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Los 187 kilómetros de la costa pernambucana, que exhiben las mejores playas de Brasil, ofrecen también maravillas como la ciudad de Olinda, Patrimonio de la Humanidad; los encantos de Recife, la primera capital de Brasil, y el Parque Marino del archipiélago de Fernando de Noronha, impresionante y salvaje.

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El sociólogo recifense Gilberto Freyre decía que sus paisanos pernambucanos han formado una sociedad introvertida, que no se entrega al primer contacto. Sin embargo, el colorido de la terminal de llegadas del aeropuerto internacional de Recife apunta a todo lo contrario; su vitalidad, también. Y el paisaje, la costa, el clima, la playa, y todo. Con una temperatura media anual de 32 grados centígrados, un cielo siempre azul, la perpetua compañía del agua y las tentaciones de uno de los calendarios más generosos del mundo con las fiestas, los recifenses están obligados a ser de todo menos introvertidos. Basta acudir a un mercado, a una plaza o a una playa para comprobarlo. O sintonizar con los sonidos de la ciudad: el baile del frevo y el ritmo carnavalesco del maracatú. Todo regado con caipirinha. Así que se equivocó el sociólogo: los recifenses no se guardan del visitante. La calle es su vida.

El Marco Zero es el punto de partida para mezclarse con esa vitalidad anunciada. En este punto, hoy marcado con una rosa de los vientos, comenzó todo a principios del siglo XVI. El Marco Zero es el corazón de Recife Antiguo, la primera isla ocupada por los colonos europeos. La llamaron la Venecia brasileña por su medio centenar de canales y sus diversos puentes. Unas havaianas (marca de chanclas que se han puesto de moda), un pantalón de algodón y una camisa de manga corta componen el atuendo perfecto para recorrer esta Venecia tropical.

Desde el Marco Zero, varios edificios de arquitectura portuguesa nos llevan por calles antiguas, como la de Bom Jesus. Aquí estuvo la primera sinagoga de América. Ahora, por las noches, es una calle de moda y se llena de recifenses que brindan por su suerte con cerveza muy fría. Por la mañana, la misma calle se viste, perezosa, con puestos de artesanía. Solo la diferencia de luz entre el día y la noche matiza el ambiente festivo de la isla de Recife Antiguo. Bares de música rock de todos los tiempos; Shakira, Lady Gaga y Katy Perry en pubs más modernos; música chill out en las terrazas; giras una esquina y surge una plaza donde unos altavoces animan a la gente, que se sienta alrededor de mesas donde compartir risas y experiencias. Sin darte cuenta, miras el reloj y ya es casi de madrugada. Un par de horas más y comienza el relevo: de la noche al día, el chill out deja paso a las artesanías.

A varios puentes de distancia del barrio de Recife, emerge Santo Antonio, una isla más moderna, pero con el mismo pulso frenético cotidiano que Bom Jesus. Los jardines de la Plaza de la República invitan a pasear desde un espacio abierto -donde se magnifican las formas afrancesadas de edificios como el Teatro de Santa Isabel- al recogimiento de las calles que se agrupan en el centro de la isla, con numerosas iglesias que ofrecen cobijo espiritual al viandante. Aquí la luz se atenúa por la cercanía de unos edificios a otros, y el silencio se impone al jolgorio. Sin embargo, el halo contemplativo que rodea al máximo exponente del barroco brasileño, la Concatedral de São Pedro dos Clérigos, se torna de nuevo vehemente en el Patio São Pedro y en los alrededores del Mercado de São José. Las plazas y las calle comerciales bullen con la misma intensidad que los colores de las fachadas y ventanas de viviendas y comercios. La impronta portuguesa se deja notar en cada rincón, sobre todo en la Praça de São Pedro, epicentro de la animación sociocultural del barrio y donde es difícil resistirse a degustar un cremoso café en la terraza de un bar o a curiosear en las tiendas de artesanía.

