La puerta de la India, por Mariano López

En la ciudad de las doscientas lenguas no hay nada que visitar, pero vale la pena verlo todo.

La puerta de la India, por Mariano López
La puerta de la India, por Mariano López

El Diccionario del amante de la India, de Jean-Claude Carrière, dice que si alguien llega a la India por primera vez, coge un taxi en el aeropuerto de Bombay y se dirige hacia la ciudad, tendrá motivos suficientes para pensar en volver de inmediato por donde ha venido y nunca más regresar a la India.

El escritor se refiere al delta humano que se extiende por cada espacio disponible a lo largo de los treinta kilómetros de casas, calles, chabolas, templos y arena que separan el aeropuerto de la ciudad. Quizá viva en ese corredor más de un millón de personas. Recuerdo a miles moviéndose en la calle, ocupados, hiperactivos, a pesar de que el cielo había roto a llover con la temible intensidad del primer monzón. La mayor riada era humana. Gente que aguardaba su turno para dejar atrás el campo, la pobreza y las castas, y entrar en la capital del dinero, el cine, la ciudad que habla doscientas lenguas: la gran Mumbai, antes Bombay.

Recuerdo también la figura de un shadu en las escaleras de un templo, un santón barbado y semidesnudo que acariciaba a un elefante en frente de un moderno cibercafé. Dos Indias, en la misma plaza: la Edad Media y el siglo XXI, a las puertas de Bombay.

En Bombay no hay nada que visitar, pero vale la pena verlo todo, dice también Carrière. Tiene razón. No conozco una ciudad que me haya impresionado más que Bombay, por su extraordinario caos callejero, el ruido, los pájaros que se disputan cualquier resto de comida, la estación de tren, la marea humana, los campos de cricket, la gran mezquita colgada sobre el mar, el hotel Taj Mahal, la Puerta de la India o las siete torres donde los parsis entierran a sus muertos y rezan a Zoroastro, igual que hace tres mil años. Cerca de Victoria Station, una nube de ciclistas arrastra bicicletas hundidas por el peso, la altura y el volumen de cientos de tarteras. Las tarteras llegan escondidas en los trenes. Cada una lleva escrito el nombre y la dirección del destinatario con barras y círculos, un código de signos creado y difundido entre emigrantes que no saben leer ni escribir, pero que han encontrado la manera de comunicarse a través de una red propia formada por miles de ocasionales repartidores. Dicen que sucede igual con la ropa que se deja para lavar. Se envuelve en papeles marcados con los mismos palotes y círculos del código anterior, se lleva a los ghats y se lava con agua y piedras, en el río, separada por colores. Desde el puente junto a la estación se ven kilómetros de telas azules y, luego, las verdes; en la otra orilla, las telas rojas, las amarillas, las blancas. Recuerdo también el coro de plegarias y letanías que acompaña el camino, ganado al mar, hacia la mezquita de Haji Ali; los estudios de Bollywood, con sus 300.000 figurantes, y la majestuosa Trimurti, en la isla Elefanta: la estatua con la triple cara de la conservación, la destrucción y la inteligencia creadora, Brahma, Shiva y Vishnú, unidos con una exquisita armonía.

Algunos dicen que Slumdog Millionaire no rinde justicia a la realidad de Bombay, que sólo divulga sus miserias. No lo creo. Me pareció que conectaba con el inmenso caudal de energía que posee la ciudad. Además, el éxito de la película atrae cada vez más turistas que se forjarán su propia idea de la realidad, entre la música y la magia de la urbe que menos duerme del mundo. A todos les aguardan treinta kilómetros de prueba. Los treinta kilómetros de vida, sueños, miseria, locura y esperanza con que te recibe Bombay. Para mí, suficientes; para volver, una y otra vez, a la India.

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