Salvador de Bahía es otro ritmo

La ciudad más negra de Brasil, declarada Patrimonio de la Humanidad, emana el misticismo que heredó de sus antepasados, llegados de la Costa de los Esclavos. Cada día reivindica con más fuerza sus profundas raíces africanas en una explosión de vida, descaro y situaciones insólitas. Salvador de Bahía es otro ritmo.

Salvador de Bahía
Salvador de Bahía

Por favor, intermedio. Un minuto para asimilar el exceso de Salvador de Bahía, el misticismo de Bahía de Todos los Santos, la explosión de Bahía de Todos los Ritmos. Al Café de la Paz no se entra por ninguna puerta ni hay mesas aguardando el cansancio del viajero. El Café de la Paz es un carrito atronador, que avanza por la Plaza da Sé lanzando samba por sus altavoces, ofreciendo cafecinhos en vasitos de plástico y cigarrillos por unidad. Bahía, el corazón negro de Brasil, no se entiende con una guía de viaje en la mano. A Bahía hay que observarla y palparla con descaro. Los libros levantan acta de iglesias y edificios barrocos, pero olvidan que la auténtica riqueza de la urbe está en sus gentes, en su teatral forma de vida y en lugares como la feria de São Joaquim.

Viernes. En los laberintos de São Joaquim se comercia con la esencia de Bahía: superstición, sincretismo religioso, especias, sabores afrobahianos y situaciones insólitas a los ojos extranjeros. Todo un sector de barracones está reservado a los animales que serán sacrificados en las ceremonias de candomblé. Cabras -a 30 €-, gallos, gallinas, palomas y cerdos aguardan su destino sagrado hacinados en jaulas frente al mar. A la entrada del mercado, los 21 orixás (dioses) del panteón afrobahiano delegan en los tenderos la misión de proveer de lo imaginable para su adoración. Un anciano entra a la tienda Palacio de Oxossi con un saco, y lo vacía: cascabeles de cobra, patas de chivo, venado y buey se desparraman por el suelo.

El dueño, que lleva tras la oreja ramas de hierba ruda para protegerse del mal de ojo, le compra todo. Platos, soperas y tazas de porcelana, loza, madera y barro se agrupan en los estantes. Son asentamientos, es decir, vajillas especiales -diferenciadas por tonos y materiales- donde se colocan los alimentos preferidos de cada orixá. En las callejuelas, dos mujeres vestidas de blanco recaudan fondos para una ceremonia en honor a Omolú, dios de la peste y las enfermedades. A cambio del donativo, lanzan palomitas -la ofrenda a Omolú- sobre la gente. Salvador, África negra reencarnada en Brasil, recibió la mayor cantidad de esclavos embarcados hacia el Nuevo Mundo. Fundada en 1549 por el portugués Tomé de Souza para ser capital de Brasil -en 1763 tomó el relevo Río-, se mantuvo como la mayor ciudad del país hasta 1890, con sólo 200.000 personas. Hoy, el 83 por ciento de sus tres millones de habitantes descienden de africanos llegados de Angola, Mozambique, Benín o Nigeria. Las culturas iorubá y bantú son las que más influyen en el imaginario bahiano.

Sábado. Las tres sacerdotisas emanan fuerza. Olga de Alaketu, descendiente de una princesa iorubá y madre de santo del terreiro (casa de candomblé) Ilê Axé Maroialaji; Stella de Oxossi, madre del terreiro Axé Opô Afonja; y Nengua Camuguengue, de la casa Bate Folha, celebran sus 80 años de vida en un festival de percusión para los orixás. La anfitriona es mae Stella. Su terreiro, el más grande de Bahía, es Patrimonio Nacional. Hasta 1976 fue un lugar satanizado y acosado por la Policía. Cuando las princesas y sacerdotisas iorubás desembarcaron en Bahía como esclavas, organizaron su resistencia religiosa, y más tarde política, fundando casas de culto donde el africano se santiguaba y veneraba a los santos católicos, que no eran otros que sus dioses camuflados. Oxalá, el orixá supremo, se vistió de Cristo de Bonfim; Oxossi, el orixá cazador, hizo de San Sebastián; Ogum, dios de la guerra, figuró ser San Antonio. Hasta el diablo tuvo su contraparte: Exú, por su carácter travieso, fue identificado con el diablo. En el candomblé es el orixá de los caminos, calles y encrucijadas, símbolo del movimiento, y mensajero de los dioses. "Aquí en Bahía, si alguien te dice que va a poner tu nombre en el pie de Exú, preocúpate", dice una mujer. En las esquinas es fácil ver ofrendas de cachaza para el maligno. Aunque las autoridades del candomblé combaten la distorsión del sincretismo, la población no borra si- glos de mixturas.