Las caminatas por calles moldeadas al gusto de portugueses, holandeses, españoles, franceses o judíos nos llevan a otras vías, las que se forman por entre las toallas que tapizan la suave arena de la playa de Boa Viagem. Los rascacielos escoltan a un kilométrico arenal protegido por una línea de arrecifes que, con la marea baja, abren piscinas naturales en las que bañarse rodeado de peces de colores. Los arrecifes dieron nombre a la primera capital de Brasil, fundada en 1537, pero ya los indígenas que habitaban estas tierras antes de la llegada de los europeos dieron un significado a las formaciones rocosas de su litoral. En lengua tupí-guaraní, "Paranampuka" (Pernambuco) significa "donde el mar revienta".

Vivir Boa Viagem es acercarse a la diversión propia de una ciudad costera, donde los complejos hoteleros abren la puerta a un sinfín de actividades relacionadas con el mar. Un paseo en jangada (embarcación típica de pescadores) nos da una perspectiva del ritmo ecléctico de la zona, marcada por la práctica de deportes como el voley, patinaje, fútbol o ciclismo. Las iglesias barrocas y los edificios coloniales dan paso a torres de acero y cristal que impulsan sensaciones distintas a las vividas en Recife Antiguo o São Antonio. Algunos turistas se tuestan en la playa. Seguro que más allá del arrecife hay muchos buceadores que buscan experiencias únicas entre los restos de los más de veinte navíos hundidos frente a la costa. El agua de coco refresca el cuerpo, y la visión de la vecina Olinda desde la playa invita a buscar otra inmersión, la musical. Hay que bucear por las notas del frevo, el maracatú, la ciranda y el caboclinho para disfrutar, un poco más, de la vida. Se baila con paraguas de colores, que llegas a mover y a rotar casi desde la inconsciencia. Es la alegría de una capital multicultural que atrapa al viajero. Vuelves a mirar el reloj. Ya es otro día.

Olinda fue considerada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1982. Desde el centro de Recife se llega a Olinda en apenas diez minutos de autobús. Asomados a la cima de su Ciudad Alta se divisan calles de edificios policromados, muestras de barroco brasileño y colonial que antaño, desde su fundación en 1535, enriquecieron el pasado pernambucano con la producción de azúcar. La iglesia da Sé, el templo parroquial más antiguo del noreste de Brasil, extiende desde su base la explanada del Alto da Sé, lugar de reunión de vecinos y turistas, que recorren cada noche los puestos de artesanía y gastronomía local.

Por su cuidado centro histórico, por su ambiente, su cautivador poder de sugerencia, Olinda es magia. A medida que el calor aprieta, más ganas te entran de contagiarte de su belleza. La sonrisa de una mujer, la mirada cómplice de un anciano, los juegos de los adolescentes o la ternura y simpatía de una niña que posa ante una cámara de fotos invitan a saborear cada encuentro. Olinda también es música. Los cantos gregorianos que se deslizan por los muros de la iglesia y monasterio de São Bento se entremezclan en las calles de piedra con los ritmos que marcan los sonidos carnavalescos. El carnaval de Olinda es uno de los más grandes del mundo y cuna callejera de una fiesta donde la música posee y seduce a quien participa. Pasan las horas, y sin saber ni cómo ni por qué, tu cuerpo le pertenece ya a esta ciudad. Miras a tu alrededor y te ves dentro de una escuela de samba, bailando, sonriendo. Participando de su vida.

Si el ser humano le dio a Brasil una ciudad como Olinda, la naturaleza respondió con Porto de Galinhas y el archipiélago de Fernando de Noronha. El litoral pernambucano tiene una de las playas más bonitas de Brasil, la de Porto de Galinhas, que no se ve ensombrecida por construcciones que no han querido crecer en altura para no restar protagonismo al arenal. Las rocas que formas los arrecifes crean piscinas naturales de aguas cálidas y peces que juegan con los turistas. Un cúmulo de jangadas flotan a pie de arena a la espera de transportar a bañistas y buceadores hasta las formaciones rocosas. En la playa, sombrillas, vendedores de agua de coco, conductores de buggies y otra fauna animada colorean el ambiente, que se vuelve casi histriónico en las calles interiores de la antigua villa de pescadores al ver la amalgama de restaurantes, bares, agencias de viajes y tiendas de artesanía existentes.

