Santiago de Compostela, la gloriosa meta del camino
La apertura de la Puerta Santa de la catedral de Santiago, el pasado 31 de diciembre, dio el pistoletazo de salida al nuevo Xacobeo, prorrogado hasta 2022 por la pandemia. Santiago espera al caminante para acogerlo en sus muros cimentados de historia desde que, en la Alta Edad Media, peregrinos de media Europa echaran a andar hacia este entonces villorrio del fin del mundo.
Tocará madrugar de lo lindo, pero, a punto casi de culminar el Camino, lo de ponerse en marcha antes del alba ya se habrá convertido en costumbre. Los 10 primeros que cada mañana entren a Santiago a pie o en bici, no tendrán más que buscar su Oficina del Peregrino para, amén de la Compostela por la que tanto han penado, ganarse una comida gratis en el Hostal de los Reyes Católicos. Inaugurado como albergue de caminantes en 1511, el ahora Parador de Gran Lujo conserva este gesto hacia quienes, aun con los altibajos a lo largo del tiempo de las rutas a Santiago, no han parado de llegar desde que el hallazgo de las supuestas reliquias del apóstol, en el siglo IX, animara a andariegos de media Europa a aventurarse hacia el “finis terrae” de Occidente a presentarle sus respetos.
En plena plaza del Obradoiro, formando ángulo con la catedral, fue el primer hospital moderno del mundo. Lo prueba que todas sus habitaciones recibieran luz natural para ser higiénicamente ventiladas. O que en sus enfermerías no solo se separara a los convalecientes en función de si eran pobres de solemnidad o “principales y de honra” —es decir, aristócratas o curas—, sino también por si sus dolencias resultaban o no contagiosas. Tras meses por unos andurriales tan peligrosos que quien tenía algo que perder hacía testamento, este refugio monumental, plantado entre los lodazales del villorrio que era Santiago en la Edad Media, se le debía antojar a aquellas gentes como un espejismo.
Huésped o mero visitante de este ahora hotel-museo, una mirada atenta por sus recovecos desvela no pocos detalles de su cometido original. Como apuntan unos paneles aquí y allá, por sus jardines crecían plantas medicinales para pócimas y ungüentos, y tras su imponente fachada plateresca albergaba desde botica hasta una sala junto a la capilla donde los terminales oían su última misa. Incluso las ménsulas de sus cuatro claustros —uno por evangelista— no daban puntada sin hilo. Porque, no, las figurillas que decoran su patio de San Marcos no exhiben con desparpajo sus partes menos nobles por un capricho escatológico del escultor. Más bien se trataba de un vademécum tallado en granito que aleccionaba a los enfermos sobre cómo vigilar, lavar y por fin librarse del suplicio de las hemorroides.
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En una ciudad tan cargada de historia como Santiago, escarbar en los orígenes de tanto como sale al paso le saca a uno más de una sonrisa. Sin ir más lejos, la rúa do Preguntoiro. Su nombre podría venir de cuando se obligó a sus comerciantes a pregonar los precios en vista de cómo timaban a los peregrinos, si bien otros aseguran que se lo ganó a pulso por las veces que estos, recién llegados, se desorientaban a la altura de esta calle y preguntaban por dónde quedaba la catedral. La barbaridad de tascas de la rúa do Franco son por su parte herederas de los muchos posaderos —no necesariamente francos o franceses pero sí de allende los Pirineos— que abrieron aquí negocio al calor del lucrativo vaivén de fieles.
También por ella funcionaron unos embriones de casas de cambio donde algunos canjeaban el equivalente a los traveller’s checks de la época, ideados para que los bandidos no les robaran por los caminos el dinero que les hubiera entregado su comunidad o el noble de turno para llevarlo a la catedral de Santiago y asegurarse así un lugar en el cielo.
La mística del botafumeiro
Mientras, en la vecina rúa da Acibechería se concentraban los artesanos que les vendían souvenirs del santo y amuletos de azabache para sortear a los ladrones, los lobos y demás perrerías que de nuevo habrían de soportar en el regreso a casa. Porque, como ya advertía esa primera Lonely Planet que fue el ‘Libro V’ del Códice Calixtino, el Camino deparaba tantos riesgos que, en algunas ciudades, a los reos les dejaban elegir entre la pena de muerte o saldar sus culpas enfilando a Santiago. Hasta la mística del botafumeiro esconde un origen inesperado: dado que hasta principios del siglo XVI los peregrinos dormían en la catedral, su humareda de incienso venía de perlas para disimular el hedor de la muchedumbre.
