Buenos Aires, música y palabra por Carlos Carnicero

En San Telmo sienta cátedra el tango, que es ahora casi más oficio de los extranjeros que vienen a estudiar en las milongas.

Casi todos los misterios tienen su explicación; incluso en Buenos Aires. El primero que reclama resolución es la causa profunda del atractivo de la ciudad. Tal vez el resto de Argentina ofrezca observatorios privilegiados y únicos, al norte y al sur; territorio sin fin. Pero Buenos Aires es otra cosa. Una mezcla de grandeza y miseria, de música y de palabra; de barrios cochambrosos y magníficas construcciones increíbles en Latinoamérica, como confirmación de que sus dirigentes siempre quisieron ser unos adelantados de Europa. Y el puerto, quintaesencia de la ciudad, que siempre permitió la ensoñación de que había un viaje de vuelta.

Allí empezó todo, en La Boca y en San Telmo, hasta que la ciudad se separó del río por las fiebres crueles, sobre todo la del año 1871. Y cuando los que tenían posibles huyeron de la vereda del río de La Plata, nació la música en los conventillos, donde se apilaban los supervivientes y todos los que iban llegando del continente europeo en oleadas sucesivas hasta bien entrado el siglo XX.

Nostalgia, lamentos, querencias, amores, desafíos. Y el tango se hizo cuerpo por la influencia de mil arribos: desde luego, la canción napolitana, el candombe y el danzón, pero también la influencia alemana que sentó plaza con el bandoneón. Desde entonces, Buenos Aires es un recipiente especial y esencial para la música de todo el mundo.

En 1933 se construyó el Teatro Gran Rex, imprescindible habitáculo para el amor de los porteños con la música. Tres mil trescientas butacas en tres alturas de un edificio racionalista que resiste la especulación inmobiliaria, sobre todo porque es símbolo y esencia de la capital argentina: por allí pasan todos los años los más grandes. Y el público, que es acreedor de un sentimiento de gratitud histórico por la música, raramente decepciona: se mezcla con el espectáculo, agota las peticiones de bis hasta romperse las manos aplaudiendo y sale a la calle Corrientes esperando poder volver.

En San Telmo sienta cátedra el tango, que ahora es casi más oficio de extranjeros que vienen a estudiar en las milongas como si fuera una ciencia exacta, que además lo es en las figuras geométricas entre el tacón y la tarima; siempre mirando con desafío, sabiendo que el tiempo puede ser reversible en La Boca o sobre los suburbios donde la música se apaga cuando crece demasiado la miseria y aparece una abominable Cumbia Villera, la síntesis de un machismo asentado en la grosería que se soporta sobre la desesperación.

Hay muchos rincones bonaerenses para que la música se conceda un respiro. Clásica y Moderna combina su condición natal de librería con su cita con la música cada noche alrededor de un bife. Notorious es probablemente la cuna del jazz porteño, que siempre encuentra cobijo en este entrañable local de la avenida Callao.

Y luego están los barrios, pugnando por superar las secuelas de la tragedia del Cromañón, un local de conciertos en donde un incendio, hace ya cuatro años, diezmó a los asistentes. Desde entonces, la burocracia y el respeto al fuego han reducido muchos boliches en donde los chicos pugnaban por iniciar una carrera musical tras las huellas de Charly García, Fito Páez o Pedro Aznar.

En Buenos Aires la música es el complemento inevitable de la palabra; tal vez porque cuando el verbo no fluía por cansancio o por imposición, un bandoneón tomaba el relevo y se instalaba para expulsar un reto y una nostalgia que diese cobijo a este crisol de razas que dio origen a la Argentina moderna. Tal vez la música sea el soporte profundo, el imán que atrae a Buenos Aires a tantas personas que todavía no saben cuál es el alma profunda de la ciudad: la música y la palabra.

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