Viaje a los escenarios de La sociedad de la nieve: Chile en modo aventura
Los protagonistas del trágico accidente aéreo de los Andes encontraron la salvación en un desconocido paraje chileno, un hermoso valle entre cumbres nevadas cuyas maravillas pueden recorrerse hoy, y que son la puerta a otros tesoros que aguardan en la zona centro del país sudamericano.
Mientras el todoterreno avanza poniendo a prueba los amortiguadores en cada giro de rueda, Robert Franck, uno de nuestros anfitriones, se vuelve hacia su ventana y señala con el dedo un punto junto al cauce del río, mientras anuncia con emoción: “Justo ahí es donde los uruguayos se encontraron por fin con el arriero, aunque separados por el río. Para comunicarse, el arriero les lanzó una piedra con papel y un lápiz, y así fue como comenzó el rescate”.
Cuando habla de “los uruguayos”, nuestro guía se refiere a Roberto Canessa y Fernando Parrado, los dos supervivientes del accidente aéreo de los Andes que iniciaron una ruta desesperada para encontrar la salvación tras más de dos meses atrapados en la cordillera andina. Atrás habían dejado a otros 14 supervivientes, incapaces de participar en la marcha que, finalmente, les salvaría la vida a todos.
Estamos cerca de Los Maitenes, un paraje del valle de Colchagua, en plena sierra del Brujo, a donde llegaron los protagonistas de la tragedia que inspiró La sociedad de la nieve, de J. A. Bayona. Hoy, 51 años después de aquella durísima y conmovedora historia, es posible recorrer parte de los lugares que Canessa y Parrado tuvieron que atravesar para encontrarse con su ángel de la guarda, el arriero Sergio Catalán.
Antes, durante una travesía de 10 días, habían logrado lo que parecía imposible: franquear cumbres de más de 4.500 metros, sortear precipicios cubiertos de hielo y recorrer nada menos que 38 kilómetros a través de un paraje inhóspito y plagado de peligros. Cuando por fin se produjo el ansiado encuentro, el arriero partió de inmediato para avisar a las autoridades: le esperaban 10 horas a caballo hasta el puesto de carabineros más cercano. Hoy es mucho más sencillo llegar hasta allí, gracias a una pista que se adentra en la sierra del Brujo, pero aun así el camino está sembrado de piedras que maltratan a los cuatro por cuatro —y a sus ocupantes— kilómetro tras kilómetro.
Un paseo sobre el hielo
Aunque resulta imposible olvidar la durísima odisea de los jóvenes uruguayos, la razón que nos ha traído aquí es bien distinta. Entre la cumbre sur de El Brujo (4.360 m) y la Quebrada de San Hilario, justo donde Canessa y Parrado hicieron un giro en su ruta a la salvación, arranca el glaciar Universidad, uno de los más grandes y espectaculares de Chile, rodeado de cumbres nevadas como las de El Brujo (la cima principal supera los 4.700 m), el volcán Palomo (4.986 m) o el Alto de los Arrieros (4.990 m).
Pese a su cercanía con Santiago y San Fernando —a poco más de tres y dos horas por carretera respectivamente—, el glaciar y su entorno siguen siendo poco conocidos, en gran medida a causa de las dificultades de acceso. De hecho, el camino está salpicado de imprevistos: arrieros a caballo y su ganado que obligan a reducir la marcha, daños en la travesía a causa de las inclemencias… En todo caso, los inconvenientes se olvidan rápidamente una vez llegamos a nuestro destino.
La primera parada es en el refugio Los Maitenes, levantado a escasa distancia de donde Canessa y Parrado encontraron al arriero, en un paraje de verdes prados donde pasta una manada de caballos, con la vista imponente de las dos cimas del Brujo. Estamos a unos 2.000 metros de altitud y, aunque en Los Maitenes la primavera austral ha pintado el paisaje de verde, la estampa no tarda en volverse árida y rocosa en cuanto se inicia el ascenso en dirección al glaciar, todavía a bordo de los cuatro por cuatro. Hasta donde alcanza la vista se levantan moles graníticas de aspecto grandioso, como las que muestra El Brujo en su cara sur, con sus impresionantes espolones, que no tienen nada que envidiar a las célebres Torres del Paine. Todo alrededor son picos nevados y grandes rocas de color ocre, aunque de vez en cuando aparece algún guanaco, uno de los pocos animales, junto con los pumas, los lagartos negros y los cóndores, que habitan este entorno de belleza áspera y sobrecogedora.
Dejamos por fin los vehículos y comenzamos la marcha a pie en dirección al glaciar, cuya superficie alcanza los 27,6 km2 y un grosor de unos 160 metros. Tras unos dos kilómetros de caminata, ayudados por bastones de trekking y siempre con la espectacular vista de la cara sur del Brujo, llegamos a los pies del gigante de hielo. Pero antes de calzarse los crampones para ascender sobre el glaciar, hay que penetrar en sus entrañas. Allí, desapercibida a ojos inexpertos, se abre la entrada a una cueva de hielo cuyo interior parece sacado de la imaginación de Tolkien. La cavidad, fruto del deshielo, puede alcanzar hasta un kilómetro de longitud. Nosotros apenas nos aventuramos unas decenas de metros, pero aun así el espectáculo es fascinante: todo a nuestro alrededor es hielo de un vibrante color turquesa, el agua cae sobre nuestras cabezas y algunas piedras, atrapadas durante miles de años, se desprenden del techo, lo que obliga a llevar casco y caminar lo más cerca posible de los gélidos muros.
