Lodz, viaje al corazón de Polonia

Situada en pleno corazón polaco, en un privilegiado cruce de caminos comerciales, la segunda mayor ciudad del país renueva con pleno convencimiento lo mejor del espíritu que la confi guró, a principios del siglo XIX, como una suerte de tierra prometida donde confl uyeron cuatro culturas europeas. Junto a los polacos de Lodz, alemanes, judíos y rusos pusieron en marcha la que pronto fue conocida como "la Manchester de Polonia".

Lodz, viaje al corazón de Polonia
Lodz, viaje al corazón de Polonia

La historia de Lodz puede leerse en los apellidos que han quedado asociados a sus mejores monumentos. Es la historia de un puñado de industriales que dibujó a golpe de fortuna una arquitectura singular creada para reflejar el alcance de sus inconmensurables riquezas.

Antes de 1820, a pesar de hallarse al lado de una gran ruta comercial, Lodz no era más que un poblado de campesinos cuya única actividad extraordinaria consistía en la fabricación de ruedas para carros. Pero a partir de esa fecha, por designación gubernamental, se transforma en un pujante centro de industria textil destinado a cubrir la demanda rusa. Requeridos por su experiencia, muchos empresarios alemanes y judíos acudieron dispuestos a aprovechar unas fabulosas condiciones de trabajo. Cientos de te lares ponen en marcha la que rápidamente pasa de ser un poblado rural a cosmopolita metrópoli.

Entretejiendo lo mejor de sus cuatro culturas básicas -polaca, alemana, judía, y rusa-, la urbe consolida una fascinante arquitectura industrial, convirtiéndose en Capital de los Textiles y Reino del Algodón. La maravilla de sus emporios reside en la pureza de sus líneas y en la clara intención de sus estilizados y cuidados diseños decimonónicos, pero sobre todo en el hecho de que hayan perdurado sin alteraciones posteriores. Las compañías que pasada la posguerra sobrevivieron durante el periodo comunista quebraron ante el empuje de los mercados occidentales tras la caída del muro de Berlín. Aunque aún son muchas las construcciones que esperan inversiones redentoras, algunos de los magníficos edificios renacen o se mantienen vivos como museos, apartamentos o centros comerciales. La vieja Fábrica Blanca, levantada por el sajón Geyer, alberga desde 1975 el Museo Central de la Industria Textil; el distrito residencial creado por el industrial Scheibler se rehabilita como complejo de apartamentos, cafés y galerías en torno a un área de recreo; y en la fábrica de Poznanski, rebautizada Manufaktura, se ha estrenado un enorme centro comercial al estilo occidental, con tiendas, amplias zonas de ocio y un hotel.

Pero estos colosales espacios no bastan para explicar el alcance de las fortunas que aquí se forjaron en un abrir y cerrar de ojos. Para entender la configuración de este paraíso de oportunidades, hay que detenerse ante las villas y palacios con que los ricos industriales inmortalizaron el alcance de sus gestas comerciales. Sin embargo, no fue hasta bien entrados los años 70 cuando se despertó la conscien cia del valor histórico y estético del legado de aquellos ricachones, y sólo superada la etapa gris del comunismo Lodz retomó su pulso emprendedor.

En los últimos tiempos la metrópolis despierta con entusiasmo renovado. Al tiempo que se embellecen de nuevo las fachadas y se revalorizan las antiguas factorías, van apareciendo signos que demuestran la gratitud de sus ciudadanos hacia quienes contribuyeron al prestigio de la urbe. Treinta y tres personajes meritorios, elegidos por votación popular, aparecen dibujados en tonos sepia asomándose a las ventanas de trampantojo de un edificio del pasaje Rubinstein. En este mural queda claro que, para los habitantes de Lodz, los cuatro industriales más ricos -Poznanski, Scheibler, Geyer y Grohmann- merecen el mismo rango de importancia que el rey Jagiello y ciertos escritores, músicos, arquitectos y cineastas nacidos aquí. El mural incorpora también a tres individuos con los que se ha pretendido completar el perfil so cial: un tejedor, un judío sin nombre y un músico callejero. El objetivo es no olvidar nunca el esfuerzo de todos esos seres anónimos sin los cuales nada hubiera sido posible: ni las delicias de la música ni la decisoria participación del grupo cultural predominante que la ira hitleriana dejó mermado.

A principios del siglo XX, los judíos de Lodz componían un tercio de la población, la segunda concentración de Europa después de la de Varsovia. Entre los 230.000 de entonces y los poco más de mil de hoy, se abre una brecha de horrores cuyas huellas se han transformado en hitos turísticos encargados de mantener viva la memoria de las víctimas. La única sinagoga que quedó, el cementerio, el ghetto Litzmannstadt y la estación de Radegast de donde salían los fatídicos trenes son algunos de los lugares señalados para un triste recorrido histórico.

