La ciudad de la música, una columna de Xavier Aldekoa

"La primera vez que visité Saint Louis, la segunda urbe más poblada de Senegal, un saxofonista tocaba su instrumento encaramado en las vigas de acero del puente que daba acceso a la isla"

La ciudad de la música, una columna de Xavier Aldekoa.
La ciudad de la música, una columna de Xavier Aldekoa. / Ilustración de Raquel Marín

Fue la mejor bienvenida a la ciudad de la música. La primera vez que visité Saint Louis, la segunda urbe más poblada de Senegal, un saxofonista tocaba su instrumento encaramado en las vigas de acero del puente que daba acceso a la isla. El hombre, ataviado con gafas de sol y un sombrero de ala corta, acariciaba el saxofón mientras cientos de personas y coches pasaban a su lado sin prestarle atención. Aquel tipo no tocaba para nadie, tocaba para él.

Me quedé un rato escuchándole, dejándome embriagar por aquella melodía tostada por el sol del atardecer, y cuando las notas se apagaron, fui a charlar con él. El hombre, Abdoulaye Ali, me estrechó la mano, se secó el sudor de la frente y señaló al otro lado del puente: “Bienvenu a la ville de la musique. Saint-Louis c’est le jazz, et le jazz c’est Saint-Louis!”.

Saint Louis es jazz y mucho más. Fundada en el siglo XVII por los franceses (fue la primera urbe creada por europeos en África Occidental), a 260 kilómetros al norte de Dakar, Saint Louis me pareció uno de los rincones más singulares del continente.

La música forma parte de la vida de los vecinos de la ciudad, ya sea en la calle o en clubes como el Spoutnik, el Ndar ndar o en la terraza del Flamingo

Al atravesar el puente de hierro de Faidherbe, el visitante se topa con dos urbes distintas. En primer lugar, la ciudad vieja, que reposa en una red de calles rectas, escoltadas por casas coloniales con coloridas fachadas de cal, balcones de madera y barandales de hierro forjado. Esa alma colonial, con cierto aire decadente y auténtico a la vez, le valió a la excapital del África Occidental Francesa el título de Patrimonio Mundial de la Unesco. Un poco más allá, tras atravesar un pequeño puente, surge el paraíso del caos.

Frente a mí se alzó el febril Guet N’Dar, uno de los mayores barrios de pescadores del país africano de callejuelas retorcidas y olor a sal. En la arena, cientos de niños, cabras y algún pelícano despistado observaban cómo los pescadores de brazos de acero recogían las redes y entregaban las capturas del día a las mujeres, que colocaban los peces en palanganas sobre sus cabezas y se dirigían a vender la mercancía al mercado.

Aquella Saint Louis diversa, claro, tenía más de una banda sonora. En cualquier esquina era posible encontrar a un grupo de amigos tocando la kora, un instrumento tradicional de veintiuna cuerdas tensadas sobre una calabaza cubierta de piel, o el balafón, una suerte de xilofón de caña.

La música forma parte de la vida de los vecinos de la ciudad, ya sea en la calle o en clubes como el Spoutnik, el Ndar ndar o en la terraza del Flamingo, donde locales y turistas se acercan a disfrutar de grupos en directo y de la brisa fresca al anochecer.

Y Ali tenía razón: Saint Louis también es jazz. La ciudad acoge desde el año 1992 el Festival Internacional de Jazz, uno de los eventos culturales más importantes del continente, y que pone notas musicales a una historia de ida y vuelta. Porque fueron los ritmos que los esclavos llevaron al continente americano los que siglos más tarde regresaron en forma de jazz, cuando varios soldados estadounidenses se establecieron en la ciudad. De aquella fusión nacieron varias generaciones de jazzmen africanos que hoy hacen de Saint Louis un paraíso para los amantes de la música. Ali tenía razón. 

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