Y eso que, en una tradición a caballo entre la purificación espiritual y la pura supervivencia, al entrar les obligaban a quemar sus roñosas ropas y la Iglesia, con tantas donaciones de pecadores como recibía, les proporcionaba otras nuevas, junto a algo de dinero para el viaje de vuelta. El vuelo por las bóvedas de la basílica de este incensario de 62 kilos en canal es un espectáculo capaz de hacer ver la luz al ateo más recalcitrante. Normalmente entra en acción durante las grandes celebraciones, pero cualquier mortal puede solicitarlo previo paso por caja. En años santos, esto sucede tan a menudo que, casi cada día, su pompa vuelve a protagonizar la catedral de origen románico más despampanante de España.
Atrás ha quedado una década de obras y andamios para poner guapa la catedral de cara al nuevo Xacobeo; un año jubilar que acontece cuando el 25 de julio, fecha del martirio del apóstol Santiago, cae en domingo. La restauración de esta joya de la corona comenzó por su torre da Berenguela y abarcó desde la fachada principal hasta el conjunto escultórico del Pórtico de la Gloria. Aunque imperceptible a simple vista, el tejado es lo único sin rematar, de ahí que los recorridos panorámicos por sus cubiertas deban aún esperar hasta entrado 2022 para volver a abrirse al público. Como premio de consolación, el verano pasado lo hacía su torre da Carraca, otro balcón de excepción desde el que admirar toda la ciudad a sus pies.
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Antes de bajar a callejeársela, el complejo del templo podrá tranquilamente acaparar su buen par de horas. Creyente o no, habrá sin falta que visitar su museo y el sepulcro del santo, el auténtico Kilómetro Cero del Camino de Santiago. Lo más conmovedor, la huella del misterioso Maestro Mateo. De la vida del mejor escultor y arquitecto de la catedral apenas se sabe nada, pero basta detenerse en la sonrisa del profeta Daniel de su Pórtico de la Gloria —la primera tallada en piedra del medievo— para intuir que este artista del siglo XII debió ser un genio. Hace no tanto, al Pórtico se accedía en tropel, con el vocerío de los guías empañando la contemplación de sus 200 figuras de expresividad protogótica.
Por suerte, esta obra cumbre del románico europeo ahora se visita en grupos reducidos, con reserva de meses de antelación. Tampoco permiten ya, como hicieran por siglos los peregrinos, consumar su llegada a meta apoyando la mano derecha sobre esa columna del Pórtico que, no por casualidad, acabó con un señor boquete. Ni hablar tampoco de darse tres coscorrones contra el supuesto autorretrato del Maestro Mateo para contagiarse de su inteligencia; todo un ritual entre los 30.000 estudiantes de esta ciudad universitaria. Mientras duren estos tiempos de higienes y distancias de seguridad, habrá a su vez que olvidarse del rito, todavía más antiguo, de abrazar la estatua del apóstol que se levanta sobre el altar mayor. Pero sí se mantiene la misa diaria del peregrino, en la que se leen los nombres de quienes acaban de recoger su Compostela, y también, que para eso es Xacobeo, la entrada al templo por su Puerta Santa.
Abierta solo los años jubilares, este símbolo de acceso a una vida sin mácula da a la plaza da Quintana, una de las cuatro que cercan la catedral. Por sus costados se desparrama el delicioso casco viejo de Santiago, medio peatonal, con todo a mano y, en un año normal, a rebosar de peregrinos y ambiente estudiantil. Sobre sus adoquines afloran los soportales de las animadísimas rúa do Vilar y rúa Nova, en paralelo a la rúa do Franco, con sus mil y un bares y su imprescindible colegio renacentista de Fonseca. A dos pasos, la rúa da Raíña, epicentro junto a la anterior de un tapeo tan espléndido como la ciudad. Los vaivenes del turisteo se ceban con estas preciosas cuatro calles, pero basta apartarse unos metros para que desaparezcan por arte de magia las tiendas de souvenirs y los menús en inglés, cediendo paso al día a día de los vecinos y las joyas compostelanas menos obvias.
