La última piedra de Colón

También a mí el lugar de La Isabela me pareció maravilloso, el mejor sitio del mundo para no hacer nada.

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mariano-lopez / Victoria Iglesias

El muro norte de la casa de Cristóbal Colón en La Isabela, la primera ciudad fundada por los españoles en América, ha desaparecido. El salitre, la humedad, el calor, siglos de abandono y el último de los frecuentes huracanes que azotan la zona, al noroeste de la República Dominicana, han empujado al mar las escasas piedras que se mantenían de pie y que ahora yacen en el fondo de la bahía donde Cristóbal Colón ancló los barcosde su segundo viaje: cuatro naos y trece carabelas, entre ellas La Pinta y La Niña y su capitana, la nao Marigalante. Colón eligió el lugar porque le parecía extraordinario. En una de sus relaciones a los reyes, lo describe como un terreno idílico bañado por un precioso río, al pie de una grandísima vega, con una arbolada “tan espesa –dice– que nunca se podría quemar”, un lugar inmejorable para fundar y proteger una ciudad. Con el Almirante viajaban 1.500 hombres y mujeres, que llevaban animales de granja, materiales de construcción, semillas de frutas y hortalizas y una planta que pronto generaría en el Caribe tanta riqueza como esclavitud: la caña de azúcar.

En aquel emplazamiento, que nunca fue como describió Colón, interesado en exagerar su relato, los españoles levantaron La Isabela. Doscientas casas de palma y madera y media docena de construcciones en piedra. Fue la primera urbe española en América, el lugar de todas las primicias: el primer ayuntamiento, la primera iglesia, los primeros caballos, los primeros cultivos, la primera rebelión, la primera injusticia. También fue el lugar de la primera gran desilusión. No había oro ni plata, la tierra no daba alimento y pronto se extendieron las enfermedades. El padre Las Casas relata que también se extendió la convicción de que existían fantasmas: dos filas de hombres, muy bien vestidos, que se aparecían y saludaban levantándose un sombrero al que llevaban pegado su cabeza.

La Isabela fue un fracaso. Sus supervivientes acabaron hartos. Diez años después de su fundación, solo había puercos cimarrones en sus calles. Luego, ni eso: durante siglos fue ocupada por la vegetación, fue un lugar sin suerte. En 1945 pudo despertar. Aquel año le anunciaron al dictador Trujillo la llegada de unos arqueólogos latinoamericanos. Trujillo llamó al gobernador de la provincia de Puerto Plata, Augusto Ginebra, y se interesó por el estado de las ruinas. “¿Cómo están, Ginebra?”, le vino a decir. “Mal, mi general, está todo fatal”, respondió el gobernador. “Pues límpiemelo, Ginebra, límpiemelo”. Y Augusto Ginebra limpió las ruinas. Ordenó a varios tractores que despejaran la zona y los tractores empujaron todas las ruinas hacia el mar. En 1988, Josep María Cruxent, un arqueólogo excepcional, exiliado de España durante el franquismo, pintor, investigador, descubridor de las fuentes del Orinoco, recibió el encargo de la Organización de Estados Americanos de estudiar los restos de La Isabela. Su trabajo, excelente, apenas tuvo fruto. Cuando murió Cruxent, la Isabela retomó su triste sino: la falta de cuidados, de recursos y de suerte.

El Gran Almirante levantó La Isabela en una tierra que nunca tuvo una vega, ni un río grande, ni asomo de riquezas. Pero entiendo su elección. Yo he estado allí dos veces. Y también a mí el lugar me pareció maravilloso. Cálido, húmedo, tranquilo, el mejor sitio del mundo para no hacer nada, tumbado a la sombra de un guayacán y mirando de frente a la bahía, al rincón donde se reúnen las olas, al preciso mar por el que llegó Colón.

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