Una vez en el exterior, Roberto Franck y Víctor Cordero —responsables de Glaciares de Colchagua— nos explican que el Universidad, al igual que otros glaciares de todo el planeta, está en pleno retroceso debido al calentamiento global. Aquí la lengua helada retrocede entre cinco y 10 metros cada año, alimentando el curso del río Tinguiririca. Tras asomarnos a las cuevas heladas, el camino continúa, ahora sí, sobre el hielo del Universidad. Para realizar el recorrido hay que usar crampones y seguir las indicaciones de los guías, que van abriendo camino para sortear las grietas que se abren en el glaciar.
La ruta completa hasta el mirador del Universidad, desde donde también se contempla parte del glaciar vecino, el Manke, son unos seis kilómetros de lenta caminata, siempre acompañados por un paisaje onírico de hielo y cumbres nevadas. De vuelta en el campo base, a unos 2.500 metros de altitud, se puede completar la visita haciendo noche en tiendas de campaña para dormir bajo el manto de estrellas del cielo austral, a los pies del Brujo. Los más experimentados también pueden practicar escalada en los muros verticales de los espolones del Brujo, recorrer rutas como la de Agujas de Roca o, por qué no, intentar escalar el Alto de los Arrieros, el cincomil más austral del mundo.
El interior de la Macrozona Centro Sur, compuesta por las regiones de O’Higgins, Maule, Ñuble y Biobío, está lleno de sorpresas, pero la costa no le va a la zaga. Más o menos a la altura de Parral, desviándonos desde la Ruta 5 (la carretera principal del país, que vertebra el territorio de norte a sur con sus más de tres mil kilómetros), en dirección a la costa, se encuentra la comuna de Cobquecura, en la región de Ñuble. Para llegar hasta allí hay que recorrer sinuosas carreteras que atraviesan un paisaje costero de bosques que, por momentos, recuerdan a los de la costa californiana.
El reino de los lobos marinos
Una vez junto a las aguas del Pacífico, surge un entorno rural de playas y paisajes espectaculares, cincelados por la fuerza de olas gigantescas. De hecho, la comuna cuenta con más de 50 kilómetros de costa, pero ni una sola playa es apta para el baño, debido a la furia que despliegan aquí las aguas oceánicas. Sin embargo, lo que es un inconveniente para los bañistas, se convierte en imán irresistible para otros visitantes: miles de practicantes de surf y bodysurf de todo el mundo acuden hasta aquí para cabalgar las olas en playas interminables de arena gris y rincones espectaculares.
Sin embargo, el surf —o la pesca deportiva, que también tiene aquí un notable predicamento entre los turistas— no es el único atractivo de la zona. A unos cinco kilómetros al norte de la localidad de Cobquecura se levanta la llamada Iglesia de Piedra, una llamativa formación rocosa con cavidades que se abren al mar y cuyo interior recuerda a un gigantesco templo. Los antiguos mapuches la llamaban Pilicura —“Piedra Santa”, en lengua chesungun— y celebraban allí sus ritos religiosos, un uso que heredó la Iglesia católica y que todavía se conserva, pues aún se ofician misas en honor a la Virgen.
Muy cerca de allí, a unos 50 metros de una playa infinita en la que rompe el mar embravecido, se encuentra otro tesoro natural, que junto con la Iglesia de Piedra conforma desde 1992 un Santuario de la Naturaleza: el islote Lobería, hogar de una colonia de más de tres mil lobos marinos que descansan al sol sobre las rocas antes de sumergirse en aguas del Pacífico.
Tierra de volcanes
De nuevo en la carretera y con rumbo sur, a la altura de la ciudad de Los Ángeles un desvío de la Ruta 5 se adentra en la región del Biobío. Una hora después, poco antes de la frontera con Argentina, surge de pronto un gigantesco cono volcánico: es el estratovolcán Antuco, una mole de cumbres nevadas que vomitó lava por última vez en 1911, y que aún permanece activo. El volcán es uno de los hitos del Parque Nacional Laguna del Laja, un espacio natural de 116 km2 en cuyo interior aguardan un buen número de sorpresas.
El parque cuenta con varias rutas de senderismo, como el Camino de las Chilcas —de menos de dos horas de recorrido— que permite contemplar dos hermosas cascadas, el Salto de las Chilcas y el Salto del Torbellino, mientras discurre entre paisajes volcánicos y bosques de cipreses cordilleranos. Otras travesías son más exigentes, como el Sendero Sierra Velluda, cuyo trazado se prolonga durante tres días y conduce por saltos de agua y campos de lava, donde habitan cóndores andinos, pumas y vizcachas.
También es posible ascender hasta la cima del Antuco, una ruta que puede completarse en unas ocho horas de caminata, ida y vuelta, y es imprescindible acercarse hasta la laguna que da nombre al parque: una gran masa de agua de color turquesa que se formó tras la erupción de 1752, y que ofrece una de las vistas más llamativas de todo el entorno, con paisajes de coladas de lava y rocas puntiagudas que parecen estampas de otro mundo.
En el camino de vuelta, en dirección a la localidad de Antuco, encontramos en su finca a Fabián Isla, un auténtico arriero chileno. Estamos en noviembre, en plena primavera austral, y Fabián está ya preparándose para hacer la veranada, el momento del año —de diciembre a abril— en el que conduce a su ganado a las cumbres andinas en busca de pastos. Los arrieros chilenos son auténticos cowboys de los Andes, acostumbrados a vivir en contacto continuo con la naturaleza. Fabián comenzó bien joven, a los cinco años, y aprendió de su padre y su abuelo todos los secretos de esta vida entre el campo y las montañas. Cuando le pregunto qué es lo más duro de la vida de un arriero, responde sin dudar: “Nada. Allá en la montaña es donde de verdad me siento libre, rodeado de naturaleza, con mis animales y en conexión con la Pachamama”.
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