De nacionalidad judía era precisamente Israel Poznanski, uno de los dos nombres -el otro es el de Karol Scheibler, con el cual compitió toda su vida- que más resuenan en boca de los guías turísticos. Inverosímiles anécdotas han quedado acuñadas en sus peroratas. Por ejemplo, cuando al acaudalado Poznanski le preguntaron por el estilo deseado para su palacio de la calle Ogrodowa -considerado como un pequeño Louvre-, contestó indignado: "¡Cómo que en qué estilo, puedo permitírmelos todos!". Asombrosa respuesta que, a parte de denotar prepotencia, casi se podría aplicar a cada una de las ostentaciones arquitectónicas de una urbe que plasmó en el espacio de un par de generaciones todo el arte europeo del que carecía.

Uno de los aspectos más curiosos del enriquecimiento de Lodz es que toda su riqueza se expresó concentrándose a lo largo de una única calle, donde fueron alineándose joyas arquitectónicas de finales del siglo XIX y principios del XX, en un estilo ecléctico que termina derivando hacia el art nouveau. Algunas fábricas imitaron castillos, mientras los palacios rememoraban a los clásicos, y la catedral estrenaba el siglo XX intentando parecerse a la de Chartres. Por eso hay quien afirma que un paseo por la Piotrkowska equivale a una lección de historia de arte y arquitectura, aunque lo que se consiguió fue una marcada homogeneidad forjada en un breve periodo.

Aunque la perpendicular Pomorska, que sale de la plaza Wolnosci, la supera en longitud, la calle Piotrkowska figura como la vía comercial más larga de Europa -la lista sólo puntúa calles comerciales-, y cuando las dos plazas principales que enlaza cambiaron sus antiguos nombres -plaza de Leonardo y Mercado Viejo- por las sonoras apelaciones de Niepodleglosci y Wolnosci -Independencia y Libertad-, se acuñó el dicho local que asegura que de la libertad a la independencia van cuatro kilómetros y medio. Numerosos palacios, palacetes y villas se suceden a lo largo de la interminable Pietryna -su apelativo cariñoso-, intercalados con los mejores hoteles y restaurantes, templos de todos los credos, sugerentes escaparates y algunos patios llenos de encanto.

El paseo sosegado brinda la oportunidad de conocer de cerca a los personajes más insignes de la ciudad, gracias a las estatuas que desde 1999 van poblando sus aceras. Con evidentes intenciones interactivas, los escultores han ideado espacios reservados para la comunicación del paseante con los distintos personajes: en la banqueta que ocupa Rubinstein hay sitio suficiente para acompañarle en un concierto de piano a cuatro manos, igual que en el banco donde el poeta Julian Tuwim se ha detenido un momento para inspirarse, en las sillas vacantes de la mesa en torno a la cual negocian los empresarios textiles, o en el baúl donde el Nobel literario de 1924, Wladyslaw Reymont, toma notas para construir su famosa novela sobre Lodz, titulada La Tierra Prometida, con la que narró las relaciones entre los adinerados reyes del algodón.

La obra fue llevada a la pantalla por otro de los ciudadanos ilustres de la ciudad, Andrzej Wajda, quien rodó parte de las escenas en las fábricas de Poznanski, tras consagrase en la legendaria Escuela de Cine de Lodz, situada en un edificio clásico con aires de palacete, de la que también han salido cineastas de la talla de Roman Polanski y Krzysztof Kieslowski. Y es que el Séptimo Arte es otra de las pasiones que ha cultivado esta ciudad de glamourosa vocación apodada cariñosamente como Hollylodz (en polaco Lodz se pronuncia wudch). Haciendo honor al apodo, en la Piotrkowska se ha creado un pequeño Camino de la Fama, con estrellas doradas conmemorativas, y desde el año 2000 el Festival Internacional de Cine Camerimage atrae a celebridades dispuestas a merecer alguna prestigiosa estatuilla (en este caso, ranitas de oro, plata y bronce).

También cuenta con un museo dedicado a la cinematografía, emplazado en el fabuloso palacio neorrenacentista que el magnate Scheibler levantó dentro de las dos hectáreas que guardan el espíritu más romántico de Lodz, en el Parque Zrodliska, creado en 1840 y calificado como el segundo parque público más importante de Polonia. En estos jardines aún se conserva un vestigio de los arcaicos bosques que rodearon la villa original. En Lodz no hay callejuelas medievales, ni abadías románicas, ni templos góticos; estos enormes y vetustos árboles varias veces centenarios constituyen tal vez el legado más añejo y misterioso que se puede encontrar en una ciudad que mira hacia el futuro sin nostalgias ni complejos.

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