Visita al Camino de Hierro, una de las grandes obras de ingeniería del siglo XIX

La visita al Camino de Hierro sirve como reclamo para conocer los Arribes del Duero, frontera natural entre Salamanca y Portugal.

Visita al Camino de Hierro, una de las grandes obras de ingeniería del siglo XIX.
Visita al Camino de Hierro, una de las grandes obras de ingeniería del siglo XIX. / Pablo Fernández

Hasta hace dos días, como quien dice, seguíamos debatiendo en España acerca de nuestra entrada, o no, en la llamada modernidad. Hoy, el asunto parece medianamente zanjado. Nuestros problemas ya son similares a los que tienen los países de nuestro entorno... Eso que hemos avanzado. Sin embargo, a lo largo de la historia contemporánea de España, el tema de la modernización del país ha sido empleado como un arma arrojadiza ideológica. El meollo de este recurrente debate aparece entre los miembros de la Generación del 98, que reclamaron la adopción de una modernidad propia, “Made in Spain”, ajena a imposiciones externas.

Vistas desde el mirador de Picón del Moro (Saucelle).

Vistas desde el mirador de Picón del Moro (Saucelle).

/ Pablo Fernández

Miguel de Unamuno (1864-1936), por ejemplo, criticaba “la creencia de que la civilización está en el retrete, en las calles bien encachadas, en los ferrocarriles y en los hoteles”. Dejando de lado la boutade de Unamuno, el desarrollo del ferrocarril fue uno de los grandes impulsos modernizadores del siglo XIX. Walt Whitman (1819-1892), padre fundador de la poesía estadounidense, describió en Specimen Days (1882) la fascinación decimonónica por el tren: “La gran locomotora, el emblema moderno del movimiento y el poder, tan majestuosa como terrible, con su agudo silbido y su chimenea echando humo, sus poderosas ruedas y varillas.” Culmen del espíritu transformador de la Revolución Industrial, el primer ferrocarril de pasajeros se inauguró en 1825 entre las localidades británicas de Stockton y Darlington. Doce años después, en 1837, la primera línea española comenzó a operar entre La Habana y Güines, en Cuba —entonces bajo gobierno español—. La primera ruta peninsular conectó Barcelona con Mataró en 1848.  

Plaza mayor de Lumbrales.

Plaza mayor de Lumbrales.

/ Pablo Fernández

Paso para adelante, paso para atrás

A pesar de sus evidentes contribuciones al progreso, el desarrollo del ferrocarril también tuvo un alto coste económico, social y geográfico. Los amantes de las películas del Oeste estarán familiarizados con la imagen de un tren de vapor recorriendo los vastos desiertos estadounidenses. Entre 1863 y 1869, miles de obreros —muchos de ellos chinos— trabajaron en condiciones infrahumanas para construir los 3.075 kilómetros que conectaban el centro del país con la costa del Pacífico, concretamente Omaha, en Nebraska, con Sacramento, en California. Esta obra significó un importante paso para lograr una línea ferroviaria que uniera las costas este y oeste del país. 

Antiguo vagón en la estación abandonada de La Fregeneda.

Antiguo vagón en la estación abandonada de La Fregeneda.

/ Pablo Fernández

En la historia española del siglo XIX también hay un episodio histórico de dimensiones épicas relacionado con los ferrocarriles. Se trata de la construcción del Camino de Hierro, apenas 17 km que conectan la localidad salmantina de La Fregeneda y Barca de Alba, justo en la frontera portuguesa. Aunque es un recorrido relativamente breve, este tramo, que atraviesa el Parque Natural de Arribes del Duero, transcurre por desfiladeros, 20 túneles poblados por murciélagos y 13 puentes que desafiaron la ingeniería de la época.

El objetivo de esta línea era superar los mayores accidentes geográficos de la línea que enlazaba Salamanca con Oporto, ruta conocida como Línea del Duero y que aspiraba a impulsar los intercambios económicos entre ambos países. Su construcción fue una de las obras de ingeniería más complejas del siglo XIX en la península. Hay quien la considera incluso como uno de los más impresionantes ejemplos de ingeniería ferroviaria de la historia. Durante su construcción, que transcurrió entre 1883 y 1887, alrededor de 2.000 trabajadores participaron en la obra. Muchos de ellos fallecieron, ya sea por accidente, peleas, enfermedades —está documentada una epidemia de cólera durante las obras— e, incluso, la crecida del río Águeda.

Uno de los 13 puentes que recorren el Camino de Hierro.

Uno de los 13 puentes que recorren el Camino de Hierro.

