SoHo cool

El SoHo empezó ejerciendo de "fábrica de la ciudad" en Manhattan, Nueva York, pero aspiraba a más. En los años 60 y 70 las fábricas se convirtieron en lofts y estudios, y sus calles en el centro de la vida bohemia, de la pintura y del descaro. Tampoco le bastó. El SoHo no ha parado hasta alzarse como la patria del lujo, refugio de sibaritas y antídoto de la realidad.

SoHo cool
SoHo cool / Álvaro Leiva

Dicen en el barrio del SoHo que a Nueva York se llega dos veces. La primera sobrevolando los edificios acristalados y, tras el taxi, arrastrando las maletas; la segunda, recorriendo la calle Houston, dejando a un lado el olor a pescado desecado de Chinatown y, al otro, el de pan caliente con olivas de Little Italy. Es fácil reconocer la meta. Hay edificios de ladrillo visto y muchachos colgados de andamios limpiando las vidrieras. Abundan las escaleras de incendios por donde resulta fácil imaginar a un gánster de guante blanco huyendo de la Policía. Se ven rincones que son tan neoyorquinos que parecen hechos de celuloide. Hay ruido, yuppies reciclados, dólares flotando, pulgares que vuelan sobre las teclas, tarjetas de crédito humeantes, aspirantes a modelos suspirando frente a escaparates, cafeína y elegancia. Vive una Nueva York que se parece mucho a la que escogeríamos si tuviéramos que describírsela en pocas calles a un extraterrestre.

Hubo un tiempo, antes de que el SoHo fuera el SoHo (llamado así por estar al Sur de la calle Houston, SOuth of HOuston Street, y en referencia a la zona de la ciudad de Londres), en que pasar mucho tiempo en estas calles era sinónimo de peligro o de pobreza. Los bomberos se santiguaban antes de entrar en ese conjunto ennegrecido de fábricas que ostentaba el récord de ser el lugar de la ciudad donde más y peores incendios se declaraban. Tanto era el miedo que despertaba el que ahora es el barrio más chic de NYC que lo conocían como Hell''s Hundred Acres (los cien acres del infierno, unas cuarenta hectáreas). Corría mediados del siglo XIX y la única riqueza que pisaba el barrio eran los cristales de Tiffany que salían de la fábrica allí asentada y ponían rumbo rápidamente a los mercados de las zonas acomodadas. Cualquiera de los obreros que trabajaban en aquella negrura se hubiese desternillado si le hubieran dicho que llegaría el día en que las mejores joyas del mundo colgarían del cuello de los futuros habitantes de ese infierno.

Arañas de vidrio tallado en las boutiques, diamantes en los escaparates, zapatos que más que exponerse parecen adorarse en las estanterías, pañuelos de seda que se tiran al aire y tardan en caer quince segundos, templos de la moda erigidos en edificios que erizarían el vello de cualquier arquitecto del mundo. Las grandes naves sobre columnas de hierro, que en su momento fueron levantadas para contener la maquinaria de las fábricas, son ahora espacios diáfanos donde se compra, se cena, se ama con una copa de champagne en la mano. Los Porsche relucen aparcados junto a terrazas en las que los brokers alivian sus nervios de las tensiones de Wall Street. El solo hecho de vivir aquí implica ya un poderoso pedigree social; tan exclusivo resulta desde hace décadas optar a un mercado inmobiliario gestionado casi como una hermandad secreta.

Entre la oruga que representaron los Cien Acres del Infierno y la mariposa del SoHo hubo, por supuesto, una lenta metamorfosis. La protagonizó un grupo de locos despistados e idealistas que terminarían convirtiéndose en los rehabilitadores urbanos más efectivos de Nueva York. A su pesar y sin mover un dedo para ello, los artistas que en los 60 y 70 ocuparon esas antiguas fábricas abandonadas y solares vacíos devolvieron el oxígeno a la zona. Las escaleras de incendios se llenaron de murales y conciertos; los ventanales, de óleos colgados, y las naves, de pintores que pensaron que las buhardillas de su soñado París podrían estar en algún lugar debajo del hollín.

Ejercieron tal fascinación que en cuestión de pocos años los yuppies, los galeristas, las familias acomodadas con inquietudes, los jóvenes dandys y los profesionales liberales de abultada cartera decidieron que el SoHo no era sólo un lugar para tomar copas y ver performances los viernes por la noche. Los alquileres fueron creciendo, los talleres convirtiéndose en mansiones y los dólares bajaron la calle Houston al mismo ritmo que los artistas la subían en busca de naves llenas de hollín para seguir siendo pobres y despistados. Esta es la leyenda del SoHo, pero no es del todo exacta. Muchos artistas de éxito continúan viviendo en la zona sur del barrio, aunque es cierto que donde late ahora el arte es, sobre todo, en las galerías. Hay tantas que las banderolas que anuncian su presencia se apelotonan unas con otras en el escorzo de las calles del SoHo. En ellas, Dalí convive con Picasso, Miró es un habitual y las Pin Ups de mejillas carnosas le sacan los colores al gran Joe DiMaggio. El mejor jugador de béisbol de la historia, que fue marido de Marilyn Monroe, aparece, colosal, en una fotografía en blanco y negro. "Si Van Gogh es el amarillo, el rojo es de Matisse, y el azul, de Chagall". Lo dice un galerista experto charlando con un pintor que pinta (y aspirante a pintor que vende), mientras degusta una ostra tras otra en una barra donde los negocios y la belleza son siameses.

