Amazonía ecuatoriana: siguiendo el sueño de El Dorado
Al otro lado de los Andes ecuatorianos, la frondosidad de la selva da rienda suelta a poderosas leyendas bañadas por el río Napo, uno de los grandes afluentes del Amazonas. Surcar sus aguas es penetrar en el corazón de la Amazonía, la zona de mayor biodiversidad del planeta. Un preciado tesoro que reconoce a Ecuador como uno de los países megadiversos del mundo.
Desde el mirador de Guápulo, en la ciudad de Quito, se extiende el valle de Cumbayá perfilando el camino que Francisco de Orellana y Gonzalo Pizarro emprendieron en busca de la mítica ciudad perdida de El Dorado y de posibles bosques de canela. Una aventura que los llevaría a descubrir el Amazonas. A un lado del mirador, un busto homenajea a Orellana y la hazaña del explorador trujillano.
La sucesión de montañas protegiendo el valle delatan el tortuoso viaje que iniciaron antes de llegar a la selva, donde las dificultades continuarían. Un horizonte gobernado por volcanes hilvana el tramo ecuatoriano de la legendaria carretera Panamericana, dando nombre a una avenida que nos eleva hasta las nubes, la Avenida de los Volcanes. Antisana, Sangay, Chimborazo o Cotopaxi superan los 5.000 metros de altura y configuran la cordillera más larga del mundo. De ella nacen largos y serpenteantes ríos que, tras precipitarse por los Andes, reptan por la exorbitante llanura amazónica como enormes anacondas.
Durante el vuelo que cubre el trayecto entre Quito y El Coca, capital de la provincia de Orellana, casi es posible tocar sus cumbres nevadas, especialmente las del volcán Cayambe. Con 5.790 metros de altitud, es el único punto del paralelo 0° donde hay hielo todo el año. Los volcanes mutan a bosques infinitos, una colosal alfombra verde por la que se deslizan los meandros color chocolate del Coca y del más caudaloso Napo.
Tras dejar a su paso algunas de las panorámicas más impresionantes del país, nuestro avión aterriza en Puerto Francisco de Orellana. Esta ciudad, también conocida como El Coca por el río que la atraviesa, es uno de los accesos principales a la Amazonía ecuatoriana. Su fuerte desarrollo tuvo lugar en los años 60 gracias a la industria del petróleo, actividad que sigue siendo la más importante.
En el embarcadero, una lancha rápida aguarda para emprender rumbo al corazón de la selva amazónica más intacta y desconocida. La larga travesía se inicia bajo un moderno puente, de 740 metros de longitud, sobre el río Napo. Con 1.130 kilómetros, es uno de los tres grandes afluentes del enérgico Amazonas, al que se une en Perú para continuar su recorrido hacia el Océano Atlántico. Las fuentes del Napo nacen al pie del volcán Cotopaxi, que amenaza con su humo y cenizas desde hace algún tiempo.
Sin los Andes, el Amazonas no existiría. Desde estas tierras partió, en febrero de 1541, la primera expedición destinada a encontrar valiosos tesoros al mando de Gonzalo Pizarro, hermano menor de Francisco Pizarro y gobernador de Quito. Sería su primo Orellana quien encabezaría la marcha para buscar víveres. Arrastrado por la corriente, acabaría cruzando el continente hallando la verdadera fortuna, el pulmón del planeta. Así se llevó los méritos, cargados de polémica, del descubrimiento del río más largo de la Tierra.
Tan desafiante como magnético, fue rebautizado en honor a las Amazonas, mujeres guerreras contra las que él y sus hombres tuvieron que luchar evocando la mitología griega. Seguramente a estos incansables expedicionarios debo mis ansias de aventura y de mundo. Durante años, mi abuelo realizó una ardua labor genealógica en busca de nuestros antepasados, entre los que figura la rama Pizarro. Una semana después de su fallecimiento, me encuentro descendiendo una parte de ese río, entre emoción y melancolía, en busca de mi particular Dorado. Porque tal vez esto sea lo que realmente nos deja la vida.
