Del Cairo al Cabo, por Mariano López

Mariano López
Mariano López / VIAJAR

Debería existir un tren desde El Cairo a Ciudad del Cabo. Más de una vez he soñado con ese viaje. Con levantarme frente a las pirámides, subirme al vagón en alguna estación abarrotada, tan viva y llena de ruidos y olores como el más concurrido de los mercados árabes, recorrer luego sin prisa todos los paisajes del Nilo, echarle horas y días, cruzar el desierto, alcanzar la sabana, ver rebaños de antílopes, elefantes y quizá leones por la ventanilla, y más horas, y más días, hasta llegar al último puerto de África, donde se recuestan las focas, con sus ojos grandes, en uno de los paisajes más bellos de la Tierra: el lugar donde se asienta la ciudad del Cabo.

Cecil Rhodes, el dueño de las primeras minas de oro y diamantes de Sudáfrica, tuvo hace más de un siglo, por distintas razones, el mismo sueño. Rhodes imaginó que una línea de ferrocarril entre El Cairo y El Cabo podía ser la columna vertebral del Imperio Británico dentro de África. Comenzó a construir el ferrocarril desde El Cabo, mientras Horatio Kitchener, el barón de Jartum, avanzaba desde El Cairo.

La obra era descomunal: ocho mil kilómetros de pico, pala y carretilla. Un ejército de ingenieros, topógrafos y obreros especializados se empeñó en que avanzara. Frente a ellos, la sed, la malaria, los guerreros nativos, la mosca del sueño, los furtivos, los sobrecostes y los imprevistos. En la sabana, las hormigas blancas trituraban la madera de las traviesas. En el Tsavo, al sur de Kenia, dos leones mataron y devoraron a varias decenas de trabajadores.

La obra no se completó. Las dos guerras mundiales secaron los fondos del proyecto, al que le quedó por ejecutar un tramo importante entre las actuales Uganda y Sudán. Tras la descolonización, cada país se encargó de administrar sus propias vías, con muy poco dinero para rehabilitarlas y ningún interés en que pudieran servir para trenes transfronterizos. La única excepción, la única obra relevante que mejoró en el siglo XX las líneas creadas por Kitchener y Rhodes, fue un empeño chino.

En 1970, China acordó un préstamo sin intereses de más de 400 millones de dólares para construir una línea de 1.800 kilómetros entre Dar es-Salam, en la costa del Índico, y Kapiri Moshi, en el corazón de Zambia, junto a las minas de cobre. Entonces, China era aún más pobre que Zambia y que Tanzania. Pero Mao apostaba por el futuro de África y China tenía fe en el valor de los ferrocarriles.

Hoy, nadie puede dudar de esa fe. Este año, China ha comprometido 900.000 millones de euros en la recuperación de la Ruta de la Seda –que late en torno a un tren– y en la resurrección –actualizada– del sueño de Cecil Rhodes. “Mi sueño es que todas las capitales africanas estén conectadas por ferrocarriles de alta velocidad”, ha dicho el primer ministro chino, Li Kegiang.

Los intereses de China es posible que no difieran de los de Rhodes. Pero África necesita esos trenes. Hay menos trenes en toda África que en Canadá. Ahora, la expansión china y su fe en los ferrocarriles van a transformar las comunicaciones en África. Del Cairo al Cabo. La China Railway Co. va a construir nuevas líneas férreas en Kenia, Tanzania, Uganda, Nigeria, Angola, Senegal, Sierra Leona, Yibuti, Etiopía, Níger, Burkina Faso, Sudán del Sur, Costa de Marfil y Benin. Los contratos ya están firmados. Así que mantendré vivo mi sueño. Aunque quizá deba añadir algunas palabras a mi limitado vocabulario chino. Ya sabía decir hola, adiós, por favor, gracias y cerveza fría, y ahora acabo de aprenderme huoché, que significa tren.

Síguele la pista

  • Lo último