sus murallas, un agradable paseo en el que invertiremos más o menos una hora de nuestro tiempo. Desde allí tendremos el privilegio de los pájaros y podremos ver desde otra altura sus muchos puntos de interés. Uno de los más llamativos es el Guildhall, un elegante edificio de ladrillos rojos y preciosas vidrieras de colores. El lugar, antigua sede de la Administración Británica, tristemente famosa por su política de discriminación hacia los católicos, ha sido objeto siempre de los odios republicanos, tanto que en 1972 fue dos veces bombardeado por el IRA. Hoy pretende ser un centro cultural para toda la comunidad, aunque a los católicos les cueste verlo con buenos ojos.

Sentimientos más pacíficos ofrece la perspectiva de la Catedral de San Colombo, construida a mediados del siglo XVII, un templo de típica construcción irlandesa que desde las murallas recorta su austera silueta de granito gris contra el azul del horizonte. Y es que en el horizonte de Derry está casi siempre el agua, pues el río Foyle divide a la urbe, pero también perfuma sus orillas de olor a mar abierto. Una vez más el norte de Irlanda abraza su pasado marítimo.

Durante nuestro apacible paseo por las murallas descubriremos que originalmente la ciudad tenía cuatro puertas, pero con los años dos fueron añadidas. En una de ellas se encuentra hoy el internacionalmente aclamado Museo de la Torre, un centro dedicado a explicar de manera amena la historia de la urbe, desde su fundación como monasterio allá por el siglo VI hasta los sangrientos enfrentamientos del Bloody Sunday. El edificio constituye un ejemplo de elegancia y modernidad, construido en cristal, madera y acero y hoy ejemplo para muchos arquitectos. Para los españoles cuenta, además, con una nostálgica curiosidad: la exposición permanente dedicada al naufragio y posterior recuperación de uno de los buques de la muy vencida Armada Invencible, la Trinidad Valencera, un barco que se hundió frente a las aguas de Derry en 1588 y que con grandes dificultades fue recuperado en parte durante el año 1971. En el museo todavía pueden verse algunos de sus centenarios objetos, así como el modo en el que muchos de ellos fueron rescatados de las aguas.

La histórica Derry regala al viajero muchos momentos de placer y curiosear por sus callejuelas o pasear por los alrededores del río Foyle representa una buena cura antiestrés. Pero si la lección de historia que usted busca es menos bucólica, tendrá que regresar mentalmente a los turbulentos años 70. En enero de 1972, unos 20.000 católicos salieron a las calles protestando por el encarcelamiento sin juicio de muchos activistas católicos. Los soldados británicos abrieron fuego contra una multitud desarmada y, como resultado, 14 personas, casi todas varones menores de 30 años, perdieron la vida. La tragedia que se bautizó como "Domingo Sangriento" -Bloody Sunday- ha hecho correr ríos de tinta, y sus imágenes, que han dado la vuelta al mundo, están hoy recreadas en los muchos murales de Rossville Street, un museo al aire libre donde los norirlandeses pretenden aprender de sus errores. Prueba de ello es que la última está pintada conjuntamente por niños de escuelas católicas y protestantes, un tributo a la recién estrenada paz y un recordatorio constante de que ésta es posible.

Por fin, un ansiado y más esperanzado futuro ha llegado a las hermosas tierras del norte de Irlanda y sus ciudades lo han vestido de gala.

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