La plaza de los prodigios, una columna de Xavier Aldekoa

"Si se escucha con atención, de la plaza de Yamaa el Fna no emanan ruidos, sino latidos. Es el corazón de Marruecos"

La plaza de los prodigios, una columna de Xavier Aldekoa.
La plaza de los prodigios, una columna de Xavier Aldekoa. / Ilustración de Raquel Marín

No pude resistirme a visitarla de nuevo. Acababa de aterrizar en Marrakech para cubrir para mi periódico la destrucción provocada por el peor terremoto de la historia reciente de Marruecos, ocurrido apenas unas horas antes, y pedí al taxista que me llevara directamente del aeropuerto a la plaza Yamaa el Fna, sin pasar por el hotel. 

No hay un lugar igual en el mundo. El rincón más famoso de Marruecos, escoltado de cerca por el minarete de la Kutubía y las callejuelas de la antigua Medina, es una plaza con vida propia. Si se escucha con atención, de la plaza de Yamaa el Fna no emanan ruidos, sino latidos. Es el corazón de Marruecos. 

Aquel atardecer gris, el recinto estaba apagado. El seísmo, de magnitud 6,8 y que dejó casi 3.000 muertos y 5.600 heridos, la mayoría en las cercanas montañas del Atlas, se había sentido con fuerza en Marrakech, había tumbado algunos edificios y había herido la vitalidad del símbolo de la ciudad. En Yamaa el Fna, la mayoría de los puestos callejeros y tiendas estaban cerrados y apenas había algunas decenas de personas que deambulaban de aquí para allá sin saber bien dónde meterse. Pero ni siquiera aquel terrible temblor pudo con la plaza de las mil vidas. 

La plaza, fundada en el siglo XI, volvía a ser un cofre abierto de los tesoros artísticos, musicales, gastronómicos y religiosos del país

Hace unos días, regresé a Marrakech para visitar las aldeas de las montañas más afectadas por el terremoto y observar si habían avanzado los trabajos de reconstrucción un año después. En las zonas montañosas más pobres y alejadas no había cambiado nada. Doce meses después de la tragedia, la mayoría de los supervivientes vivía en tiendas de campaña y en los pueblos se servía el trago amargo habitual de los desheredados: destrucción, pobreza y olvido. Yamaa el Fna, sin embargo, había renacido.

La plaza, fundada en el siglo XI, volvía a ser un cofre abierto de los tesoros artísticos, musicales, gastronómicos y religiosos del país. Todo era y es posible en Yamaa el Fna: encantadores de serpientes, aguadores, acróbatas, pitonisas y cuentacuentos se mezclan en un desorden armónico y fascinante con centenares de turistas y vecinos que curiosean entre puestos de medicina tradicional, que matan el hambre en los puestos de comida callejera o que se dejan atrapar por las luces y colores de los carros que ofrecen zumos de fruta recién exprimida. La plaza hierve de vida envuelta en un griterío infinito de voces, gritos y notas musicales de los artistas bereberes o los bailarines gnaoua, que actúan en mitad de la explanada. 

En una esquina de la plaza, las tiendas de hierbas aromáticas, especialmente de menta fresca para el último té del día, proporcionan un aroma fresco a una atmósfera que en cualquier otro lugar del mundo provocaría incomodidad por sus excesos, pero que en Yamaa el Fna atrapa y hechiza. Mi última noche en Marrakech, subí a una de las terrazas de uno de los cafés que rodean el recinto y me quedé un buen rato observando el hormiguero a mis pies. Me quedé hipnotizado. Pese a que Yamaa el Fna ha quedado también absorbida por el turismo y el negocio de las prisas, ha conseguido lo imposible: conserva la esencia caótica y eufórica de los lugares auténticos. El corazón de la ciudad custodia todavía el alma de los siglos pasados. Ese es el prodigio. 

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