Con sus casitas bajas remachadas en granito y el verdor del entorno, a ratos Santiago luce aires de pueblo. En otros, por el contrario, se reviste de una monumentalidad de gran capital. Prueba de ello, el monasterio de San Martín Pinario, el segundo más gigantesco de España por detrás solo de El Escorial. Sede hoy de dos facultades, del Seminario Mayor y el Archivo Diocesano, fue erigido en el omnipresente y contenido barroco gallego por los benedictinos a finales del XVI. Cuentan las malas lenguas que a esta pudiente Orden —un equivalente al PP de la época, para entendernos—, le hizo poca gracia que se les quisieran instalar al lado los franciscanos, más desarrapados y estilo Podemos.
La sangre no debió llegar al río, pues acabaron cediéndoles unos terrenos a su vera para erigir el convento que —cuentan también, porque certezas no hay— soñó alzar el mismísimo San Francisco de Asís a su paso por Santiago. Ideologías aparte, ni uno ni otro tienen desperdicio. Si emociona la sobriedad de la iglesia franciscana, el interior benedictino es puro exceso: desde la sillería del coro y los oropeles del altar, hasta el claustro o la ornamentada escalera, con cúpula y todo, que asciende sin sujeción por su interior. Otro prodigio de escalera, con tres rampas helicoidales independientes entre sí, bastaría para visitar el antiguo convento de Santo Domingo de Bonaval, sede ahora del Museo del Pueblo Gallego que diseñara el Premio Pritzker Álvaro Siza.
A la vanguardia
Y es que la capital gallega, con su monumentalidad pétrea Patrimonio de la Humanidad, también se apuntó al carro de la arquitectura de vanguardia. Entre sus aciertos, el Centro Gallego de Arte Contemporáneo o la Facultad de Ciencias de la Comunicación, igualmente del portugués Siza, o, menos rompedora, la remodelación interior del muy instructivo Museo de las Peregrinaciones. Pero también se dilapidó una millonada en un sonado fiasco.
El sueño de presumir de algo comparable al museo Guggenheim de Bilbao o a la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia se estrelló con la faraónica Cidade da Cultura de Galicia, que el neoyorquino Peter Eisenman les plantó con forma de pseudovieira sobre un monte de las afueras; un proyecto de museos y auditorios que se quedó a medio gas y cuya desangelada enormidad no atrae ni de broma al público que esperaba. Vamos, que de salir extramuros, mejor acercarse a la maravillosa colegiata de Santa María del Sar para apreciar cómo la inclinación de sus pilares deja en mantillas a la torre de Pisa, o asomarse desde el decimonónico parque de la Alameda a unas vistas impagables de la catedral.
Siempre cerca de ella, deambular por el trazado medieval de Santiago es abrirse a nuevos enamoramientos: aquí la barroquísima iglesia de la Compañía convertida en sala de exposiciones, allá algún resto de la muralla oficiando como pared de un montón de pazos urbanos de sillería y balconadas, de gárgolas y aldabas, o, cerca de la Porta do Camiño por la que se sigue entrando desde el Camino Francés, el del Norte y el Primitivo, el Mercado de Abastos, el segundo lugar más visitado de la ciudad por detrás, claro, de la catedral. Sus comerciantes, organizados en cooperativa, eligieron ni venderse al turismo ni anclarse en lo de siempre. Así, aunque puestos rebosen de castañas y berzas y en su nave del pescado aflore un festival de centollas y percebes que ya por meterles mano compensaría el viaje, idearon servicios tan audaces como los shoppers que le hacen a uno la compra y envían sus viandas a toda España.
Una ciudad que alimenta
Si en el Aula Gastrocultural del Mercado de Abastos se organizan presentaciones y talleres, la Viñoteca es el lugar donde pedir por copas un buen denominación de origen Ribeira Sacra, Albariño o Valdeorras. Sabrán mejor estos vinos de la tierra, eso sí, acompañando al pulpo de escándalo de la Pulpería y a las filloas rellenas de cosas ricas de Amoado, al sushi con productos de la tierra de la Taberna Abastos, o en Mariscomanía, donde te cocinan lo que acabas de comprar en el mercado. Con sus taburetes y mesas corridas, todos se concentran dentro de la Nave 5, pero en sus aledaños todavía aguarda desde la barra hípster del restaurante Abastos 2.0 hasta La Radio, del irreverente chef Pepe Solla, o Lume, de la estrella Michelin Lucía Freitas.