No hay quizás mejor metáfora de la maestría con la que lo práctico y lo estético se unen en el SoHo que su propia arquitectura. Hubo un momento en la historia de Nueva York, en el siglo XIX, que la piedra se quedó corta (y se volvió demasiado cara) para cumplir las aspiraciones babelianas de sus arquitectos. Se recuperó y perfeccionó entonces el cast iron, una técnica usada por los británicos en la que se explota el hierro colado. Consiste en crear moldes que se rellenan con el metal para construir columnas en serie, entre otros elementos arquitectónicos esenciales. Puede parecer algo complejo, pero resulta fácil de comprender contemplando la fachada del Little Singer Building o del Haughwout Building (el primero que tuvo ascensor a vapor en toda Nueva York), ambos en la calle Broadway. Habría sido difícil horadar sus mil y una ventanas si el material de base hubiese sido la piedra en vez del hierro. Los esqueletos metálicos permitirían en toda la ciudad edificios más altos, más luminosos, más rápidos de construir y más acordes con el ritmo económico del momento. No hay en Nueva York tantos ni tan geniales como los que se encuentran, por ejemplo, a lo largo de la calle Greene (The King and the Queen son dos muestras magníficas de lo que se puede hacer con abundante pragmatismo y espíritu clásico). Por algo la zona se conoce como Cast Iron District y está considerada uno de los centros históricos más importantes de la megalópolis. Si no hubiera sido por la lucha testaruda de los conservacionistas, quizás una carretera circularía ahora por el barrio más autóctono de toda la ciudad de Nueva York.

Lo curioso es que estos embriones de los futuros rascacielos empezaron imitando la piedra, pero terminaron reivindicando su propia modernidad. Una enseñanza que al SoHo se le quedaría grabada. Esa mezcla de volutas y tatuajes chic, capiteles corintios y caniches vestidos de verde, vidrieras majestuosas y motos doradas, motivos barrocos y amas de casa subidas a catorce centímetros de tacón es el mayor encanto del barrio. Hay paparazzi escondidos tras en un periódico frente a la boutique de Prada o de Vivienne Westwood para cazar actrices y modelos de compras un lunes a media mañana. No faltan las bellezas que, con un vestido de algodón y unas zapatillas, descansan de las sandalias de charol y el raso de las pasarelas. Su peregrinar se mezcla con el griterío de esos comercios italianos, mexicanos, chinos de comida rápida que resultan mucho más modestos, pero que son aclamados por los yuppies de hoy, que de vez en cuando prefieren comer de pie sin que nadie les llene la copa.

Los nostálgicos dicen que el encanto del barrio sufrió cuando los artistas se fueron. Los esnobs piensan que debería cobrarse entrada a esa enorme ola de gente variopinta que los fines de semana ingresa en el universo del SoHo para llevarse un trocito, en forma de pendientes, pañuelos y, si la cuenta corriente lo permite, zapatos de diseño. Los antiguos vecinos que se fueron a barrios más familiares al ser padres regresan los viernes por la noche, niñera mediante, para quitarse la morriña. Los vividores piensan que no existe quizás otro lugar en Estados Unidos donde se disfrute mejor y con menos complejos los placeres de la cúspide de la pirámide. Los escultores y fotógrafos despotrican de las galerías burguesas en voz alta, pero les mandan su portfolio entre susurros con los dedos cruzados. Los anticonsumistas se sienten como un ateo en la Basílica de San Pedro de Roma. El SoHo es el resultado de un casting para una película infinita sobre el placer. En los créditos, las vistas desde una habitación de hotel, las langostas en Balthazar, el sushi y el tartar de salmón, un broche de oro en la oreja, una película indie en un cine que ha logrado sobrevivir, una lágrima de chocolate bajo la lengua, un corsé de encaje no muy apretado pero provocador... El The End, en mitad del paraíso, nadie parece echarlo de menos.

