El valle del Draa

Cinco jornadas de viaje bastan para recorrer el continente en miniatura que se expresa en el marroquí valle del Draa. Un lugar privilegiado donde se encuentran las montañas del Alto Atlas con los palmerales y, más al sur, los valles de dunas y el desierto, y que ha servido como escenario natural para el rodaje de películas como Gladiator, El reino de los cielos y la más reciente Babel.

El valle del Draa
El valle del Draa

No es fácil abandonar la magia de la kasbah de Taourirt , sobre todo si uno se aloja en Dar Kamar, antiguo Palacio de Justicia de la época del Pachá, a principios del siglo XVII, y que ahora disfruta de una fama inesperada por haber sido el lugar elegido por Brad Pitt y Angelina Jolie para iniciar, hace unos meses, su secreto romance.

El interior de Dar Kamar expresa a la perfección la unión entre la comodidad y la historia. Cada rincón combina elementos naturales con la maestría de los antiguos y tradicionales métodos de construcción. Madera, cañas y paja, el agua y la tierra, nos envuelven en un ambiente que nos hace sentir como los antiguos caravaneros que buscaban refugio y reposo en estas impresionantes fortalezas de barro.

La kasbah de Taourirt es uno de los rincones mágicos de Ouarzazate, punto estratégico para la exploración de gran parte del sur marroquí. Sobre nuestro mapa preparamos las rutas. Por un lado, la alta montaña; al sur, los valles, palmerales y mares de dunas. Nos decidimos por iniciar nuestro periplo por la montaña, por la impresionante cadena del Alto Atlas.

Cobijo y refugio de los pueblos nómadas durante las invasiones árabes del siglo VII, en la actualidad aún se puede observar un modo de vida que poco ha cambiado en los últimos siglos. Los profundos y aislados valles siguen siendo un refugio perfecto para aislarse del mundo exterior, en un hábitat que recuerda al de los pueblos anclados en los escarpados del Himalaya.

Construcciones hechas en piedra o en barro, majestuosos graneros envidia de la arquitectura de nuestros días, paisajes sacados de un archivo de cartas postales y gentes derrochando hospitalidad. El valle y las laderas de las montañas son un auténtico muestrario de colores: verdes, malvas, rojos, ocres, amarillo..., todo magnificado por la iluminación de un sol a punto de desaparecer tras la montaña. Un albergue en Toufrine nos sirve de final de etapa antes de iniciar nuestra segunda jornada. Las espesas paredes del albergue -ochenta centímetros de grosor- nos aíslan del frío nocturno. Cenamos cous cous preparado por las mujeres de la aldea. El silencio que acompaña nuestro sueño es absoluto, similar al que sólo se conoce en el desierto.

Bajo la caricia del sol, desplegamos una vez más nuestro mapa en la terraza del albergue. Nuestro destino se centra en un valle que aparentemente no tiene pistas. Después de varias horas de recorrido por caminos que parecen inexplorados, a la salida de una curva surge, de repente, un cuadro que nos hace sentir protagonistas de un relato de Marco Polo. El valle soñado está ante nuestros ojos.

La imagen es sublime. El conjunto arquitectónico unido al entorno nos deja sin aliento. Las kasbahs salpicando las orillas del río, en medio de un vergel, parecen sacadas de un cuento. Al fondo, las cumbres nevadas gobiernan la belleza del lugar. De regreso, pasamos de las escarpadas pendientes al encuentro con vergeles de almendros, higueras y olivos. Por doquier nos invitan a tomar el té, símbolo de hospitalidad en el mundo árabe.

Prácticamente nadie habla francés, sólo bereber. Nuestra comunicación se reduce al internacional lengua- je de las señas y las miradas. De nuevo en Ouarzazate, un hammam, baño tradicional parecido al baño turco, y un masaje en Dar Kamar nos dejan preparados para abordar nuestro siguiente objetivo: el valle del Draa.

