Viaje en defensa del español, por Carlos Carnicero

Recorrer el continente americano es una cura de confianza en la fiabilidad del español, con casi 450 millones de hablantes.

Viaje en defensa del español, por Carlos Carnicero
Viaje en defensa del español, por Carlos Carnicero

Escribo estas líneas desde Buenos Aires: paso una parte considerable del año allí; el resto lo reparto entre La Habana y Madrid. Soy un nómada que se ciñe a los parámetros de mi idioma: el español; además, mi trabajo se fundamenta en la palabra escrita y en la palabra hablada. Sin mi lengua yo no sería casi nada. Y lo digo en todas sus acepciones, en la del músculo que permite articular el lenguaje y en la del idioma en que se soporta. Creo que el español es uno de los idiomas más ricos de los que tengo noticia. Mi vida es un observatorio privilegiado de la lengua porque no se trata de desplazamientos intermitentes sino de estadías prolongadas: así se percibe como circula el español que ya no tiene fronteras delimitadas.

La potencialidad del español tiene tres vectores de difícil convergencia: el desarrollo económico del continente americano, la convicción del conjunto de los españoles -de derechas, de izquierdas; del centro y de la periferia- sobre la potencialidad de una patria democrática indiscutida, y la firmeza de nuestro entramado diplomático y empresarial para imponer el uso del idioma propio sin claudicar en que el inglés sea por sistema el punto de encuentro que facilite el entendimiento entre personas de distinta procedencia lingüística. Hasta ahora, el trámite es de rendición frente a la lengua que sigue siendo la del imperio. Nuestras multinacionales debieran imponer el español como vehículo de comunicación en todas las latitudes para que aprender nuestra lengua sea un trámite indiscutible y nuestros diplomáticos tendrían que aligerar la presunción de que utilizar otro idioma les permite incrementar su prestigio.

Si Latinoamérica se desarrolla y crece su economía, el español subirá con ella y escalará posiciones de influencia: no sólo lo hablarán más personas sino que tendrán más poder. Si los españoles llegamos a la inteligencia de adivinar que necesitamos una patria democrática para que nos haga fuertes en las relaciones globales, la lengua caminará sobre nuestra influencia. Recorrer el continente americano desde Tijuana a Ushuaia es una cura de confianza en la fiabilidad del español: si la demografía sigue su ritmo previsible, dentro de poco 450 millones de personas tendrán en el español su primer acomodo lingüístico. Además, con excepción del español que se habla en algunos mestizajes norteamericanos, la pluralidad es una garantía de riqueza lingüística y no de deterioro del idioma, al contrario de lo que ocurre con el inglés, cuyo quebranto es notorio. En Colombia se habla, al igual que en Ecuador, un español de calidad envidiable; Argentina tiene modismos adecuados al español que no sólo no lo menoscaban sino que esfuerzan la manera de expresarse de los argentinos con una erudición maravillosa. En América se ama el español y se cuida la forma de ejercerlo. La palabra cuidadosamente expresada es una demostración de elegancia intelectual en los cafés de Lima y en los restaurantes de Guayaquil. Hablar bien, con un castellano rico y correcto, es síntoma de distinción.

En España es difícil de percibir la elegancia asentada en un correcto uso del idioma por algunas razones poco confesables: da la casualidad de que la cuna de nuestra lengua es uno de los lugares del mundo en donde peor se emplea. Para empezar, el español, en España, es una lengua manejada con grosería asentada en distintos estratos, no necesariamente los más desplazados de la sociedad. Decir tacos o malas palabras es una costumbre extendida que está encontrando cobijo en los medios de comunicación: de repente los presentadores de televisión y los locutores de radio se sienten importantes usando indecencias; pretenden que la modernidad se refugia en un uso ordinario del lenguaje.

Síguele la pista

  • Lo último