Robarle días al invierno, una columna de Javier Moro
"Me da la impresión de que estamos en el África de Tintín: grandes ventiladores, señoras vestidas con telas coloridas llevando paquetes en la cabeza, un taxista que propone su desvencijado vehículo para trasladarnos al hotel, niños correteando y de pronto una gallina perseguida por un gato y que salta sobre una maleta…"
Es muy agradable robarle días al invierno. Escapar del frío y zambullirse en un mar cálido, por ejemplo. Para quienes vivimos en España, asegurarse verano en pleno invierno significa viajar al trópico. Entre todos los destinos, es la segunda vez que opto por Senegal, esta vez el sur, la región conocida como Casamance. El destino ofrece varias ventajas objetivas: Dakar está a cuatro horas de vuelo directo desde Madrid, no hay diferencia horaria, es un país seguro, de clima tropical, un lugar exótico que garantiza el cambio de aires. ¡Y tanto!
Nos recibe una brisa caliente nada más bajar del avión. Ya es verano. El aeropuerto de Cap Skirring es como de los años 50; cruzamos la pista a pie para dirigirnos a un barracón azul y blanco a recoger las maletas. Me da la impresión de que estamos en el África de Tintín: grandes ventiladores, señoras vestidas con telas coloridas llevando paquetes en la cabeza, un taxista que propone su desvencijado vehículo para trasladarnos al hotel, niños correteando y de pronto una gallina perseguida por un gato y que salta sobre una maleta… Los hoteles están escondidos en la costa y dan a las playas más bonitas de Senegal —que son las más bellas de África Occidental.
Kilómetros y kilómetros de playas vírgenes para recorrer a pie, a caballo o en buggy. Algunos restaurantes, disimulados entre los cocoteros, sirven un menú de langosta por menos de 20 €. Os aconsejo la Cabane Sauvage: cuatro mesas plantadas en la arena y se come frente a la playa, y uno no quiere que ese almuerzo acabe nunca. Es otra revelación de Senegal: este país fue colonizado por franceses que dejaron su huella en la gastronomía local. Es fácil comer bien. El viaje podría quedarse en sol y playa, pero sería perderse lo mejor.
Algunos pueblos son todavía de adobe, la gente es acogedora, y si uno llega en medio de una fiesta tradicional que convoca a espíritus y fetiches, siempre es bienvenido.
Recorrer el laberinto de islas en el río Casamance en una canoa que se desliza en silencio entre las raíces de los manglares, a las que se agarran unas pequeñas ostras que se comen a la brasa, es adentrarse en el África de nuestra infancia. Algunos pueblos son todavía de adobe, la gente es acogedora, y si uno llega en medio de una fiesta tradicional que convoca a espíritus y fetiches, siempre es bienvenido. Algunas de esas aldeas erizadas de palmeras son idílicas. Los hombres trabajan los huertos, las mujeres se protegen del calor en la sombra de sus chozas o bajo la ceiba de la plaza central, los niños juegan como antes, con juguetes construidos por ellos mismos con palos de madera, un gallo persigue a una gallina que se escapa por un tejado, dos rayones corretean, las cabras se encaraman a las acacias, las vacas blancas nos miran asombradas.
La gente se afana lentamente bajo un cielo poblado de aves inmensas y de otros pájaros minúsculos cuyos gritos ponen la banda sonora al lugar. Es el mundo rural, como ya no lo conocemos. Aquí todos comen, no hay miseria, lo que sí hay es escasez de todo lo que a nosotros nos sobra, desde jabón hasta productos industriales.
Pero bajo la sombra de los mangos, de los anacardos, los franchipanes, los baobabs y las ceibas, bajo estos árboles que son los reyes de la selva, uno siente intensamente el contacto con la tierra, con lo esencial. No solo hemos estado en África, hemos vuelto a un pasado no tan lejano. Es lo bueno de viajar, que nos da otra perspectiva, otro punto de vista, para volver a casa con el espíritu renovado.
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