El valle del Draa y su vecino más oriental, el del Tafilalt , sirvieron de puerta de entrada a las regiones del Sáhara. El Draa se cree que fue evocado por Plinio bajo el nombre de Dara, un río que, según el historiador romano, alimentaba una temible fauna de cocodrilos y en cuyas riberas vivían poblaciones de varias razas.

La región del Tafilalt albergaba la ciudad de Sijilmassa, fundada en el siglo VIII, que terminó convirtiéndose en un centro caravanero y cultural de primer orden por condición de nudo de las comunicaciones entre Marruecos, el África subsahariana y Oriente. Durante siglos llegaban a esta ciudad caravanas cargadas de oro en polvo que era trocado por el dinero de los sultanes y gobernadores. Junto al oro llegaban también largas caravanas de dromedarios cargados de pesadas placas de sal después de agotadoras jornadas por el desierto.

Antes de la aparición del Islam está confirmado que existían en el valle del Draa poblaciones de judíos y cristianos. Dichos populares llevados de padres a hijos cuentan leyendas y episodios fundados en antiguos manuscritos que ahora sólo se conservan en la biblioteca de Tamgroute.

Con el paso del tiempo las caravanas fueron cambiando su ruta de entrada al valle del Draa, que terminó por suplantar a Sijilmassa hasta convertir esta ciudad en unas ruinas que actualmente se pueden ver cerca de Rissani. Sucesivas invasiones de nómadas árabes procedentes de la Península Arábiga se fueron asentando en el valle del Draa hasta conseguir su dominación y arabización. Un enlace por carretera que atraviesa las montañas del Saghro nos muestra el drástico cambio de paisaje con respecto a las montañas del Atlas.

Paisaje lunar, pétreo y duro es el que domina esta región del sur antes de llegar a las interminables extensiones saharianas. Abandonamos la carretera y nos dirigimos hacia el cañón por el que discurre el río Draa desde el pantano de Manssour Eddabi. La roca que le da cobijo desde Ouarzazate pasa el testigo a una auténtica selva verde formada por el palmeral más grande del mundo. Casi 200 kilómetros de palmeras que esconden parte de la historia de los judíos del sur de Marruecos.

La pista nos conduce hasta el pueblo de Agdz, un lugar que oculta un ecosistema que más bien pudiera ser el de una isla tropical que el de una región desértica. Durante días podríamos estar sin salir de la sombra de las palmeras, la primera y más importante fuente de ingresos para la población local. El dátil de esta zona es de los de mejor calidad del mundo y es un bien preciado en todos los países árabes.

Los oasis, con su floreciente comercio de dátiles , fueron en otro tiempo la base principal de la economía precolonial. Su riqueza y la llegada de las tribus del desierto permitieron a tres de las dinastías reales marroquíes alcanzar el poder, incluyendo, en el siglo XVII, a la actual familia gobernante de los alauitas. Para todos los comerciantes que cifraban su negocio en la travesía del Sáhara, alcanzar las arenas infinitas desde Marrakech suponía un esfuerzo casi tan extenuante como cruzar el propio desierto.

En la actualidad, la carretera desde Marrakech que conduce al sur se inicia en los palmerales. A los pocos kilómetros, la ruta se va elevando mediante una suave e imperceptible pendiente que llega hasta los pies del Atlas. A partir de aquí un cartel con una S marcada sugiere lo que se avecina: más de cien kilómetros de curvas que alcanzan su máxima expresión al llegar al alto del Tizi N''Tichka, un puerto con una co- ta de 2.260 metros.

Los últimos kilómetros son un alarde de ingeniería y la prueba del esfuerzo de los miles de hombres que lucharon por abrir una carretera en medio de un paisaje caótico, sobrenatural, presidido por espectaculares barrancos, no apto para quienes padecen vértigo.

