Hay Festival: destino Querétaro, una columna de Javier Moro

"Volver a México es regresar a un mundo de colores, olores y ruidos, una inmensa reserva de culturas, un caleidoscopio de tradiciones, un volcán en perpetua ebullición"

Columna de Javier Moro para el número de octubre de Viajar.
Columna de Javier Moro para el número de octubre de Viajar. / Ilustración de Raquel Marín

Escribo este texto en el atrio de una casa colonial reconvertida en hotelito, en el centro de la ciudad de Querétaro. Rodeado de aves del paraíso, me llega el canto del pinzón. El encanto de México. Había olvidado la dulzura y la exuberancia de la vida mexicana, quizás porque vivo en un país sin niños (España) y aquí hay muchos y animan la existencia de una manera de la que ya nos hemos olvidado. Volver a México es regresar a un mundo de colores, olores y ruidos, una inmensa reserva de culturas, un caleidoscopio de tradiciones, un volcán en perpetua ebullición. He pasado tres días inolvidables en esta ciudad de Querétaro, donde se ha celebrado el Hay Festival, una megafiesta cultural que atrae a gente del mundo entero. La ciudad vibra al ritmo de las charlas, los conciertos y los encuentros con escritores, inventores, músicos, pintores, fotógrafos y todo tipo de artistas. El público participa masivamente, se interesa, hace preguntas, es capaz de esperar una hora en una cola para llevarse un libro firmado.  

Para eso sirven estos festivales, para salir de la cotidianeidad, para acercarse a otros mundos aunque estén en este, en definitiva, para agrandar la mente

En el Hay Festival te topas con la escritora colombiana de moda y autora de un libro sobre las emociones que ha vendido un millón de ejemplares (pero de la que nunca había oído hablar hasta ahora, Amalia Andrade), a Glen Matlock, uno de los fundadores de la legendaria banda de los Sex Pistols, a autores jovenes que vienen a promocionar su primera novela, a poetas o al gran fotógrafo Daniel Mordzinski, que es el duende del festival. También te encuentras con algunos Premios Nobel, como la activista Oleksandra Matviichuk, que pasea su bella figura por las calles del centro y luego cuenta en la solemnidad del Teatro de la Ciudad los horrores de la guerra de Ucrania, y pide que no les olvidemos. Ella, cuando termine el festival, volverá a su casa, a Kiev, a la guerra.

Ayer mismo me encontré a la hora del desayuno con Kailash Satyarthi, Premio Nobel de la Paz 2014, el hombre que más ha hecho contra el trabajo y la esclavitud infantiles. Es un viejo conocido, al que entrevisté en 1998, mucho antes de que le dieran el Nobel. Desplegué el reportaje que traje conmigo entre tazas de café y restos de desayuno y nos reímos recordando aquel día que pasé en su casa de Delhi. Dio luego un discurso magnífico, de esos que muestran una realidad ajena a nuestros ojos. Para eso sirven estos festivales, para salir de la cotidianeidad, para acercarse a otros mundos aunque estén en este, en definitiva, para agrandar la mente. 

Y si encima esta fiesta del conocimiento tiene lugar en una ciudad como Querétaro, el placer es total. Porque pasear por estas calles llenas de gente amable, donde en cada esquina hay un músico tocando, una mujer en zancos jugando con bolas de fuego, dos actrices representando cuentos y leyendas de terror, un grupo de campesinos de rodillas rezando el rosario o unos ancianos sentados al fresco en la Plaza de Armas, es asistir al espectáculo de una humanidad abigarrada que contagia ganas de vivir.

Es una ciudad bohemia, tranquila y a la vez animada, Patrimonio Mundial de la Unesco, sembrada de soberbias iglesias y monumentos. Y a la hora de comer, es difícil elegir entre nopales en penca, barbacoa de borrego, tamales de muerto, gorditas, mole queretano, chapulines fritos (saltamontes, una delicia) y tantos platos suculentos de una gastronomía tan variada como lo es el país. No pidan postre, en la calle encontrarán pastelerías que venden unos deliciosos pedos de monja, dulces de chocolate típicos de aquí y… ¡muy ligeros! 

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