Mundo perro por Jesús Torbado

Escenas brutales contra los perros se ven por todas partes y España es escenario de especialidades propias.

Jesús Torbado
Jesús Torbado

En el arranque de la calle Sofokli Venizelou de Agios Nikolaos, en la isla de Creta, vive un perro de pelaje canela, mediana alzada y mirada triste. Probablemente nadie le puso nombre alguna vez o él lo tiene muy olvidado. (Los perros son gente de escasa memoria). Si no es muy violento el sol, deambula entre los paseantes, turistas casi todos que bajan raspando el suelo hasta los malos restaurantes asentados cerca de la histórica dársena veneciana. Algunas de esas personas dejan caer torpemente al suelo bolas de helados, que el perro rebaña con su larga lengua rosada; otros, desde un par de terrazas frente a la iglesia, le tiran huesos de aceituna, patatas fritas y sobras de otros aperitivos. El animal no muestra agradecimiento, enfado, sorpresa, sumisión o inquietud. Come lo que encuentra y cuando se cansa o aburre se tumba en el suelo con la indiferencia de una vaca de Nueva Delhi. Ni siquiera sabe que tiene una cierta suerte entre los de su especie. En Grecia, los ayuntamientos no persiguen a los perros; incluso los vacunan y sanan y los marcan en la oreja para que todo el mundo sepa que se trata de "perros municipales", es decir, que no es preciso darles una patada, envenenarlos o matarlos, como se hace en otros lugares. En la calle Malasaña de Madrid, sin ir más lejos.

Son casi vestales sagradas. Un colega incluso tuvo la suerte de aparecer en las televisiones de medio mundo hace unos meses, dormitando tan ricamente en una calle de la ciudad de Atenas mientras esforzados policías, entre ruidos y humos, intentaban derrotar una de esas algaradas tan habituales allí. La reivindicación no iba con él, ciertamente.

Todo el mundo sabe el pesado sambenito que cae sobre estos animales, como sobre los adorables burros. Un viajero atento a la cuestión podría guardar notas de las barbaridades, salvajadas y humanidades que suelen cometerse con ellos. Aquella famosa película de hace ahora medio siglo que filmaron Jacopetti y de Cavara, Mondo cane, era sólo una insinuación que a nadie ha servido de ejemplo. Ochenta millones de perros y de gatos (más de aquéllos que de éstos) son eliminados al año en el mundo. Más de cien mil canes se cree que viven abandonados en España y unos seis millones viven -o malviven- con sus dueños. Hace poco vimos cómo un campesino gallego mataba a uno a palos ebrios y feroces; un juez le impuso una pena levísima, como han querido nuestros próceres legisladores. Y otro individuo mató al suyo atándolo a la trasera de su coche y arrastrándolo por un camino, hasta despellejarlo.

Escenas de brutalidad infinita contra los perros se ven por todas partes y España es escenario de muchas especialidades propias. Por ejemplo, la de los cazadores castellanos que disparan a las patas de sus galgos antes de abandonarlos o los dejan atados en corto en los pinos solitarios, sin agua ni otro socorro, para que ellos mismos se ahorquen: ya no les son útiles en la caza a esos ecológicos deportistas.

Aperrear y vida aperreada sabe todo el mundo lo que significa, y dejar morir como a un perro, tratar como un perro, abandonar como a un perro... Todo lo cruel es "como a un perro", porque parece propio del humano ser muy inhumano con el más fiel y delicado de sus compañeros animales del paso por la vida. Hay pueblos a los que parece haberse inoculado un chip que los impulsa a dar una patada o tirar una piedra a cualquier perro con que se tropiece, salvo que aparente ser muy peligroso.

En el mundo musulmán sobreviven -y pocos- como apestados oficiales. Explican algunos imanes que un perro mordió una vez a su profeta. También en el África negra. Incluso en la India -donde se respeta mucho la vida de todo ser vivo, "salvo la de los humanos", añadía Twain- los perros merecen poco aprecio. ¿Y dónde no se les deja tranquilamente morir de hambre o malheridos? Así lo veréis junto a las grandes pagodas doradas de Yangón o en la carretera que desde La Paz escala la terrible cordillera de Los Yungas. Junto a la cuneta, gentilmente separados unos de otros, docenas de perros solitarios aguardan con cara penosa que los viajeros les arrojen algún resto de comida. Desdichadamente tienen peor fortuna que los cretenses: de vez en cuando puede verse a alguno de estos mendicantes de las cumbres muerto de frío y de inanición. Perro mundo.

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