La algarabía parece rendir un homenaje a la historia de Porto de Galinhas, un nombre vinculado al contrabando de esclavos africanos, que llegaban al puerto escondidos en cajas de gallinas provenientes de Angola y desembarcaban al grito de "hay gallina nueva en el puerto".

No muy lejos del cacareo bullicioso de vecinos y visitantes nos espera Ponta de Maracaípe, paraíso del surf y el kite-surf. Al final de la barra, donde desemboca el río Maracaípe y atracan las silenciosas jangadas, el manglar crea el ecosistema adecuado para que los caballitos de mar se reproduzcan refugiados entre las raíces de la vegetación. Vida de agua salada que ofrece su especta cular catálogo en el archipiélago Fernando de Noronha, compuesto por una veintena de islas. Descubierto en los primeros años del siglo XVI, está protegido desde 1998 por la figura de Parque Nacional Marino. Sus aguas claras y límpidas, sus abruptas formaciones sumergidas o su exuberante flora y fauna permiten la vida a delfines, tiburones, tortugas, ballenas y peces multicolores, que hacen de Fernando de Noronha, la esmeralda del Atlántico, un destino de ensueño para amantes de la naturaleza. Los presos que en la Segunda Guerra Mundial vivieron en estas islas la ausencia de libertad nunca se imaginaron que, años más tarde, las aguas por las que suspiraban sus deseos de huida se convertirían en paraísos submarinos, con temperaturas medias de 28 grados y visibilidad perfecta hasta los 30 metros de profundidad.

El exotismo natural de origen volcánico vive preservado por la conciencia ecológica y el nutrido grupo de investigadores que analiza los ecosistemas de uno de los pocos manglares oceánicos del mundo. Un acuario con miradores excepcionales en superficie y con olas tubulares que lo equiparan al misticismo de Hawai. El control de acceso al archipiélago no impide, sin embargo, que el ocio se exprese mediante fiestas nocturnas que están amenizadas por el popular forró de pé de serrá.

La historia brasileña escribe su capítulo Cuna de la patria en el Monte de los Guararapes, en Jaboatao de Guararapes. Aquí, el ejército brasileño se enfrentó a los holandeses y fundó su sentimiento patrio, aunando el corazón de negros, indios y blancos contra los conquistadores flamencos.

Ilha de Itamaracá es una porción de terreno desgajada del continente por el río Jaguaribe. Un destino de playas tranquilas y alojamientos turísticos en primera línea de arena, donde las prácticas de ecoturismo son el principal reclamo para disfrutar de V aguas tibias y cristalinas. Desde la fachada sur de la fortificación Orange se divisa Maria Farinha, donde el agua salada deja una chispa de protagonismo al agua dulce que corre por los toboganes de uno de los parques acuáticos más grandes de Brasil.

Las playas de Cabo de Santo Agostinho se encuentran situadas al sur de Recife. Los habitantes de esta ciudad dicen que fue en sus arenales donde desembarcó Yáñez Pinzón. Si fuera así, él fue el primer europeo que pudo admirar playas como Itapuama, "piedra bonita" en lengua indígena, Pedra do Xaréu, playa do Paraíso, playa Gaibu o la playa Calhetas. Si seguimos la carretera hacia el estado de Halagaos, llegamos a Tamandaré y a la playa de los Carneiros.

El interior de Pernambuco es también rico en historia, patrimonio, cultura, arte y gastronomía. Gravatá, por ejemplo, es una acogedora urbe donde se puede disfrutar de paseos a caballo, rutas de senderismo y trekking, descenso de cañones, práctica de rápel. Caruaru es la capital del forró y en junio brilla por su dinamismo. El Alto do Moura fue considerado por la Unesco el mayor centro de Artes Figurativas de las Américas. Brejo da Madre de Deus, Bonito, Garanhuns, Petronila, Triunfo y Nazaré da Mata son otras poblaciones muy recomendadas en una excursión por el interior. Pernambuco es una tierra llena de maravillas. Para empezar, por sus topónimos. Olinda, por ejemplo, debe su nombre a la princesa citada por el libro de caballerías que salvó Cervantes de la hoguera del Quijote: Amadís de Gaula. En el libro de Amadís, Olinda es una princesa, hija de un rey noruego, que ama en secreto al caballero Agrajes.