Pasado y presente convergen en el perezoso Napo, diluyendo tiempos en sus aguas de cacao, que se tornan más salvajes y solitarias a medida que avanzamos. Esta vía fluvial es la única carretera posible en la zona, el camino de la canela dedicado a conectar vida y por donde transitan piraguas nativas, lanchas y barcos que transportan hasta camiones.
Tras 70 kilómetros, realizados en dos horas de navegación, nos adentramos en la gran odisea de la Amazonía. Asentadas a lo largo del río, pero lo suficientemente alejadas de las zonas de inundación, que entre abril y junio pueden cubrir hasta 100 kilómetros, habitan más de 30 comunidades y un total de 10 culturas indígenas diferentes. Entre ellas se encuentran los Kichwa Añangu.
El mural que da la bienvenida a su poblado simboliza a las 180 personas que la componen y su forma de trabajar en colectividad, como hormiguitas, para conservar su bosque por medio de proyectos turísticos que ellos mismos gestionan. Primero llegaría, en 1998, el ecolodge Napo Wildlife Center, uno de los más exclusivos y aislados de la Amazonía ecuatoriana, y en 2010, Napo Cultural Center, más modesto e inspirado en las casas de los nativos. Los ingresos obtenidos de ambos alojamientos son destinados a la energía renovable y la educación de la comunidad, en la que estudian 130 jóvenes llegados incluso de poblaciones lejanas.
“Alli puncha”, nos dan los buenos días los niños de la comunidad Pilche de camino al colegio. Formada por unas 200 personas y 54 familias, sus terrenos acogen La Selva, otro lujoso ecolodge con sesiones de yoga de impresión, un maravilloso spa y entretenidas actividades como la pesca de pirañas en el lago Garzacocha, donde se asienta. Cada alojamiento de la Amazonía ecuatoriana está situado en un área, aportando experiencias completamente diferentes.
Alrededor de una enorme cancha de fútbol se reparten las aulas estudiantiles de las comunidades. Antes de que existieran vías que las comunicaran con El Coca, se utilizaban como pistas de aterrizaje en casos de emergencia. Sus tímidas mujeres nos muestran los bailes e instrumentos tradicionales, el uso de la cerbatana en la caza y la cocina local —desde la guayusa, planta con infinidad de propiedades que toman infusionada a primera hora de la mañana para llenarse de energía, hasta el chontacuro o mayón, una larva de escarabajo que se produce en la planta de la palma y se sirve cruda o cocida. Mientras los hombres salen en busca de comida, las mujeres llevan las riendas en las aldeas, fabrican collares con las semillas que recogen en el bosque y cultivan yuca y cacao. El origen del chocolate se encuentra aquí.
En Napo Cultural Center, además, es posible convivir con la historia y costumbres ancestrales de la comunidad Hormiga, como se traduce su nombre, e incluso asistir atónitos a una de las asambleas en las que ponen al día sus asuntos. Por las mañanas no hay nada mejor que lanzarse a navegar en kayak la vastedad del Napo bajo un cielo a punto de romper su rutinario llanto o subir a una de las ceibas de 50 metros de altura que ejercen como observatorios, especialmente mágicos a primera hora del día o al atardecer, cuando más animales se dejan ver.
Otra pasarela a la vida son los senderos que se pierden en la inabarcable espesura selvática. Agudizamos la vista para atisbar la fauna camuflada entre ramas anudadas o en los manglares que caminan por las aguas mientras los rayos de sol se cuelan entre la exuberante vegetación. Cada animal que aparece ante nuestros ojos es una sorpresa nueva. Osos perezosos, monos capuchinos y caimanes saludan a nuestro paso. Un hoazín o pava hedionda, nombre popular dado a esta especie de ave por el fétido olor que desprende, salta entre los arbustos.
En el Saladero de Loros, bandadas de loros, pericos y guacamayos se acercan a nutrirse de las sales minerales que componen estas prominentes paredes arcillosas hundidas en el Napo. Más escondido en el interior de la selva, otro observatorio permite contemplar papagayos cuando la calma los anima a acercarse. Primero uno, después decenas recortan su vuelo de color.
