Dar la espalda al mundo por Javier Reverte

Dar la espalda al mundo
Dar la espalda al mundo

A veces tengo la impresión de que la realidad -lo que entendimos siempre que era la realidad, esto es, cuanto ocurre verdaderamente- está dejando de existir para dar paso a eso que llaman la realidad virtual, o sea, la representación de lo real mediante imágenes creadas por la informática. Es como si viviésemos en un mundo de dibujos animados. Y nuestros sentidos, al mismo tiempo, no están acostumbrados a ello, a aceptar lo que no es, sino que su hábito se circunscribe a aquello que les brinda la experiencia. Así que vivimos disociados. Muchas veces me pregunto si no nos encontramos ante la derrota del pensamiento y de la ciencia y si éste no será, al fin, el tiempo de la victoria de Walt Disney, el primero que acertó a identificar la realidad con el dibujo, seguido por su tropa de perros, patos y ratones que hablan y piensan como humanos. Pero lo malo no es que no estemos acostumbrados a ello, lo malo es lo contrari que empezamos a acostumbrarnos.

El día de Reyes de este recién estrenado 2006, para cerrar con pompa y originalidad las fiestas navideñas el telediario de la cadena estatal nos sorprendió con una nueva fórmula: un teleñeco presentaba las noticias junto a Lorenzo Milá. No sé a quién se le ocurrió semejante patochada: un bicho de trapo que hablaba y nos daba noticias sobre la llegada de tres seres imaginarios, los Reyes, que arribaban a España cargados de regalos. Da lo mismo quién fuera el autor de tal estupidez, pero me produjo una enorme preocupación. Ese mismo día habían muerto casi cien personas en atentados terroristas cometidos en Irak, una mujer era asesinada por su pareja y un ciudadano había disparado contra una banda de atracadores que entraron en su casa, causando la muerte de dos de ellos. Supongo que habría unas cuantas noticias más de signo realmente trágico. Pero en el telediario nacional, abriendo las noticias, teníamos a un muñecón contándonos que llegaban los Reyes Magos. El hecho me hizo sentir que los directivos de televisión me tomaban, a mí y a millones de adultos, por alguien retrasado mentalmente, o cuanto menos infantilizado. Es triste que el virtualismo convierta el mundo en una payasada sin gracia, y peor que nos haga volver la espalda a la realidad cuando ésta se muestra desgajada de un proyecto de justicia y de progreso. Pero, además de eso, supone grandes inconvenientes para el viajero. Y el primero de todos es que, al preparar su viaje, a menudo tiene una realidad en su retina distorsionada por lo virtual. ¿Qué esperamos encontrar si lo que hemos visto en una filmación no se corresponde con la realidad más que en la apariencia? Todo esto lo digo, también, a propósito de cómo podemos llegar a imaginar la realidad si nos fijamos tan sólo en cómo nos la cuentan. Hace años, en una película cuyo nombre no recuerdo, aparecía un turista en el parque surafricano Kruger que se bajaba tan tranquilo de su todoterreno para rodar de cerca a una familia de leones. ¿Qué sucedió? Que lo atacaron y procedieron a comérselo vivo, ante la mirada espantada de su mujer y sus pequeños hijos, quienes se habían quedado esperándole en el vehículo. ¿Qué pasaría por la cabeza de aquel hombre antes de hacer semejante tontería? Quizás había visto un exceso de películas de dibujos animados en las que los leones cumplían un papel de gatos domésticos, cariñosos, solidarios y en absoluto violentos. Vivía tal vez en una realidad virtual, en tanto que las informaciones verídicas sobre la agresividad de los felinos salvajes le parecía un asunto quizás exagerado. Los osos panda son animales agresivos y mucho más los osos negros y pardos de Canadá y Alaska, por mucho que el celuloide nos haya acostumbrado a mirar al bondadoso Yogi como si fuera un amiguete. Yo, desde luego, no me bajaría de un coche para darle galletitas a un plantígrado de las tundras del norte del planeta. Pero, junto a los riesgos, hay algo que incluso me parece más preocupante: el virtualismo nos propone dar la espalda a la vida, nos anuncia una realidad risueña en la que incluso matar -en muchos juegos bélicos de ordenador que hoy se venden en numerosos comercios- se nos presenta como una banalidad.

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