Entre fantasmas, rincones románticos y pesadillas kafkianas

Tantas veces ha sonado la claqueta en las calles del SoHo, que cientos de personajes míticos se han convertido en hijos predilectos. La cafetería y tienda delicatessen Dean Deluca se hizo célebre en la serie "Felicity" que tanto encandiló fuera y dentro de Estados Unidos. En Mercer Street vivían "Molly" y "Sam" antes de que éste tuviera la mala fortuna de ser asesinado y convertirse en el infatigable espíritu de "Ghost". En una buhardilla del SoHo se alojaba la pareja de la hermana más bohemia y soñadora de "Hannah", la protagonista de la cinta de Woody Allen que cuenta las desventuras románticas del clan. Difícil de olvidar es también la odisea kafkiana a la que somete Martin Scorsese al pobre protagonista de "Jo, qué noche", que sufrirá una penosa peregrinación por todo tipo de ambientes del SoHo de los años 80 (ya en plena transformación). Nada mejor para ver el contraste entre esta época y la actualidad que fijarse en la ambientación de la galería que tiene en el barrio "Charlotte", la inolvidable integrante de la serie "Sexo en Nueva York".

Historia de un espejismo en peligro

Cuando en 1975 el artista Richard Haas decidió dejar su huella en un edificio de 1889 situado en el corazón del SoHo, el resultado fue una gran ovación. El 112 de Prince Street presumía por un lado de una bella fachada de regusto clásico, y por el otro de exactamente el mismo y engañoso efecto. Haas ideó su trampantojo con especial cariño porque en aquella época el edificio estaba poblado por esa pandilla de artistas bohemios en busca de retos para experimentar. El tiempo y el vandalismo grafitero han debilitado el esplendor de esas ventanas eternamente cerradas del SoHo, pero la obra sigue siendo importante en la personalidad del barrio y del distrito histórico repleto de edificios de "cast iron" (hierro colado) donde se ubica. Puede que no sea así eternamente. A pesar de la defensa de los conservacionistas, hay planes para construir una mole comercial de cinco plantas que taparía del todo el trampantojo. Las protestas han hecho prometer a la empresa que limitará la altura de la nueva construcción, pero el futuro de esta postal de los años locos sigue pendiendo de un hilo.

24 horas de un neoyorquino en el SoHo

Empieza tomando un helado cremoso o un cafecito en la concurrida Dean Deluca, que tanto gusta, según dicen, al mismísimo Robert de Niro. Después, ya entonado, busca algún tesoro en el Antique and Flea Market (entre las calles Broadway y Grand) o, lo que es lo mismo, la feria de antigüedades donde se puede encontrar desde un arcón del siglo XVIII a una preciosa diadema de vidrio de los años 40. Cuando apriete el hambre, hay que buscar Jane, en el 100 de W Broadway, para un buen brunch tanto dulce como salado (los sábados y domingos conviene reservar a primera hora porque su fama ha cundido). Y después pasarse por ese templo de teatro salvaje y rebelde llamado The Performing Garage (en el 33 de Wooster Street) para ver qué tienen en cartel. Puede parecer algo modesto ahora, pero fue un modelo en los años 60 y 70, y algunos grandes que estudiaron aquí, como Willem Dafoe, siguen visitándolo regularmente. Tras la dosis de digresión, un poco de diversión frívola y cool en Pegu Club (en el 77 de Houston). En su barra, Audrey Saunders demuestra por qué es el rey de los cócteles.

10 cosas originales y divertidas que hacer en el barrio

1. Disfrutar de las fotografías de la galería Coda Gallery (472, Broo-me Street) o quedarse extasiado admirando un Picasso, un Miró u otros grandes de la historia del arte en la galería William Bennett (65, Greene Street).

2. Dejar una flor en memoria de Heath Ledger en el 421 de Broome Street, donde estuvo su casa.

3. Entretener a los niños a la vez que aprenden sobre arte en el Children Museum of Arts, en el 182 de Lafayette Street.

4. Brindar un homenaje a los bomberos de Nueva York en el New York City Fire Museum, en el 278 de Spring Street.

5. Saltar de bocadillo en bocadillo en las infinitas viñetas del Museum of Comic Cartoon, en el 594 de Broadway Street.

6. Quedarse más que sorprendido con The New York Earth Room, una polémica instalación creada por el artista Walter de María en 1977 (en el 141 de Wooster Street).

7. Descubrir Pino''s Prime Meat (149, Sullivan Street). Una de las pocas carnicerías tradicionales italianas que siguen vivas en el barrio. Cuentan que muchos neoyorquinos se marean cuando ven toda la carne fresca expuesta por primera vez, pero cuando la prueban, ya no vuelven a comer nada congelado.

8. Probar la que dicen es la mejor mozarella fresca de todo Nueva York, en Joe''s Dary, en el 156 de Sullivan Street.

9. Disfrutar de una de las recetas de pizza más antigua de la ciudad de los rascacielos en Lombardi''s, en el 32 de Spring Street.

10. No ser capaz de decidirse ante la inagotable cantidad de variedades de té de Harney''s and Sons, en el 433 de Broome Street.

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