/ Pablo Fernández

El uso del Camino de Hierro fue decayendo hasta que, el 1 de enero de 1985, se interrumpió el servicio por su poca rentabilidad. En 2000, esta obra de ingeniería se declaró Bien de Interés Cultural y en 2021 se reabrió como ruta senderista. Un recorrido no apto para acrofóbicos que puede realizarse en aproximadamente seis horas. La mejor época para hacerlo es en primavera y otoño. Para realizar esta aventura es necesario comprar las entradas en Caminodehierro.es. Al tratarse de un escenario protegido y controlado, las horas de acceso son muy estrictas: de 7:30 a 8:30 de la mañana en primavera y verano y de 9:00 a 10:00 en otoño e invierno. El punto de recepción de visitantes es el muelle de Vega Terrón. Desde ahí, los visitantes son trasladados en transporte colectivo al inicio de la ruta, en la estación abandona de La Fregeneda. Cada senderista recibe una linterna, objeto importante para atravesar sin complicaciones los 20 túneles del camino. El primero de ellos, que recibe el nombre de La Carretera, es el más largo, con 1,5 kilómetros de longitud. 

Recorrido del Camino de Hierro.

Recorrido del Camino de Hierro.

/ Pablo Fernández

La existencia de los túneles ha propiciado la llegada de unos inesperados vecinos a la zona: una abundante comunidad de murciélagos. De acuerdo con estudios de la Universidad de Salamanca, en sus túneles “descansan y se reproducen unos 12.000 murciélagos, formando una de las colonias más importantes de la península ibérica”. Al tratarse de especies protegidas, como el murciélago de cueva o el ratonero, un par de túneles se cierran temporalmente cada año para preservar la tranquilidad de estos mamíferos voladores. Así, los visitantes deben tomar brevemente una ruta alternativa en sus periodos de hibernación y de cría. Habitualmente, septiembre y octubre son dos buenos meses para recorrer todo el Camino de Hierro sin alteraciones de este tipo.

Fachada de una casa en San Felices de los Gallegos.

Fachada de una casa en San Felices de los Gallegos.

/ Pablo Fernández

El itinerario transcurre por las vías del tren en paralelo al cauce del río Águeda, hasta su confluencia con el Duero. El punto de finalización es el mismo lugar en el que los participantes dejan sus vehículos a primera hora: el muelle de Vega Terrón, uno de los pocos puertos fluviales de España. Aquí hacen parada numerosos cruceros provenientes de Portugal. 

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en San Felices de los Gallegos.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en San Felices de los Gallegos.

/ Pablo Fernández

El carácter fronterizo de esta tierra se aprecia en numerosos detalles. El restaurante del puerto es un buen ejemplo. Aunque administrativamente pertenece a España, la gestión recae en un portugués y buena parte de sus clientes provienen del país vecino. De ahí que la carta cuente con delicias lusas como el bacalao a bras. De hecho, toda la subcomarca de El Abadengo, por la que transcurre el Camino de Hierro, comparte este espíritu de frontera. 

Mirador en el castro de Las Merchanas.

Mirador en el castro de Las Merchanas.

/ Pablo Fernández

Fronteras móviles 

El Camino de Hierro es la excusa perfecta para adentrarse en la vertiente salmantina de Las Arribes, zona aún por conocer incluso para buena parte de los viajeros españoles. Muchas de las localidades de estas tierras están, además, plagadas de historias de frontera —siempre jugosas para los amantes de los buenos relatos—. San Felices de los Gallegos es un buen ejemplo. Esta pequeña joya de apenas 400 habitantes se encuentra a tan solo 30 kilómetros de La Fregeneda y a 105 de Salamanca.

Torre del homenaje en San Felices de los Gallegos.

Torre del homenaje en San Felices de los Gallegos.

/ Pablo Fernández

La localidad perteneció a Portugal entre 1297, tras el Tratado de los Alcañices, y 1326, cuando volvió a manos del reino de Castilla como consecuencia de la dote matrimonial de María de Portugal en su enlace con Alfonso XI de Castilla. Denominada antaño como una de las “grandeces de Salamanca”, las calles de este pueblo dan testimonio de su importancia durante el medievo. En la actualidad es posible visitar la torre del homenaje y los restos de su castillo, construido a finales del siglo XII por el monarca portugués don Dionís. En los alrededores de la torre hay un mirador donde los vecinos aseguran que es posible disfrutar del mejor atardecer de San Felices. El que esto escribe lo corrobora. Otra visita de interés es su iglesia, fruto de una mezcla de estilos que van del románico al gótico, pasando, incluso, por algún motivo renacentista. Frente al templo se encuentra el rotundo Arco de las Campanas. Al atardecer, la luz crea un curioso efecto al reflejar la sombra de las campanas sobre una de las torres de la iglesia, desvelando un campanario espectral que se evapora a los pocos minutos. 