Hasta El Dorado y más allá
Dentro de la inmensidad del Parque Nacional Yasuní se ubica el ecolodge Napo Wildlife Center. Para llegar hasta él, a las dos horas de trayecto por el río Napo hay que sumar dos más internándonos en canoa por sobrecogedores caños en los que esquivamos troncos. “Yo mismo los despejé cuando construimos el lodge”, cuenta Mariano Grefa, guía de la comunidad Kichwa Añangu.
Ya solo el camino para llegar vislumbra lo insólito del lugar. Las oscuras aguas parecen tornarse esmeralda debido al reflejo del vergel selvático. Una familia de nutrias gigantes nos sorprende adelantando nuestra canoa. Se abrazan, juegan y chapotean hasta enzarzarse en una pelea por los peces que a continuación devoran. En la orilla, una gigantesca anaconda recarga su energía al sol. Sobre nosotros cuelgan nidos de oropéndolas tejidos en forma de grandes cestos.
De repente, el espejo de la selva da paso a una laguna donde la arcana Amazonía se vuelve más abrumadora si cabe. Entonces extiendo los brazos para alzar el vuelo como esos tucanes que completan la paleta de color más viva que jamás haya contemplado. Alcanzar esta quimera es como superar mi propia epopeya amazónica. Probablemente acabo de llegar al lugar más aislado e incomunicado en el que he estado nunca. Varias cabañas de tejados de paja rodean una mucho más alta que funciona como un observatorio de siete pisos desde donde contemplar la magnitud de la selva a cualquier hora del día. En la planta baja se ubica el restaurante del lodge. Mientras comemos locro con palomitas de maíz, una tarántula pasea a sus anchas a nuestros pies. “Estamos en su territorio. Si no la molestamos, no pasa nada”, nos tranquiliza Mariano.
El crepitar de las ramas, los monos aulladores, el canto de los pájaros… Los sonidos de la naturaleza lo ocupan todo, aunque, en cada momento del día, la orquesta animal suena distinta. No importa que no los veamos, están ahí jugando a desvelar el día y a acunar la calma mientras me mezo en una hamaca a la puerta de mi cabaña. Por un instante, la selva se queda muda. Silencio que anuncia una intensa tormenta empapando el ocaso. En este bosque tropical lluvioso, la humedad no depende de la evaporación del océano. Aquí es cada árbol el que inyecta litros y litros de agua en la atmósfera formando “ríos voladores” que fluyen por encima de la jungla llevando incluso más agua que el mismo Amazonas.
Las luciérnagas guían por los caños salvajes antes de despegar el día, allá en el horizonte. La canoa recorre el caño Añangu para emprender la vuelta a casa y remontar el Napo presenciando el último amanecer amazónico, con los púrpuras más intensos que el cielo puede tintar. Y ahí, entre la infinidad de la nada, El Dorado conquista nuestra alma aventurera, alentándonos a alcanzar nuevos destinos remotos donde la vida es eterna. Porque así es como se forjan los sueños.
Paraíso verde
En su tramo ecuatoriano, la Amazonía representa una ínfima parte de todo el territorio que abarca y, sin embargo, adentrarse en ella es sentir su magnitud. El bosque tropical lluvioso más extenso del globo, nombrado como una de las Siete Maravillas Naturales en 2011, es compartido por nueve países y cubre casi un tercio del continente sudamericano o, lo que es lo mismo, el equivalente a todo Estados Unidos.
Con una biodiversidad extremadamente alta y una densidad de población muy baja, este paraíso verde reúne la mayor colección de fauna y flora, con el Parque Nacional Yasuní como principal área protegida. Reconocido como Reserva de la Biosfera por la Unesco en 1989, este parque es el hogar de pueblos que no han tenido ningún contacto con el resto de la humanidad y cuya vida gira en torno al agua desde tiempos inmemoriales. La impenetrabilidad de la selva ha permitido que puedan conservar su forma de vida, y aún hoy mantienen una actitud hostil hacia los visitantes.