A partir del Tichka, el escenario cambia de forma brusca . El horizonte se pierde en una sucesión de líneas rosas, verdes y malvas. A poca distancia un cartel indica una ruta de 20 kilómetros que conduce hasta Telouet. Aquí se encuentra una kasbah gigantesca, diferente a la que nos encontraremos en el sur. En esta kasbah vivía la familia Glaoui, un símbolo de poderío de la familia bereber. Esta kasbah era punto de paso obligatorio de las caravanas, que tenían que ser acompañadas por escoltas de protección que eran relevadas a la salida de la kasbah.

Los Glaouis adquirieron una sólida reputación como guerreros fuertes e inteligentes. Telouet se convirtió en un suministrador de escoltas. Allí había todo lo que podía desear un viajero: un mercado para aprovisionarse, una mezquita para rezar y, cada tarde, muchas mujeres vestidas con ropas color pastel bailando la danza de la Ahouach en torno a grandes hogueras.

Tras la danza, las bailarinas retomaban en privado las melodías Ahouach para un caballero o para algún acaudalado comerciante. Siguiendo la carretera hacia el sur y a menos de 80 kilómetros de Ouarzazate aparecen las primeras kasbahs de barro con sus torres enfiladas hacia el cielo, sus nidos de cigüeñas y su rica decoración en caracteres geométricos.

Muchos son los que se han preguntado sobre el posible origen bíblico y oriental de estas construcciones que generalmente se conocen como kasbahs, pero que todos los etnólogos y árabes denominan "ksour" (ksar es el singular y en árabe significa "castillo"). Estos ksour se encuentran a lo largo de los valles del sur y en el interior de algunas zonas del Atlas. Son villas fortificadas de tribus, con estructura maciza, construidas en adobe y resistentes a las escasas pero torrenciales lluvias de esta región. Verdaderos castillos de barro, resultan majestuosos y monumentales por su tamaño, por los diseños y por la decoración exterior. En su construcción no trabajan arquitectos. Para proyectarlos colaboran los miembros de la familia y los ancianos del lugar.

Cada uno aporta sus ideas y sugerencias: "Aquí, una torre para que Ait El Haj contemple el paisaje. Mas allá, una habitación para que Fátima esté tranquila. En el primer piso, un almacén para los dátiles...". Los cimientos de cada uno de los gruesos muros de casi 80 centímetros se realizan en una zanja de otros 50 centímetros de profundidad sobre la que se echan grandes piedras unidas por una especie de mortero compuesto de tierra y cal.

A continuación se levantan las paredes construidas en tierra húmeda mezclada con algunas piedras. Unos moldes de planchas de madera de una longitud de 1,40 a 1,80 metros y una altura de 60 a 80 centímetros sirven para construir cada uno de los grandes bloques de que se componen las paredes. Una vez construido el molde se llena de la tierra húmeda y se compacta.

La fabricación y disposición de cada una de estas unidades de construcción llamada leuh está dirigida por un maestro de obra, conocido como maallem, y dos ayudantes. El maallem tiene que medir la dosis de humedad de la tierra. El exceso de agua generará fisuras y grietas cuando el conjunto reciba el ataque continuo del sol.

Poco a poco los pisos se van elevando y las torres van adquiriendo ese aspecto fiero y desafiante. Los techos pueden llegar a ser una obra de arte dependiendo de la calidad del trabajo del maallem. Se crean con troncos de palmera que sirven de vigas sobre las que se ponen ramas de adelfa o cañas y después barro que, al secar, dará una consistencia al techo que le permitirá servir de base para un futuro y más elevado piso.

A lo largo de la construcción los cambios se suceden, terminando en muchas ocasiones por edificar un auténtico laberinto interior carente casi de ventanas para protegerse del sofocante calor del verano.

Cuando se le pregunta al maallem el porqué de tantos cambios, su respuesta es contundente: "Es un grave pecado contra Alá el Todopoderoso pretender construir una obra definitiva y perfecta. Sólo Alá puede construir perfectamente. Sólo la obra de Alá puede considerarse acabada". Una vez terminada la kasbah, el propietario dará una fiesta en la que degollará uno o varios corderos invitando a los que han participado en la construcción. Grandes o pequeñas, las kasbahs tienen como misión proteger contra las inclemencias del polvo, el viento, el calor... y también contra el pillaje.