No hay que explicar nada más. Cualquiera puede advertir que una costa en la que hay ciudades que llevan el nombre de princesas soñadas por libros de caballería es un lugar extraordinario. Ciertamente fantástico.

Brasil es sinónimo de carnaval. Es la razón de vivir para millones de brasileños, que ya en enero comienzan con los preparativos y ensayos. Las imágenes del Sambódromo de Río de Janeiro recorren todos los rincones del planeta, pero es en Recife y Olinda donde el carnaval se viste con la máscara de la multiculturalidad, justo antes de la Cuaresma y durante todo el año, porque siempre es carnaval en estas dos ciudades. Los preparativos y ensayos están presentes, por ejemplo, en el Palacio do Galo da Madrugada, que muestra durante 12 meses el fervor y la pasión del mayor conjunto carnavalesco del mundo (www.galodamadrugada.org.br).

En la capital pernambucana se concentra la mayor agrupación de comparsas del mundo. Durante el carnaval, miles de personas asfaltan calles y puentes del casco histórico recifense. A vista de pájaro, los muñecos gigantes flotan sobre liliputienses de todas las edades, razas y condiciones, imbuidos por el baile. Movimientos que acompañan al paseo del Galo da Madrugada, un descomunal gallo policromado que se pasea cada sábado de carnaval ante los vítores de los presentes. La originalidad de los blocos, grupos vecinales, invade las calles. Una amalgama divertida, que serpentea a ritmo de frevo -el alocado baile recifense-, samba, ciranda, maracatú y forró.

En Olinda, la primera capital brasileña de la cultura, el carnaval es más atrevido, dicen que casi irreverente. No hay día del año que no se respire este ambiente en las escuelas de samba, donde se ensaya para la puesta de largo en la fecha señalada. Desde la cima de la Ciudad Alta, como se conoce a Olinda, a los Quatro Cantos, punto de unión de las calles Amparo y Prudente de Morais, los adoquines sirven de lecho para la riada de bandas de música, pasistas, estandartes y visitantes que se echan a la calle durante el carnaval.

La cocina pernambucana está marcada por la materia prima extraída del mar, la cocina de la costa, con pescados como la agulinha, fritos de pescado, caldeiradas con frutos del mar, ostras, mariscos, camarones, langostinhos o cangrejos en salsa y cocidos. La Cocina del Sertao supone una propuesta carnívora de excelente calidad, que se complementa con platos como la carne do sol, la carne de bode, la tapioca, el queso coalho (fresco) a la brasa, maní tostado y cocido, huevos de codorniz y los tradicionales caldinhos caseros.

El mercado de San José de Recife o sentarse en una churrasquería son experiencias gastronómicas imprescindibles. La elaboración de dulces típicos también revelan el santo y seña, la historia de la cocina pernambucana. La caña de azúcar es la madre de la rapadura, "el más dulce de los dulces", que tiene su principal embajador en el bolo-de-rolo, el pastel relleno de dulce de guayaba. De la caña de azúcar también se extrae el aguardiente, la cachaça, que da vida a la famosa caipirinha. Si se elabora con vodka, se denomina caipiroshka; y si se fabrica con ron, caipirissima. Sin alcohol, muy refrescante y más común que el agua embotellada, podemos beber el agua de coco, que se compra casi en cualquier rincón playero.

El interior de Pernambuco también destaca por sus propuestas culinarias y enoturísticas. El Festival Gastronómico de Culinaria Caprina e Ovina, que se celebra entre los meses de octubre y noviembre en Triunfo, es una cita básica para probar la cocina pernambucana.

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