Atardecer en San Felices de los Gallegos.

Atardecer en San Felices de los Gallegos.

/ Pablo Fernández

Vinculada primero con un asentamiento vetón y más tarde con la Orden de los Templarios —que gobernaron brevemente todo El Abadengo—, Lumbrales acoge la conocida como Casa de los Condes. Este edificio, que en la actualidad acoge un centro de interpretación histórico y una exposición de antiguos telares, fue en el siglo XIX la mansión de la familia portuguesa Pinta da Costa. Debido a su vinculación con el desarrollo del Camino de Hierro, los Da Costa recibieron el condado de Lumbrales, un raro reconocimiento nobiliario tratándose de extranjeros. Para descubrir los vínculos vetones, lo mejor es dar un pequeño paseo hasta el castro de Las Merchanas, donde pueden encontrarse restos del antiguo asentamiento y un verraco conocido coloquialmente como El burro de la Barrera. Hasta que la geopolítica provocó la forzosa delimitación de las fronteras, la geografía era el mejor control de aduanas posible. En estas tierras, los ríos separan y unen al mismo tiempo. 

Verraco de castro de Las Merchanas (Lumbrales).

Verraco de castro de Las Merchanas (Lumbrales).

/ Pablo Fernández

En Aldeadávila de la Ribera se encuentra el puerto idóneo para realizar un pequeño paseo en barco por las Arribes del Duero. Este recorrido ofrece la posibilidad de avistar algunas de las muchas aves que pueblan el cañón del río. Como anteriormente en el Camino de Hierro, a un lado del cauce se encuentra Portugal y al otro España. 

Desafiando a los dioses 

En el término municipal de Aldeadávila también se encuentra una de las centrales hidroeléctricas más potentes de Europa. A pesar de ser una imponente obra de ingeniería, la central se ha integrado naturalmente en el paisaje y otorga a la zona una evidente personalidad. Este paisaje, fruto del enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza, puede contemplarse en su máxima expresión desde alguno de los miradores que se alzan en las alturas. Los más populares son los conocidos como el Picón de Felipe y El Fraile.

Parque de los Condes, en Lumbrales.

Parque de los Condes, en Lumbrales.

/ Pablo Fernández

El Camino de Hierro en el siglo XIX y las centrales eléctricas del siglo XX muestran los ímprobos esfuerzos de la ingeniería por someter la rotunda geografía de los Arribes. Tal que un moderno Prometeo, el ser humano ha tratado de emular la capacidad creadora de los dioses de la naturaleza. El escritor salmantino Luciano Egido (1928) plasmó esta aspiración en su novela Los túneles del paraíso, que recrea las dificultades a las que se enfrentaron los trabajadores del Camino de Hierro. “Hemos hurgado en el corazón de los montes”, escribe, “hemos bajado al fondo de los barrancos nunca hollados por el hombre, hemos vulnerado las rocas, atentado contra un equilibrio ancestral y lo estamos pagando. La naturaleza se ha rebelado contra nosotros y se ha defendido, devolviéndonos ofensa por ofensa, lo mismo que Dios, al que hemos ofendido, hasta sacarlo de sus augustas casillas”. Actualmente, a pesar de esta visión mitológica, parece que el hombre y la naturaleza han pactado una tregua en los Arribes del Duero.  

Tradición aceitera

Históricamente, ha existido mucha tradición aceitera en los Arribes. El museo de San Felices de los Gallegos, denominado el Lagar del Mudo, recrea cómo trabajaban los aceiteros de antaño.

Interior del Lagar del Mudo, museo sobre la tradición aceitera de la zona.

Interior del Lagar del Mudo, museo sobre la tradición aceitera de la zona.

/ Pablo Fernández

El espacio que ocupa era una antigua almazara, cuya inteligente restauración le valió en 2002 una medalla Europa Nostra, que distingue proyectos centrados en la difusión y el mantenimiento del patrimonio cultural. Aprender estas tradiciones no solo ilumina respecto al pasado, sino que aporta una fresca visión sobre el presente. El visitante descubrirá, por ejemplo, el origen de la expresión “no jodas la marrana”. La marrana es el nombre del eje de la rueda de la noria de los molinos. Si se estropeaba la marrana, toda la producción se ponía en riesgo.

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