Viajar cerca, por Patricia Almarcegui

Me aprendería un nombre de las flores y hierbas silvestres cada día. Iría de las más conocidas a las menos. Así fueron: cerraja, camomila borde, boliche, cañaheja, viborera, etc. 

Patricia Almarcegui columnista Viajar
Patricia Almarcegui columnista Viajar / D. R.

Y lo hizo la pandemia. Nos obligó a quedarnos en casa. La movilidad, que había regido a los países más desarrollados y era también una de las causas de la COVID, se redujo de la noche a la mañana. La relación con el espacio cambió. Nuestra casa era el viaje. ¿Quién había pasado tres meses hasta entonces sin salir de ella? Lo que estaba cerca importaba más que lo estaba lejos. Hubo un aprendizaje de la relación con lo lejano que obligaba a ajustarse al espacio diario y cotidiano. ¡No hubo más remedio! Y se hicieron evidentes las carencias y aspectos maravillosos de nuestra vida diaria.

Ilustración Raquel Marín columna Patricia Almarcegui número 509 Viajar
Ilustración Raquel Marín columna Patricia Almarcegui número 509 Viajar / Ilustración de Raquel Marín

Vivo en un huerto de una isla y tuve la suerte de poder caminar y sentarme al sol durante el confinamiento. Lo decidí una mañana. Me aprendería un nombre de las flores y hierbas silvestres cada día. Iría de las más conocidas a las menos. Así fueron: cerraja, camomila borde, boliche, cañaheja, viborera, etc.

Los nombres de los pájaros llegarían después. La escritora Elvira Navarro publicó el post “Una de flores” en Mujeres a seguir. Hablaba de cómo las redes sociales se habían llenado de nombres de flores y plantas. En cuanto se pudo salir a pasear, ella llenó las suyas de extrarradios desconocidos y poéticos. Había encontrado la belleza de los suburbios y lo mostraba con una poesía semejante a como lo hizo Abbas Kiarostami en sus películas.

El viaje y la estancias cercanas ya habían sido reivindicadas antes de la pandemia. Sergio del Molino lo hizo, por ejemplo, y acuñó dos términos que se han traducido a varios idiomas, “vacío” (sobre todo) y “fuera de sitio”, que generaron además un debate apasionante. Poco después leí a Avelino Hernández, citado también por del Molino y Julio Llamazares. Había escrito Donde la vieja Castilla se acaba: Soria, un libro humanísimo y precioso que obligaba como menos a volver a la provincia.

Por esta y muchas razones más, el mercado se ha llenado de libros que narran vidas y lugares en pueblos, campos, paisajes y naturalezas. Destacan los que no lo cuentan como inmersiones heroicas ni hazañas, así como la edición de un género tardío y apasionante en nuestro país, la escritura de la naturaleza (nature writing).

Después del confinamiento he viajado a Soria, Pontevedra, Ourense y Luso. Mi primera salida de casa fueron siete kilómetros en bicicleta a Punta Nati saludando y sorteando a los caminantes. Todos íbamos a ver la puesta de sol. También di un volantazo para esquivar a un xoric (cernícalo) que había tomado la carretera general y vi Cala Pilar y Cala Pregonda vacías y sin barcos en junio. Hace dos semanas, paseé por la niebla de Zaragoza como si no fuera mi ciudad materna.

El viaje, de cerca, puede adquirir otro sentido, por qué no. Pensar los lugares para considerarlos espacios de reunión habitados por seres humanos que mantienen nuevas relaciones con el mundo material, la naturaleza y otros hombres y mujeres. Una forma renovada de convivencia y de solidaridad hacia lo vivo.

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