En su terreiro, mae Stella arremete contra las costumbres innecesarias. "El catolicismo fue útil a los esclavos, pero hoy los practicantes de la religión de los orixás, que tiene liturgia y doctrina propias, no precisan más de ese disfraz", dice. Ella fue la primera en rebelarse contra el sincretismo, la pionera en sacar las estatuas católicas de un terreiro. Para muchos turistas, la visita a una de las 1.100 casas de candomblé bahianas no pasa de que las madres les hagan el juego de búzios (conchas) y determinen qué orixás rigen sus vidas. Pero la casa de candomblé, para el bahiano, es raíz, orgullo y símbolo de su origen africano. La más antigua es la Casa Branca, que se fundó hacia 1820 por mujeres de la nobleza iorubá de los reinos Oyó y Ketu. En el mismo templo implantaron el culto a Oxóssi, Xangó, Oxum y Oxalá, en representación de los cuatro reinos del país iorubá. Al cabo del tiempo la Casa Branca creó sociedades secretas que en Salvador organizaron la resistencia frente al blanco y pagaron las cartas de alforria -documentos de liberación- de sus hermanos de raza. En Bahía, las madres de santo se veneran como guardianas de la sabiduría ancestral.

Domingo.Aún no son las nueve de la mañana y las playas están repletas de gente. El mar traza una línea social entre las playas populares del sur y las costas más cuidadas -Flamengo, Piatá, Los Artistas-, al norte del barrio de Río Vermelho. Por la tarde, los niños del Pelourinho, el centro histórico, se lanzan a las aguas del puerto luciéndose con piruetas. Desde el Palacio Blanco, en el acantilado que se eleva 72 metros de altura, los rostros enmarcados de los gobernadores del Estado de Bahía -todos blancos- le dan la espalda a esta alegría. El desnivel entre el Palacio -en la ciudad alta- y el puerto deportivo -en la urbe baja- lo supera el elevador Lacerda en 20 segundos. Unas 40.000 personas utilizan cada día este símbolo que surgió hacia 1610, cuando los jesuitas instalaron un sistema de poleas y plataformas para transportar mercancías y personas desde el puerto hasta la urbe, asentada en el acantilado. La idea se convirtió, en 1869, en una torre de hierro con ascensores a vapor y, por fin, en 1928, en el elevador eléctrico hoy restaurado. Por cinco céntimos de euro, los turistas bajan al Mercado Modelo -antigua Aduana- a comprar artesanía y a bailar en sus restaurantes con vistas al mar y banda de música en directo.

Lunes."Piense en algo excéntrico, en algún absurdo cualquiera: eso ya sucedió en Bahía", dijo el gobernador Octavio Mangabeira, quizás pensando en su antecesor, quien demolió la iglesia más antigua de la ciudad, de 1552, para construir una estación de tranvías. Ocurrió en 1933. En el lugar, la Plaza da Sé, una enor- me cruz caída, colocada en 1999, recuerda el crimen arquitectónico. Con este golpe de efecto el viajero se adentra en el Pelourinho, Patrimonio de la Humanidad desde 1985, y "el conjunto del barroco colonial más importante de toda América", según la Unesco. El comercio de la caña de azúcar del Recóncavo bahiano y el oro de las minas financiaron, entre 1600 y 1872, unos 20.000 edificios en la ciudad. Muchas de las iglesias y casas señoriales del Pelourinho se levantaron con materiales y azulejos traídos de Portugal. Sólo la Iglesia de San Francisco, la más rica de Brasil, acumula 800 kilos de oro de 18 quilates.