En ocasiones se convierten en auténticas ciudades fortificadas que cuando tienen vocación militar se elevan mucho más altas e impresionantes y se las conocen con el nombre de agadir ("tagadirt", en bereber). A 30 kilómetros, en Ouarzazate, se encuentra la kasbah de Taourirt.

Este impresionante núcleo urbano, enteramente construido en barro, permanece intacto desde sus orígenes a principios del siglo XVII. Gobernada por la familia Glaoui, y situada en una estratégica encrucijada de caminos y rutas comerciales, fue probablemente la kasbah más grande de Marruecos. Pasear por sus estrechas callejuelas es como trasladarse al pasado. Sus habitantes conservan un modo de vida que poco ha cambiado con el paso de los años.

En el edificio principal vivían los familiares del Pachá Glaoui junto con centenares de sirvientes y trabajadores, constructores y artesanos, e incluso sastres y prestamistas judíos medio itinerantes. Desde entonces tras ser tomada por el gobierno en la época de la independencia, la kasbah cayó en un drástico declive.

Parte de la estructura ha desaparecido erosionada por la acción de las lluvias, aunque gracias a la acción del Cerkas, departamento encargado de la conservación del Patrimonio del sur marroquí, se ha podido recuperar parte de su esplendor.

Al margen de los trabajos de la Administración, inversiones privadas como la realizada para la recuperación del antiguo Palacio de Justicia y su conversión en un pequeño hotel llamado Dar Kamar ayudarán a preservar este importante legado de la historia marroquí. Para la construcción del hotel se han empleado meticulosamente las mismas técnicas del pasado, por lo que desde el exterior resulta casi imposible adivinar lo que se esconde tras los antiguos muros de barro.

A partir de Taourirt se pueden recorrer dos ejes que permiten descubrir los tesoros de las kasbahs. El primero es el que desciende hasta Zagora y posteriormente a Mha- mid por el valle del Draa.

El segundo es el que lleva hasta la población de Tinerhir, pasando por Boulmane de Dades. Una vez que se llega a esta población no hay que dejar de visitar las gargantas del Dades hasta llegar a la población de Msmerir. En este tramo se encuentran algunas de las kasbahs más impresionantes de Marruecos.

La llegada al desierto en las proximidades de Mhamid es un fuerte contraste con el verdor de los últimos kilómetros. La arena, los antiguos poblados y los oasis juegan un papel decisivo a la hora de convertir esta zona en un museo viviente de la cultura caravanera. Siempre distintas, siempre suaves, las dunas son el regalo que la erosión ha dado a la visión del viajero.

Las rocas y la arena crean formas de una simplicidad cautivadora. Aislados del turismo masivo existen pueblos cuya visión más parece un decorado de una película de Ridley Scott que una realidad. Pasadizos y misteriosas callejuelas confieren al lugar un espíritu de magia como en pocos lugares del Sáhara.

Mujeres cubiertas de oscuros velos parecen deambular como espíritus a través de laberintos de luces y sombras. A la salida de esta penumbra, los mapas parecen invitarnos a seguir rumbo sur, al reencuentro de los caminos que durante siglos patearon las caravanas que procedentes de Tombuctú cargaban sal en las minas de Taoudeni, al norte de Mali. Iniciamos nuestro recorrido de vuelta a Ouarzazate para finalizar el periplo visitando los oasis que rumbo a Tazenakht se encuentran diseminados en el interior de cañones y valles.

Fint es el ejemplo más conocido. Películas como Asterix y Obelix fueron rodadas en este lugar y en sus alrededores se localizaron episodios de Gladiator y de La Biblia, entre otras. Nosotros ya hemos vivido nuestra particular película escrita sobre el guión marcado por este valle prodigioso. Solamente falta que el lector escriba la suya.

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