Mientras el lujo se adueñaba de Salvador, los esclavos pavimentaban las calles con piedras llamadas "corazón de negro" y sufrían la tortura del látigo atados al "pelourinho", es decir, la picota, que para la minoría blanca fue el símbolo de la justicia. El tronco de madera donde se azotó a los antepasados de los bahianos se situó en la Plaza Municipal y en el año 1602 se mudó al Terreiro de Jesús. Harta de que los jesuitas se quejaran de que los gritos de los esclavos les impedían concentrarse en la misa, la corona portuguesa trasladó el pelourinho a la Puerta de San Benito en 1727. Su último destino fue el Largo del Pelourinho, entre 1807 y 1835. Ese año desapareció por fin de la ciudad, pero no de las vidas de los negros: su uso no se prohibió hasta 1886, tres años antes de que Brasil se independizara de Portugal. La tortura jamás se borró del recuerdo, por más que las autoridades se empeñaran en bautizar el último espacio de la picota como Plaza José de Alencar, en honor a un Ministro de Justicia.

Para los bahianos, el centro está impregnado de la sangre del pelourinho, y ese es su único nombre admisible. La aristocracia abandonó el centro histórico a principios del siglo XX. La parálisis económica de Salvador, entre 1920 y 1940, vació y deterioró los caserones, alquilados a bajo coste a las clases pobres, que subdividieron una y cien veces las habitaciones, colocando, en ocasiones, simples tablas de madera para separar espacios. El 60 por ciento de los nuevos habitantes del Pelourinho eran inmigrantes en busca de trabajo en la ciudad. Los edificios señoriales se habían convertido en prostíbulos. Cuando un consultor de la Unesco visitó la zona en 1968, sugirió al gobierno un estudio sobre la posibilidad de implantar uno de los mayores centros turísticos de Suramérica. Lo cierto es que hasta 1992 el Estado de Bahía no ejecutó un plan eficaz. Pero entre ese año y 1994 recuperó 356 edificios, con un coste de 24,9 millones de dólares, y está recuperando decenas más.

El 90 por ciento de los viejos moradores fueron trasladados, en medio de la polémica sobre las compensaciones. Hoy, en el corazón histórico queda un 9 por ciento de viviendas en uso. Las hoy impecables fachadas centenarias albergan tiendas, restaurantes, centros culturales, academias, cafés, oficinas... El 60 por cientro de los "desterrados del Pelourinho" se concentran en los alrededores. Muchos de ellos son vendedores callejeros, controlados desde octubre de 2004 con chalecos de colores que autorizan su trabajo en días alternos, según la mercancía que ofrecen. Ajenos a estos asuntos, los visitantes disfrutan del caos del centro. Huele a mingau (leche con coco y canela), a aceite de dendé y a bolinhos de acarajé, cocinados por bahianas con el tradicional vestido blanco de enaguas y encajes. Los colores vivos de las fachadas, los cuadros expuestos en las calles y la música omnipresente dan a todo un tinte naïf. La gente se llama a gritos. Cualquier excusa es buena para el jaleo.

Martes. Por la noche, las niñas percusionistas del grupo Didá recorren el centro uniformadas de rojo, con una aglomeración de turistas detrás. En la Plaza Teresa Batista arrasa el grupo afro Olodum. "La vida del Pelourinho depende de Olodum. No hay Brasil sin África, ni Bahía sin Angola, ni Pelourinho sin Olodum", dice João Jorge, presidente del famoso grupo inventor del samba-reggae. "En 12 años seré gobernador o prefecto. Queremos ejercer el poder, convertir Bahía en la Roma negra", avisa. Lo mismo afirma Vovó, presidente de Ilê Aiyê, el bloco negro más respetado de la ciudad: "Nuestra lucha se centra en apoyar a los negros que están en la política. En Bahía la minoría blanca aún controla a la mayoría negra, y eso va a tener su fin". Con otros grupos musicales, Olodum e Ilê Aiyê han formado el Fórum de Entidades Negras. "El turista conoce nuestra cara carnavalesca, pero detrás hay una filosofía de lucha y resistencia. La revolución cultural y política bahiana está por hacer", predicen.

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